Juan Bolea - Crímenes para una exposición

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La isla de Wight, un palco en la Ópera de Viena, los cayos del Caribe… Del pasado de la subinspectora Martina de Santo regresa un atractivo fantasma: Maurizio Amandi, pianista célebre por su talento, su vida disipada y su obsesión por la obra Cuadros para una exposición, del compositor ruso Modest Mussorgsky. La última gira de Amandi está coincidiendo con los asesinatos de una serie de anticuarios relacionados con él. Al reencontrarse con Martina de Santo, con quien vivió un amor adolescente, un nuevo crimen hará que las sospechas vuelvan a recaer sobre el artista. Martina de Santo deberá apelar a sus facultades deductivas y a su valor para desvelar el misterio y desenmascarar y dar caza al asesino.

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– ¿De qué estás hablando, Mar? ¿Es que te has vuelto loca?

– ¿No estarás celoso?

– ¿Por qué lo dices? ¿Es que entre esos pájaros hay algún buitre?

– Si llega a gustarme alguno, serás el primero en saberlo.

– Evitemos esa hipótesis. He cambiado de opinión con respecto a tu oferta. Ven al sur y acompáñame en mi gira. Un día de éstos, el 26, tengo un concierto en el Teatro Falla. ¿Conoces Cádiz?

– No.

– Es una ciudad preciosa. Ilustrada, colonial. Te encantará.

– Ahora soy yo la que necesita estar sola.

La voz de Maurizio sonó a decepción:

– Si cambias de opinión, llama.

– También podría silbar.

– ¿Cómo dices?

La subinspectora se quedó mirando las estrellas a través de la ventana. Las nebulosas se alejaban en el espacio infinito. Le pareció sorprender una estrella fugaz.

– Voy a colgar. Es tarde y estoy cansada.

Al otro lado del hilo, el pianista porfió:

– Te enviaré otro telegrama para recordarte la fecha de Cádiz. Reservaré un hotel junto al malecón. Pasearemos por la playa a la luz de la luna y nos hartaremos de pescado frito.

– Adiós, Amandi.

– Aguarda, Mar. No te he dicho que cuando pienso en ti todo, absolutamente todo, me parece mezquino…

La línea se interrumpió. Todavía Martina garabateó unas notas, entre las que incluyó el contenido de la conversación y la hora de la llamada que su amigo le acababa de hacer.

Cayó en la cuenta de que Maurizio no le había dicho desde dónde telefoneaba. Se quedó un rato pensativa, dándole vueltas a la conveniencia de localizar el número. Decidió encargárselo a Horacio, apagó la luz y volvió a meterse en la cama.

Pero estaba alterada, nerviosa, y ni siquiera el rítmico y relajante rumor de las olas la ayudó a conciliar el sueño.

51

Como si la noche no hubiera sido indultada, el día amaneció agobiado por negras nubes de tormenta. Martina bajó a la cantina para abastecerse de café y leer tranquilamente el Diario de Bolsean.

Dominga, la posadera, estaba recogiendo las mesas de la terraza extendida sobre la arena. Martina le pidió que le dejara ocupar una.

Playa Quemada no tenía quiosco, pero el servicio de reparto incluía la cobertura de unas pocas suscripciones. El rotativo regional, distribuido a través de las mal comunicadas comarcas por una red de camionetas cuyos chóferes se jugaban la vida apretando el acelerador por carreteras de mala muerte, llegaba con puntualidad. El Diario era un típico tabloide de mitad de los años ochenta, con predominio del texto sobre las fotos y un marcado acento local.

Martina se preguntó cuánto tiempo hacía que no leía la prensa de esa manera, en una mesa de madera pintada de rojo cuyas patas se clavaban en un harinoso arenal, y delante de un trozo de tarta de manzana y de un humeante café doble servido en una jarra de barro.

Pasó páginas, pues las secciones de política apenas le interesaban. La crónica de sucesos incluía a doble plana un reportaje del caso Esmirna. La subinspectora lo leyó con avidez.

