Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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La investigadora se había quedado en pie detrás de su mesa. A Miriam le resultó violento mirarla desde una posición más baja. Martina señaló la carpeta que la secretaria seguía apretando contra sí, como temiendo perderla.

– Veamos qué nos trae.

Miriam soltó las gomas, abrió la funda de plástico y cogió la esquela.

– ¡Qué tonta! -se lamentó-. ¡Tantas precauciones y acabo de dejar mis huellas dactilares!

– No se inquiete por eso -la consoló Martina-. Déjela sobre la mesa.

La subinspectora leyó la hoja manuscrita, cuya letra coincidía con la de Maurizio Amandi. Acto seguido, sin pronunciar palabra, se dirigió al despacho del fondo y llamó con los nudillos. Habló durante unos treinta segundos con sus ocupantes y regresó a su mesa acompañada por ambos.

Uno de esos policías era fornido, con aspecto de no haberse afeitado en unos cuantos días y de poseer una fuerza bruta difícil de controlar. El otro, en cambio, resultaba casi atildado, con un traje de color crema, impropio de la estación, el cabello entrecano peinado con fijador y ojos verticales y tristes como huevos duros.

– Inspectores Buj y Villa, de Homicidios y Robos, respectivamente -los presentó Martina.

Sin reparar en Miriam, los mandos se inclinaron sobre el documento.

– ¿Qué diantre es esto? -rezongó el Hipopótamo-. ¡Explíquese, señorita!

Miriam lo hizo de manera deslavazada. Le faltaba oxígeno y se sentía como una mariposa clavada con un alfiler. En la mirada de la subinspectora encontró comprensión. Respiró hondo y se esforzó por proporcionarles una versión coherente de lo ocurrido.

– Afirma usted que esta esquela fue contratada a las ocho de la tarde del ocho de enero -resumió el inspector Villa, cuando Miriam terminó de hablar.

– A las ocho y media.

– Bastante antes de que…

– Hilvanaremos la secuencia más tarde -le interrumpió Buj, sin miramientos; Villa asumió la implícita amonestación: era improcedente proporcionar a una ciudadana cualquier dato susceptible de integrar el secreto sumarial-. Describa a la mujer que visitó la redacción de su periódico -indicó el Hipopótamo.

Miriam trazó un retrato aproximado.

– ¿Una pelirroja? -exclamó Villa, mirando con sorpresa a Martina.

– ¿Qué tiene de raro? -preguntó Buj-. ¿Es que nunca ha visto ninguna, aunque fuese de cintura para arriba?

Ante la helada mirada de Martina, Villa reprimió un gesto de complicidad y se limitó a comentar:

– Últimamente parece haber una epidemia de pelirrojas en la ciudad.

Sin colegir a qué se refería, Buj se dirigió a una intimidada Miriam:

– Vayamos al grano, señorita. Básicamente, se encontraba usted en la redacción de ese semanario, sola, cuando entró una cliente, a la que jamás había visto, dispuesta a contratar la esquela del señor Gedeón Esmirna. A modo de texto, le entregó esta curiosa holandesa, firmada por una cruz esvástica, pagó en efectivo y se fue. Dicha escena no debió de prolongarse más allá de unos pocos minutos. ¿Es correcto?

Miriam asintió. Se dio cuenta de que la subinspectora estaba anotando sus declaraciones y eso la puso más nerviosa.

– ¿Qué edad tendría esa mujer? -inquirió Buj.

– Muy joven. No habría cumplido los veinticinco.

– ¿Era de aquí?

– No lo dijo ni yo se lo pregunté. Por el acento, podría ser extranjera.

– ¿Francesa, inglesa?

– Sudamericana, tal vez.

– ¿Hizo algún comentario sobre Gedeón Esmirna?

La secretaria de La Colmena apeló a su memoria para reproducir con fidelidad las frases pronunciadas por la mujer del pelo rojo. Que era sobrina del anticuario. Que su tío había fallecido la noche anterior, de un ataque al corazón. Que la familia Esmirna tenía relaciones influyentes, y que ciertas personas, sin especificar quiénes, lamentarían su muerte. Y no le importó, agregó Miriam, que la esquela fuese a publicarse con tres días de demora, coincidiendo con la fecha de distribución de la gaceta.

