Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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– A mí me sería imposible.

– Y para mí -adujo Martina, mirándole con leve reconvención- lo es trabajar en estas condiciones. Hemos quedado en que usted leía, ¿no?

– A sus órdenes -musitó Horacio. Carraspeó y prosiguió textualmente-: De acuerdo con el crítico Vladimir Stasov, primer biógrafo de Mussorgsky, una institutriz alemana se hizo cargo de su aprendizaje pianístico cuando la familia se trasladó a San Petersburgo. El propósito paterno impuso que Filareto y Modest siguieran la tradición familiar ingresando en la Escuela de Cadetes. Paralelamente, Modest recibió clases particulares del pianista Antón Herke, bajo cuyo magisterio realizaría notables progresos. Tanto, que incluso llegó a actuar en un concierto de caridad interpretando una sonata de Beethoven. La vida en la Escuela de Cadetes era muy dura. A los novatos se les torturaba y golpeaba. Los veteranos, o «cornetas», tenían a su disposición un «vándalo», un novato, que cargaba con él, para llevarlo, por ejemplo, al cuarto de baño. A menudo, los cadetes regresaban de los permisos borrachos de champán. La adicción de Modest al alcohol procede de esta primera época. El director de la Escuela, el general Sutgof, tenía una hija, también discípula de Antón Herke; a veces, invitaba a Modest a su casa para que practicara duetos con ella…

– ¿Cómo se llamaba?

– ¿Quién?

– Su hija.

– Laura.

– Muy bien. Siga.

– No, espere… -dijo Horacio, aturdido-. ¡Laura es el nombre de mi hija!

– Había olvidado que tenía usted una hija.

– Da la casualidad que también es pianista, por eso he debido confundirme. Por eso y por…

– ¿Lo que estoy haciendo? -sonrió Martina.

– Lo siento, subinspectora. No puedo seguir viéndola escribir a dos manos y leyéndole a la vez para que uno de sus dos hemisferios cerebrales capte lo que yo…

– No se preocupe, ya está -anunció Martina-. He terminado.

– ¿No quiere que continúe?

– No será necesario. Ya tengo los Cuadros. Son diez. Fíjese.

Martina arrancó una hojita y se la tendió al archivero. La subinspectora había elaborado la lista de los Cuadros en el orden compositivo de la suite de Mussorgsky:

1. -Gnomus.

2. -Il Vecchio Castello.

3. -Tullerías: juegos de niños.

4. -Bydlo: carreta de bueyes.

5. -Trilby: ballet de polluelos en sus cáscaras.

6. -Dos judíos polacos.

7. -El mercado de Limoges.

8. -Catacumbae. Cum mortuis in lingua morta.

9. -Baba Yaga: La Cabaña sobre Patas de Gallina.

10. -Gran Puerta de Kiev.

Horacio desconocía la obra. Preguntó:

– ¿Son piezas distintas?

– Cada uno de los fragmentos va precedido del Promenade, o paseo musical, que otorga unidad a la obra.

El archivero propuso:

– ¿Quiere quedarse con estos volúmenes? Puedo hacer que alguien se los lleve a casa.

– Buena idea. Así podré consultarlos con más calma.

Martina volvió a hojear la enciclopedia por las páginas señaladas, y revisó luego el índice general. En la lámina de respeto, un ex libris representaba un guante de prestidigitador del que surgía una muñeca de porcelana. La subinspectora tuvo un sobresalto: aquel huecograbado se correspondía con el logotipo de Antigüedades Esmirna.

– ¿De dónde ha sacado estos libros?

– Acaba de facilitármelos un conocido mío, Leonardo Mercié, profesor de piano.

Martina lo miró casi con admiración.

– ¿No estaba usted a las cuatro de la mañana en la calle de los Apóstoles, curioseando la escena del crimen? ¿Cuántas horas ha dormido?

