– No.
– ¿A qué distancia se le acercó esa mujer?
– Permaneció al otro lado del mostrador. Si forzaba la vista, la veía un poco mejor.
– ¿De qué tono eran sus ojos?
– Avellana, creo.
– ¿Usaba perfume?
– Sí, uno fuerte. Con aroma a hierbas.
– ¿Reconocería esa fragancia?
– Tal vez.
– Hábleme de sus manos. ¿Eran pequeñas o grandes?
– Más bien grandes, pero no se lo…
– Haga memoria, Miriam. ¿Pintura de uñas?
– Fucsia, muy llamativa. De un tono que yo no me pondría jamás.
– ¿Largas o cortas, las uñas? Miriam dudó.
– Esfuércese, puede ser importante.
– Puntiagudas. Lo recuerdo porque pensé que eran como las de una bruja.
– ¿Postizas?
– Tal vez.
– ¿De dónde sacó el dinero para pagar la esquela?
– Del bolso.
– ¿Lo llevaba colgado?
– Lo dejó sobre el mostrador. Abrió la cremallera y extrajo un fajo de billetes.
– ¿Esos billetes estaban dentro de un monedero o de una cartera?
– Los llevaba sueltos.
– ¿Ni siquiera protegidos en un compartimento interior?
– No. Sueltos.
– ¿Se fijó en el contenido del bolso? ¿Había llaves, cosméticos?
– Lo abrió hacia ella, pero se plegó sobre el mostrador, por lo que debía de estar casi vacío.
Martina apuró su café. Los ceniceros estaban ocupados por otros fumadores. Apagó el cigarrillo en el plato.
– Hábleme de su vestido.
– Era negro, bastante atrevido.
– ¿El escote le resaltaba el busto?
– Tenía poco pecho.
– ¿El vestido era de manga larga? Puesto que no se refirió a los brazos cuando le pregunté por sus manos, doy por supuesto que los llevaba cubiertos.
– Sí. Respecto a las piernas, eran muy largas. De hecho, ella era altísima. -Martina sonrió; el ánimo de Miriam se había templado y estaba empezando a disfrutar con el juego deductivo-. Las llevaba enfundadas en medias -matizó la secretaria-, de esa clase de tejido que brilla.
– ¿Lycra?
– Creo que sí. Iba fatal combinada, negro y blanco, todo brillante. Y con esa cresta roja parecía… una gallina.
Miriam rio, sonrojándose a causa de su atrevimiento.
– Turno ahora para la voz -prosiguió Martina, mirándola con simpatía-. Ya nos ha dicho que podía ser extranjera y que su acento no era de aquí ¿Tenía el timbre algún rasgo característico? ¿Era una voz ronca, aguda?
– Era… pastosa.
– ¿Vocalizaba correctamente?
– Con cierta lentitud.
– ¿Como si estuviera traduciendo mentalmente?
– Yo no diría tanto. ¿Puedo hacerle una pregunta, inspectora?
– Sub.
– Subinspectora, es verdad. Uno de los periodistas de La Colmena, Sabino Sabanés, suele firmar sus artículos con una doble ese mayúscula. ¿Podría eso guardar relación con la esvástica de la esquela?
En ese momento, otra mujer atravesó la zona despejada de la cafetería y se les acercó. Era morena, vistosa, con la melena recogida en cola de caballo. Martina reconoció a Macarena Galván.
– Buenos días, subinspectora.
– Me alegro de volver a verla.
– ¿Ha descansado?
– Apenas.
– Tampoco yo, pero me encuentro en plena forma. ¿Algún avance en la investigación?
La jueza reparó en la presencia de Miriam; ella misma se vetó la respuesta.
– Ya me comentará. ¿Suele venir por esta cafetería?
– De vez en cuando.
– Puesto que no estamos en una sala de audiencias, puede llamarme Macarena.
La subinspectora se limitó a asentir.
– Le recuerdo, Martina, que tenemos una cita pendiente.
– No lo he olvidado.
– ¿Digamos esta tarde, a las siete y media, en el bar del Gran Hotel?
