Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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Dándole la razón a Buj, al anticuario le gustaban los chicos. Mendes aportó varios nombres de supuestos amantes suyos. Un par de esos chaperas, relacionados con prácticas sadomasoquistas, empleaban a veces cazadoras o símbolos filonazis. El inspector Villa se había puesto a la faena de localizarles.

Tal vez, quiso animarse el comisario, de esa nueva pista surgiera alguna luz.

46

Bolsean, 13 de enero de 1986, lunes

Maurizio Amandi permaneció tres largos días ingresado en el Hospital Clínico. Una de sus costillas flotantes se había hundido como consecuencia de la paliza de Buj. A pesar de los calmantes, cualquier movimiento en la cama le causaba dolor.

La subinspectora acudió varias veces a interesarse por él. Mientras su compañera, la agente Ruiz, hacía guardia en el pasillo, Martina se quedaba a los pies del lecho, apoyada en el brazo del gastado sofá, charlando sobre cosas sin trascendencia, o simplemente dejándole dormitar. Le había llevado algunos libros, pero él ni siquiera los había cogido; ahí seguían, apilados en la mesilla, junto al frasco de Valium y el reloj de pulsera que iba marcando las lentas horas de convalecencia clínica.

Deprimido, sin ganas de nada, el músico apenas le contestaba. No era fácil determinar si su sonrisa triste agradecía la compañía de la subinspectora, o si, en el fondo, hubiera preferido estar solo.

El ministro de Cultura, mediante una llamada telefónica al gobernador, quien, a su vez, se la transmitió al comisario Satrústegui, había presionado a favor del artista.

Un prestigioso abogado de Bolsean, Juan Frei, visitó a Maurizio para hacerse cargo de su representación legal. Frei logró entrevistarse con la jueza, y sería él quien comunicase a su cliente que la prueba caligráfica había deparado resultado negativo: los peritos habían concluido que la esquela de Gedeón Esmirna no había sido escrita por Maurizio Amandi; alguien había imitado su letra, lo que, en más de un sentido, liberaba al pianista de su condición de principal sospechoso. Escandalizada por el trato que había sufrido el detenido, y tras tomarle declaración en el propio hospital, Macarena Galván renunció a decretar su ingreso en prisión. Le impuso una fianza por resistencia a la autoridad y accedió a dejarle en libertad provisional a cambio de que no abandonase el país y de que el asunto no trascendiera. No obstante, Maurizio Amandi debería presentarse en el Juzgado en un plazo no superior a dos semanas, por si aparecían nuevas pruebas que aconsejaran instruirle diligencias.

Al tercer día, el músico se sintió mejor. En lugar de devolver la bandeja, como venía haciendo desde su ingreso hospitalario, accedió a comer un poco, e incluso se mostró amable con las enfermeras que le cambiaban los vendajes y reponían los goteros. El médico, un joven residente, le anunció que su recuperación iba por buen camino, y que en veinticuatro horas podrían concederle el alta.

– Quiero marcharme de aquí, Mar -dijo Maurizio a la subinspectora; se expresaba con torpeza, debido a una herida en la lengua-. No soporto esta situación.

– ¿Adonde irás?

– Al sur. Tengo amigos en Marbella y una gira comprometida en varias ciudades de Andalucía. Interpretar en público me ayudará a olvidar esta pesadilla.

– No estás en condiciones de viajar. ¿Quieres que te acompañe? Estoy de vacaciones forzosas.

– Ya te he hecho bastante daño. Por mi culpa, te encuentras en una penosa situación. Últimamente, como si arrastrase una maldición, perjudico a las personas que me importan. Primero, mi padre; ahora, tú. Necesito estar solo.

Satrústegui retiró a la agente de vigilancia. La subinspectora era la única persona que estaba a su lado cuando Amandi recibió el alta. Maurizio se vistió con ayuda de las enfermeras y, apoyándose en una muleta, abandonó renqueando el hospital. Martina se ofreció a llevarle en su coche y a recoger su equipaje en el Hotel Marina Royal.