Los policías la escucharon en silencio. Buj se rascaba la nuez. Cuando la testigo hubo concluido, le ordenó:

– Aguarde aquí.

El Hipopótamo hizo una indicación a Ulloa, el agente que se encontraba más próximo, y, seguido por Villa y De Santo, regresó a su despacho. Con ayuda de unas pinzas, Ulloa cogió la esquela por una esquina del papel, introdujo la holandesa en una bolsa de pruebas, le pegó una etiqueta y salió para entregarla en el laboratorio.

En su oficina, a puerta cerrada, Buj encendió un Bisonte y miró receloso a la subinspectora.

– ¿Me ha tomado por un pardillo, De Santo? Hay algo que ustedes saben de esa pelirroja y yo no. Así que ya están cantando.

– Utilicé un disfraz similar cuando visité a Esmirna -se explicó Martina-. Una peluca y un vestido negro, el que llevaba anoche en la tienda de antigüedades.

– No estoy lo bastante desesperado como para fijarme en sus trapos -gruñó Buj-. Ni lo bastante despierto como para entender lo que se está cociendo a mis espaldas. -El inspector alzó uno de sus nervudos brazos, como para descargar un golpe en la mesa-: ¿Alguien podría explicármelo?

La subinspectora admitió:

– A tenor de la descripción de la testigo, mi caracterización coincidía con el aspecto de esa mujer de la esquela.

– ¡Y la mía con la de Edward G. Robinson en las películas de gánsteres! -saltó Buj-. ¡Esto es el colmo, De Santo! ¡Va a convertir mi sección en un baile de carnaval! ¿Me obligará a comprobar dónde se encontraba usted el ocho de enero, a las ocho y media de la tarde?

– Fue una coincidencia, Ernesto -medió el inspector Villa-. Eso es todo.

– Ah, ¿sí? ¿Y quién le explicará al comisario que este caso está lleno de inexplicables coincidencias?

– Sólo pretendía evitar que el anticuario me reconociera -se justificó Martina.

– ¡Porque todo el mundo, desde luego, conoce a la famosa subinspectora De Santo! -ladró Buj-. ¿Sabe cuántas veces ha aparecido mi foto en un periódico, en cuarenta años de carrera? ¡Nunca!

– Ya basta, Ernesto -volvió a contemporizar Villa.

Refunfuñando, Buj se recostó en su butaca y cruzó los antebrazos detrás de la nuca. Círculos de sudor le manchaban los sobacos. Su aspecto era hosco.

Villa dijo:

– Tenemos una prueba material que puede resultar trascendente. Es posible que en la esquela aparezcan huellas.

– No lo creo -opinó Martina-. Sería demasiado fácil, y la pauta de este asesinato apunta hacia una laboriosa sofisticación.

– ¡Qué cosas tiene uno que oír! -se mofó Buj-. Siga jugando a los disfraces, y a disfrazar los hechos, que yo, mientras, interrogaré otra vez al pequeño delincuente que estaba al servicio del anticuario. Me da en la nariz que el tal Mendes sabe mucho más de lo que nos ha contado. -El Hipopótamo señaló un bate de béisbol atravesado en la falleba de la ventana, detrás de su silla-. Puede que un poco de mi medicina especial para casos difíciles le suelte la lengua.

Martina le previno:

– Si le pone las manos encima, le denunciaré a la jueza.

– ¿A su nueva amiga? -De pura congestión, el rostro de Buj parecía a punto de estallar-. Muy bien, no lo haré. Le llevaré un café y el boleto de apuestas múltiples, por si a ese calorro le apetece participar en nuestra porra.

– Quisiera estar presente en su careo -insistió Martina.

– De acuerdo. Baje conmigo.

Pero la subinspectora planteó:

– Antes necesito un poco de tiempo para seguir interrogando a la testigo. Con ustedes delante, se la comían los nervios. La sacaré de Jefatura, puede que me cuente algo más.

– Media hora -convino el Hipopótamo, consultando su reloj de pulsera; en su gruesa y peluda muñeca, la esfera parecía una moneda de dos reales-. La estaré esperando en los calabozos. ¿Viene usted, Villa, o prefiere llevarle el bolso a nuestra pelirroja de pacotilla?

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