– Pensaba ir a un concierto.
– ¿No será, por casualidad, al de Maurizio Amandi, en el Balneario del Mar?
La subinspectora se lo confirmó.
– ¡Qué coincidencia! -exclamó Macarena-. Resulta que tengo una entrada, pero a nadie que me acompañe.
– ¿Quiere que nos encontremos en la entrada?
– Allí estaré -sonrió la jueza-. Después podemos tomar algo. Recuerde que esta vez seré yo quien pague las copas.
El walkie de la subinspectora se puso a sonar. Era Adela, la secretaria de Satrústegui. El comisario la reclamaba con urgencia.
– Debo regresar a Jefatura. Discúlpeme.
Macarena se alejó, no sin recordarle su cita. Martina pagó los desayunos y se despidió de Miriam Gómez, asegurándole que la llamaría a lo largo del día. No podía saber que los acontecimientos iban a precipitarse y que tardaría bastante más tiempo en volver a entrevistarse con la secretaria de La Colmena.
– ¿Disponemos de información sobre grupos neonazis? -estaba preguntando Conrado Satrústegui cuando Martina entró a su despacho-. Siéntese, subinspectora.
Fiel a su hábito, ella permaneció en pie. Ernesto Buj y el inspector Villa ocupaban las dos únicas butacas frente al escritorio del comisario. Martina se quedó detrás de ellos, en un deliberado segundo plano.
El Hipopótamo elevó los ojos al techo.
– Algo sabemos.
– ¿Cuántos hay en calidad operativa, capaces de planificar y de llevar a cabo un atentado?
Buj contempló el suelo.
– Básicamente, y estoy hablando de memoria, las agrupaciones con una cierta capacidad de acción serían dos: Honor Nacional, de ámbito peninsular, con ramificaciones en países sudamericanos, y Poder Blanco, un grupúsculo de antiguos guerrilleros de Cristo Rey reciclados a la estética nazi.
– ¿Contamos con algún confidente entre ellos?
Buj asintió alzando un dedo.
– ¿Sólo uno?
– Vale por dos. De hecho, pertenece a ambos grupos.
– ¿Desde cuándo informa?
– Desde hace años.
– ¿Desde cuándo, exactamente?
– Desde los sucesos de Montejurra.
– ¿Quién lo captó?
– Yo, señor.
Satrústegui se lo quedó mirando de hito en hito. El inspector llevaba quince años bajo sus órdenes, pero a menudo seguía sorprendiéndole. Buj mantenía en activo redes y recursos de los que no siempre daba cuenta a sus superiores. La mayoría de sus confidentes pertenecía al estrato más bajo. Chulos, camellos, prostitutas, aunque también, según era del dominio de los restantes inspectores, quienes, de vez en cuando, echaban mano de sus contactos, algún bala de buena familia necesitado de un plus económico, incluso ciudadanos en apariencia corrientes que disfrutaban protagonizando una doble vida, como si actuasen en una película de serie negra. Con antelación a Homicidios, Buj había transcurrido por todas las secciones, por lo que su red de informantes resultaba variada. En Jefatura se hablaba de una colección de dossieres, algunos de los cuales afectarían a personalidades públicas. Documentos y datos que, de dar crédito a los rumores, el Hipopótamo guardaría con celo, por si en alguna ocasión le convenía airearlos. Satrústegui siempre había pensado que aquel bulo tenía amplias posibilidades de ser verídico. Durante algún tiempo, Buj había coordinado los servicios de escoltas de la clase política, por lo que dispondría de información de primera mano acerca de sus horarios y hábitos. El comisario no siempre aprobaba su manera de trabajar, pero tenía que reconocer su eficacia.
– Contacte con el confidente y sondéele a propósito de la esvástica dibujada en la esquela. Investiguen si la víctima, Gedeón Esmirna, tenía alguna relación con grupos neonazis.
– Descuide, señor.
A continuación, Satrústegui les mostró un teletipo redactado en inglés, que alguien, seguramente su propia secretaria, había vertido al castellano de forma apresurada, y pasó a facilitarles un resumen de su contenido:
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