Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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– Para la amputación del pene se empleó una hoja más pequeña. Por otra parte -añadió el forense-, el contenido del estómago reveló que la víctima hizo su última comida varias horas antes de su muerte.

– No había cenado, en otras palabras.

– No.

– ¿Alguna observación más?

– Una última, sí, que también he hecho constar en mi acta. Sus zapatos.

– ¿Qué pasa con sus zapatos?

– Solicité un par de los que se incautaron en el registro del piso y los probé en sus pies, pero eran de un número más, y también algo más anchos.

– Mucha gente suele calzar una talla superior, por comodidad.

– Ya lo sé, pero quise asegurarme y pedí que me trajeran otros pares. Lo raro es que los zapatos de la víctima, hechos a mano y de muy buena calidad, eran del cuarenta y tres, siendo la talla del cadáver un cuarenta y dos. No sé, me parece extraño.

Satrústegui se despidió del doctor, no sin quedarse copia del informe. Habló luego por teléfono con la jueza, a fin de informarle escuetamente acerca del desagradable episodio sucedido con Maurizio Amandi. El propio comisario le sugirió que, en cuanto el sospechoso se hubiese recuperado, pasara a disposición suya para que pudiera tomarle declaración en los Juzgados y, si procedía, enviarlo de forma preventiva a prisión. A preguntas de la señora Galván, Satrústegui tuvo que admitir que el detenido había sufrido malos tratos. Reaccionando de manera virulenta, la jueza le exigió un detallado informe de su detención.

Tras cortar la comunicación, sintiéndose cansado y con el ánimo por los suelos, el comisario le pidió a Adela, su secretaria, que le trajese un café muy cargado y que le permitiera tomarlo en su despacho sin interrupciones de ninguna clase.

Tenía que decidir qué iba a hacer con Ernesto Buj y con Martina de Santo. Debía impedir que aquel escándalo interno saliese a la luz, colocándoles en la diana de la opinión pública. Sin embargo, dada la personalidad de Maurizio Amandi, su carácter, su fama y la espectacularidad del caso en que se había visto envuelto, no estaba seguro de conseguir echar tierra sobre el asunto.

En otro orden de cosas, si el pulso le temblaba y se abstenía de aplicar un escarmiento a sus subordinados, la próxima vez que Buj y De Santo se enzarzaran tendría nuevas razones para arrepentirse por no haberles impuesto un castigo ejemplar.

La lógica le aconsejaba acelerar los trámites de la jubilación del inspector y trasladar a Martina a otra brigada, alejándola de la línea de acción. La primera de esas decisiones le exigiría contar, si no con el beneplácito, sí con una cierta colaboración por parte de Buj, cuya hoja de servicios, a lo largo de cuarenta años de entrega al Cuerpo, incluía un acumulado prestigio en las altas esferas. La previsión de tener que negociar con Buj le llevó a aparcar momentáneamente ese asunto, hasta que hubiera consultado con los servicios jurídicos.

Por lo pronto, y puesto que de su autoridad se esperaban actuaciones inmediatas, sancionaría a Martina.

Espigó las cláusulas disciplinarias del Reglamento, descartó una acusación grave por insubordinación u ocultamiento de pruebas y se dispuso a aplicar a la subinspectora una sanción menor que implicara suspensión de empleo y sueldo durante un mes.

Redactó su resolución en un folio y se lo entregó a Adela para que lo pasara a máquina en papel timbrado. Después de leer los apretados párrafos, escritos con la letra picuda del comisario, Adela sonreiría taimadamente; hacía tiempo que también ella mantenía diferencias con la subinspectora, y le iba a proporcionar cierto placer teclear lo que podía ser, si no su acta de defunción profesional, sí un dilatado responso.

Satrústegui sorbió el café negro, abrió el balcón y, para despejarse, se asomó a la fría mañana. La parte posterior del edificio de Jefatura daba al coso de la plaza de toros, con sus ladrillos rojos, sus carteles de matadores y las enormes puertas por las que, en las fechas de corrida, entraban los furgones con los toros de lidia.