El comisario Satrústegui había formulado unas esquemáticas declaraciones a propósito de la detención de Boris Skaladanowski, cómplice del desaparecido Anselmo Terrén, a quien, según se especulaba en la información periodística, la policía atribuía ahora la autoría del crimen de Gedeón Esmirna. El diario recordaba las circunstancias en que se había producido la muerte del anticuario de Bolsean, su decapitación, las mutilaciones a que se había sometido su cuerpo, la ausencia de móvil aparente, y añadía que otros sospechosos previamente detenidos e interrogados, como el aprendiz, Manuel Mendes, o el afamado músico Maurizio Amandi habían sido puestos en libertad por falta de pruebas. A pesar de ello, el comisario se mostraba convencido de que la solución del caso estaba próxima.

Martina terminó su café y subió a su habitación. La llamada de Horacio la sorprendió al abrir la puerta.

Desde su teléfono de Jefatura, el archivero le proporcionó un nuevo dato, que la policía mantenía en secreto: Boris Skaladanowski había admitido conocer a Maurizio Amandi y a su difunto padre, el conde de Spallanza. En un segundo interrogatorio, llevado a cabo por Buj, el Berlinés reconoció haber sido él quien puso a Maurizio sobre la pista de las piezas de Mussorgsky adquiridas en Viena por Teodor Moser. Asimismo, Skaladanowski había asesorado a Gedeón Esmirna, quien también coleccionaba piezas y fetiches del músico ruso. Horacio añadió que el inspector Villa estaba investigando esta nueva línea de trabajo.

La subinspectora le agradeció las confidencias, se puso una sudadera, un pantalón corto y sus zapatillas de tenis manchadas de tierra batida y salió a correr por la costa.

Al doblar el cabo, el viento del nordeste, bastante fresco, le dio en la cara, disipando los últimos vestigios de sueño. Dormía mucho mejor allí que en la ciudad, lo que le saldaba una cierta sensación de culpabilidad, que intentaba atenuar a fuerza de practicar ejercicio.

Sus músculos se estaban tonificando. Sus tendones habían recuperado la elasticidad, y sus pulmones respiraban a placer. Seguía fumando, y por las noches no renunciaba a un whisky de malta, largo y con hielo, pero esos hábitos la dañaban menos que en la ciudad.

En medio de aquel paisaje transparente, saturado de humedad, con los colores atenuados por la falta de luz, el mar bravo a un lado y la cordillera irguiendo sus picos nevados por encima de las dunas y de las colinas boscosas, hacia un cielo cuajado de enormes nubes en forma de panza de burra, se sentía ligera, casi feliz.

Corrió sin descanso hasta tener a la vista el promontorio de Diente de León, siempre sobrevolado de pájaros, se refrescó la cara en la orilla y regresó por los senderos de las dunas, bordeados de matorrales y ortigas.

A diferencia de lo que sucedía en otras playas cercanas, en la reserva natural, que abarcaba una ancha franja de terreno, hasta las estribaciones de la sierra de La Clamor y la desembocadura del río Aguastuertas, no había construcciones, postes eléctricos, carteles anunciando la inminente construcción de urbanizaciones costeras. Tampoco los pescadores solían frecuentar las marismas, por lo que era muy raro tropezarse con alguien.

Por eso le extrañó sorprender la presencia de aquella mujer.

Estaba sola, a unos doscientos metros de ella, sobre una loma de hierba, mirando con unos prismáticos hacia el lugar donde se encontraba Martina.

Cuando la subinspectora hubo recorrido otro centenar de pasos, la mujer comenzó a descender por un arriesgado sendero de piedras, una de las escorrentías que expulsaban las aguas de lluvia. A medida que se acercaba, la detective pudo distinguir con mayor nitidez su figura abolsada en un anorak de color burdeos que le llegaba casi hasta los pies.

Al reconocerla, se quedó parada.

Era la jueza Macarena Galván.

52

Su automóvil particular, un Fiat anaranjado, se mimetizaba con el color de las dunas. La jueza Galván era una pésima conductora. En realidad, casi nunca utilizaba su coche. Cada mañana se dirigía caminando a los Juzgados, y cuando precisaba desplazarse para algún reconocimiento solicitaba un vehículo oficial, o un taxi con los gastos pagados.

Había aparcado el Fiat en una zona arenosa, al borde del único camino de tierra que, a través de la reserva, resultaba practicable. A Martina le bastó un vistazo para observar que las ruedas se habían hundido. Vaticinó que su propietaria tendría serias dificultades a la hora de sacarlo de allí.

Cuando llegó a su lado, la magistrada bromeó:

– ¡No sabe lo que me ha costado encontrarla! Casi tuve que sobornar a su amigo Horacio Muñoz.

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