Después se dirigieron a la estación. Amandi sacó un billete a Madrid y otro a Málaga, en un vagón cama que partía de Atocha. Tuvieron que esperar casi dos horas en la cafetería. Martina lo instaló en su asiento y aguardó en el andén a que el tren partiera.

Poco antes de que se pusiera en marcha, Maurizio se asomó a la portezuela y le hizo una seña para que se acercara. Él la abrazó, mientras ella permanecía rígida. Martina sintió los brazos del pianista enlazándola con fuerza, casi con desesperación, y cómo su mano subía por su camisa, dibujaba el contorno de su pecho y le prendía algo en el bolsillo.

– El amarillo da mal fario, y es el color del oro. Guárdala como recuerdo y escríbeme.

Los vagones empezaron a desfilar por el neblinoso hangar, rumbo a los túneles y a los espacios suburbanos. Cuando el tren desapareció, la subinspectora se palpó el bolsillo de la camisa y desprendió la Egmont-Swastika.

Sus cruces de rubíes, incrustadas en el capuchón, brillaron con un fulgor mate, como brasas de una hoguera apagada.

El vagón de cola se había perdido de vista, pero Martina permaneció largo rato en el andén, acariciando la estilográfica entre sus dedos.

PROMENADE

47

Playa Quemada, 20 de enero de 1986, lunes

Una falsa primavera se había instalado en Bolsean y en buena parte del norte del país. La ola de frío se había retirado, dejando paso a unos cielos brillantes y azules, en los que parecía reflejarse una esperanza.

Al menos, para Martina de Santo.

También el mar ofrecía su lado más amable, esa superficie tersa, apenas rizada, de los días de calma.

La subinspectora llevaba una semana ocupando una de las habitaciones de la Posada de José, en Playa Quemada, dentro de la reserva natural que incluía las marismas costeras y los acantilados de Allaneras, una formidable sucesión de paredes, horadadas por cuevas, contra las que las corrientes rompían con fuerza.

Frente a Allaneras, apenas a un par de millas, sobresalía el rocoso colmillo de una pequeña y casi inaccesible isla, a la que llamaban Diente de León, cuyos cortados y prados salvajes recordaban a la subinspectora la Isla de Wight.

Hasta allá navegaba Martina para practicar buceo deportivo. En el puertecito de Playa Quemada, apenas una aldea de pescadores, le alquilaban un bote con motor. Aunque su propietario le había recomendado que no navegara sola, pues el Cantábrico no era de fiar en una época del año proclive a súbitas galernas, la subinspectora costeaba las marismas y, protegida por un traje de neopreno, se sumergía en las gélidas aguas de Diente de León.

En esos fondos, revelados por un sol de invierno que al mediodía, en su cénit bajo, era capaz de quemar la piel, recuperó la paz. La sensación de limpieza y silencio que le regalaban las transparentes aguas del peñón ejercía como un bálsamo para su alterado sistema nervioso. Cuando se sentía agotada, subía al bote y se quitaba el pesado mono de goma. Desnuda bajo el sol, mordisqueaba un bocadillo y fumaba con los ojos entrecerrados, escuchando los graznidos de las gaviotas y dejándose mecer por la marea.

Al atardecer, paseaba por la playa. La temperatura había subido lo suficiente como para poder hacerlo descalza. Nada podía proporcionarle tanto placer como sentir la arena húmeda bajo los pies. Caminaba durante horas, alejándose del puerto y de la posada hasta perder de vista cualquier manifestación de vida humana.

En las dunas, la soledad era tan absoluta que el mundo parecía haber regresado al tiempo de la creación. Las puestas de sol se incendiaban de nubes anaranjadas que reflejaban en las marismas su atenuado esplendor. Esos bruñidos cirros teñían con un pálido fuego las alas de los patos marinos, y hasta el caparazón de los escarabajos y de los ciervos volantes que arrastraban por la arena su plácida existencia reflejaban apagadas chispas de color caldero.

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