El comisario pensó que algunos condenados días no deberían alcanzar el indulto de su amanecer. Se abrochó la chaqueta, debido a la extrema humedad, y fumó un cigarrillo apoyado en el mástil de la bandera que había jurado servir, sintiendo que su mundo se resquebrajaba en fragmentos de odio y rutina, en divorcios y fracasos, pero sobre todo en la implacable premura de tiempo exigida, a modo de tardía justicia, por las voces de los muertos, de las víctimas que, como aquel desdichado anticuario, descendían a la tumba empujadas por un tropel de fantasmas.

Alguno de esos espíritus, como no podía ser de otra forma, acabaría teniendo nombre y apellidos. Satrústegui albergaba la impresión, no por completo ingrata, de que las claves de aquel enrevesado caso de la calle de los Apóstoles se encontraban delante de ellos, reunidas en un caos de encrucijadas y pistas. No acertaban a encontrar la salida al laberinto, eso era todo.

Como todo apuntaba, en principio, a que el asesinato de Gedeón Esmirna sólo podía haber sido cometido por uno de estos tres autores: Manuel Mendes, Maurizio Amandi o aquel hombre sin identificar que, según el testigo presencial, y confidente de la policía, Amadeo Rubio, el Gamba, había visitado la tienda de antigüedades con antelación a la llegada del músico.

A esa hora, precisamente, el inspector Villa se hallaba encerrado en su despacho de la primera planta con Amadeo Rubio. El sargento Alcázar y él se habían armado de paciencia para mostrar al Gamba fotos de delincuentes, por si el chivato era capaz de reconocer al primer hombre que en la noche del crimen fue recibido por Gedeón Esmirna.

Satrústegui cerró el balcón, se acomodó en su butaca, concluyó su café, que se había enfriado, y siguió cavilando en el caso.

Necesariamente, según había concluido el doctor Marugán, el autor del crimen tenía que ser un individuo de considerable fuerza y envergadura. Mendes y Amandi eran altos -metro ochenta el aprendiz, diez centímetros arriba el músico-; a ambos se les veía delgados, ágiles y en buena forma física. Cualquiera de los dos podía haber empleado el hacha o una catana. Pero ¿adónde habría ido a parar el arma homicida?

Satrústegui repasó mentalmente las pruebas de que disponían y hundió la vista en el informe de Marugán. Hasta el momento, los servicios forenses no habían conseguido localizar el historial clínico de Gedeón Esmirna. El análisis de las muestras de sangre tomadas en el escenario del asesinato sólo aportaba, reiteradamente, un tipo, B positivo, coincidente, a partir de las muestras tomadas al cadáver, y del enorme charco de sangre que se había vertido sobre una de las alfombras de la tienda, con el de Gedeón Esmirna.

Huellas dactilares de Manuel Mendes habían aparecido en diferentes secciones del establecimiento, pero ¿podía haber algo tan previsible como eso? Más probatorias, acaso, resultarían las de Maurizio Amandi, rescatadas del escritorio de Esmirna, donde debía de haber transcurrido su conversación con el anticuario, y de varios de los grabados de Hartmann, cuya adquisición sopesaría el músico, estudiándolos delante de su propietario.

Un nuevo interrogatorio practicado a Manuel Mendes, que permanecía recluido en los calabozos de Jefatura, no había aportado novedades sustanciales con respecto a su primera declaración.

A pesar de que el inspector Villa le había apretado las tuercas, el aprendiz había vuelto a relatar, punto por punto, la secuencia de sus movimientos y reacciones, ya descrita en la noche anterior. Mendes fue incapaz de aportar testimonios que refrendaran sus pasos. Sin embargo, a modo de compensación, hilvanó algunos comentarios episódicos que permitieron a los policías aproximarse un tanto a la forma de ser de Gedeón Esmirna.

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