– Cero. Estoy en blanco. Vine aquí y me puse a trabajar. También el comisario me castigó con deberes, ¿recuerda? La verdad es que he estado muy ocupado. A eso de las nueve salí para hacer una visita a Leonardo Mercié. Al pobre hombre lo saqué de la cama. Resulta hasta cierto punto conmovedor comprobar que la gente corriente duerme, desayuna en su casa, abre la puerta en zapatillas y bata. Y eso que Mercié no es un tipo lo que se dice normal. Vive solo, en uno de esos enormes pisos de la plaza de Sagasta. Se asombraría de lo que sabe sobre ese dichoso músico.

A Martina le traicionó el subconsciente.

– ¿Amandi?

– No, subinspectora. Conozco a hombres que darían un brazo porque pensase usted en ellos la centésima parte del tiempo que dedica a ese gigoló. Me refería al hermano de Filareto.

– A Mussorgsky. Hace un rato lo ha pronunciado muy bien.

– Ya no me como los espaguetis con las eses de su apellido.

Martina encendió un cigarrillo. Una tos bronquítica no la disuadió de seguir fumando.

– Hábleme de Mercié.

– Es musicólogo, bibliófilo y coleccionista. Tiene una biblioteca increíble, del suelo al techo, y no menos de media docena de teclados, hasta un órgano, repartidos por toda la casa.

– ¿Qué colecciona?

– Instrumentos antiguos, partituras… Me dijo que Mussorgsky era uno de los grandes genios de la música clásica, pero que murió incomprendido.

– ¿No le extrañó que le pidiera documentación acerca de un compositor olvidado?

– Ese tipo, Mercié, es tan raro que no se extraña de nada.

– ¿Cómo le conoció?

– Fue profesor de piano de mi hija Laura. Algunas tardes, siempre que podía, yo iba a buscarla a su casa, a la plaza de Sagasta. Mi niña se quedaba más tranquila.

– ¿Por qué razón?

Horacio vaciló.

– Verá. No era exactamente que Laura le tuviese miedo, pero a veces su actitud… Mercié permanecía todo el rato detrás de ella, como una sombra, mientras le hacía repetir las escalas. Laura me decía que olía muy raro.

– ¿A qué?

– A bosque -repuso Horacio-. Laura decía que olía a bosque, y me confesó que a veces se ponía encima prendas de mujer. Chales, mantones, cosas así. Pero es inofensivo, créame.

Martina se levantó. Su mirada brillaba.

– ¿Leonardo Mercié y Gedeón Esmirna mantenían algún tipo de relación?

– No tengo ni la menor idea.

– Deme la dirección de ese hombre.

– ¿Va a hacerle una visita? ¿Quiere que le llame y la anuncie?

– Todo lo contrario, Horacio. ¿En la plaza de Sagasta, me dijo?

– El número tres, quinto piso. Toda la planta.

– Voy para allá.

– ¿Qué espera encontrar?

– Un vínculo.

– Le deseo suerte.

– Una cosa más -agregó la subinspectora, desde la puerta del archivo-: Mucho me temo que el inspector Buj vaya a detener a Maurizio Amandi para proceder a su interrogatorio. Quiero que me informe de inmediato si el inspector llega a maltratarlo.

– Descuide, Martina. Aunque, bien mirado, un par de guantazos no le vendrían del todo mal a ese niñato.

– Horacio…

41

Desde la temprana visita de Horacio, Leonardo Mercié había tenido tiempo sobrado para cambiarse y adecentarse un poco, pero no lo había hecho.

En su señorial apartamento de la plaza de Sagasta, la subinspectora lo sorprendió despeinado, con un pequeño cuerno enhiesto en la coronilla, tal como se habría levantado de la cama. El profesor de piano lucía una bata de seda; un quimono, realmente, con aves y orquídeas sobre un fondo celeste. Unas recamadas babuchas dejaban asomar sus flacos tobillos.

A pesar de que su edad resultaba indefinida, y de que su piel, rosada y fresca, sin apenas sombra de barba en las mejillas, le aportaba un aire de inaccesibilidad, como el de esos ancianos con cutis de niños, la subinspectora calculó que debía de tener alrededor de sesenta y cinco años.

Leonardo Mercié parecía un hombre franco, y muy amable. En cuanto Martina se presentó, y hubo mencionado a Horacio, el dueño de la casa la invitó a pasar.

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