– Hasta ahora lo he entendido todo -dijo Chris, que percibió la frase no pronunciada de «aún-lo-entiendes» en la mirada de Folsom.
– Las trisomías en los cromosomas sexuales de los hombres son más problemáticas. En el caso por ejemplo de dos cromosomas X, es decir una trisomía XXY, estos hombres suelen padecer el síndrome de Klinefelter [64], son estériles, inusitadamente grandes, con brazos y piernas excepcionalmente largos, en ocasiones desarrollan pechos y cuentan por lo normal con poco vello en el cuerpo…
– Pero en este caso estamos ante una trisomía XYY, ¿correcto? -Chris sonreía con sarcasmo, pues Folsom le escudriñaba como un colegial.
– Ella también puede acarrear consecuencias, pero no tiene por qué. Estos hombres suelen ser más grandes que la media. Suelen padecer una fuerte cantidad de acné, unas proporciones inusitadamente grandes de la cara, testículos retráctiles y fallos cardíacos. La calidad del esperma es menor, y un nivel elevado en testosterona puede desembocar en esquemas típicos de actuación masculinos.
– Esto no parece un descubrimiento científico, más bien un defecto -Chris meneaba la cabeza.
– Efectivamente, antaño se le sugería a hombres XYY que incluso no tuvieran descendencia -Thornten soltó una risotada-. Hubo incluso investigaciones que pretendían clasificar a estos hombres como sociópatas criminales. Pero eso fue en el pasado. Hoy se puede decir que la trisomía XYY carece en gran medida de un cuadro clínico que conlleve graves consecuencias.
– Por otro lado esta trisomía, por norma, no suele ser hereditaria. La probabilidad se sitúa por debajo del uno por ciento -la voz de Folsom matraqueaba como un cortador de césped.
– ¿Existe una explicación para ello?
– La trisomía procede entre los afectados de un error en la formación de los gametos masculinos cuando durante la meiosis, la segunda división meiótica, no se separan entre sí ambas cromátidas del cromosoma Y. Se trata, por así decirlo, de un error durante su proceso efectivo cuya causa es transmitida solo en muy contadas excepciones. El cromosoma Y lo repara por sí solo -Folsom dio un golpe en sus muslos como si ya le hubiera dado suficientes explicaciones al ignorante.
– La repetición del cromosoma Y constituye, por ende, un mal particular que ya no suele aparecer en el descendiente masculino -repetía Chris.
– ¡Sin embargo, mi descubrimiento demuestra otra cosa! -Wayne Snider se movía de un lado para otro en su silla embargado por la euforia y la excitación producidas por su propia genialidad-. Este cromosoma Y adicional es enorme y está repleto de genes; por el contrario, el hasta ahora conocido cromosoma Y es pequeño y está atrofiado -Wayne jadeaba al mismo tiempo que se golpeaba con el puño derecho la palma de la mano izquierda-. Este cromosoma Y no puede haberse originado a partir del cromosoma Y que conocemos en la actualidad. Es totalmente diferente. De lo contrario…
– … Tu experimento con los ratones no hubiera acabado como lo ha hecho -Chris advirtió la pista de Wayne-. Has preparado el material genético, se lo inyectaste a ratones viejos y débiles, y estos saltan de nuevo poco después con sus nuevos cuerpos jóvenes de un lado para otro.
– ¡Sí, Chris! ¡Sí! ¡Parece increíble, pero realmente es así! -Snider dio un salto y comenzó a caminar a grandes pasos por la habitación-. Tardará una pequeña eternidad hasta que lo hayamos investigado y podamos intuir por encima cómo funciona. ¿Pero qué importancia tiene? Hay tantas cosas que funcionan y que no podemos explicar.
– Si les soy sincero, no lo puedo creer. ¿Puedo ver los ratones?
– Solo verá jóvenes ratones. Nada más -exclamó Thornten mientras se reía.
– Aun así.
Thornten miró hacia Snider y Baker.
– ¿Trae los ratones? Haremos gustosamente lo que haga falta para convencer a los escépticos.
* * *
Dufour posó el bolso cuando hubo entrado en el laboratorio.
Las dos jaulas con los ratones descansaban en una mesa situada inmediatamente al lado de la entrada. Para descartar cualquier peligro de infección, no se les alojó junto con los demás animales de laboratorio.
Los ratones eran fuertes y correteaban excitados por la viruta de madera. Dufour meneaba la cabeza y de nuevo le sobrevino la duda. «¿Cómo podía Jerónimo pedirle eso a él? ¿De qué conocimientos disponía el monje para estar tan seguro?».
«Hay caminos que al hombre le pueden parecer correctos, sin embargo, al final conducen a las profundidades del infierno. Con esa frase se suele parafrasear a San Benito en los libros de citas. ¿Lo entiendes, Jacques?».
La voz del monje, que aún retumbaba en su cabeza, ayudó a Dufour en la lucha contra sus propias dudas. Entre temblores continuó caminando inseguro hasta colocarse delante de la incubadora. En ella, nuevas pruebas continuaban creciendo al igual que el moho en una pared húmeda.
Durante varios minutos permaneció de pie inmóvil mirando a través de la ventanilla de cristal hacia los hilillos crecientes que tan alegremente proliferaban con esa asombrosa fuerza vital. Su masa blanquecina subía arrastrándose por el cristal de la ventanilla.
El milagro de la vida. El mayor secreto del mundo. Dufour sentía un fuego incandescente en su cara a la vez que escuchaba la voz de Jerónimo.
«Obediente actitud la de aquellos para quienes Cristo es lo más importante sobre todas las cosas. De ellos dice el Señor: A la primera llamada me obedece», había promulgado Jerónimo de manera inquebrantable.
A pesar de todo… ¿Era este el camino correcto? ¿Era su camino? ¡Estaba traicionando a la ciencia! ¡Su ciencia!
«Piensa en Mike Gelfort. Eres responsable de su muerte. ¿No te parece suficiente advertencia? ¿Ha de morir también un niño pequeño para que recapacites y obedezcas?».
Las palabras estruendosas de Jerónimo le estaban moliendo a Dufour la tapa de los sesos. Desesperado, se agarró la cabeza que parecía reventarle.
«¡No pienses más! No sientas de nuevo esas dudas tortuosas que te están consumiendo. Jerónimo te está mostrando el camino».
Primero situó el regulador de la incubadora en «Apagado», y a continuación se colocó los guantes y la mascarilla de protección y abrió la incubadora. En su interior pudo sentir la temperatura de la vida: treinta y siete grados centígrados.
El calor acariciaba el vello de sus antebrazos. Uno a uno cogió todos los cuencos de Petri y los arrojó al bolso. A continuación limpió las estrías del cristal de la ventanilla con un pañuelo, tirándolo también al bolso.
Cada movimiento lo ejecutaba como la mordedura de una serpiente: rápido, de golpe y presto para realizar el siguiente. Las lágrimas le corrían por las mejillas a la par que sollozaba y temblaba febrilmente.
Después se encaminó hacia la nevera y abrió su tapa. Habían extraído y congelado alrededor de unas veinte pruebas. En dos de las probetas, que centelleaban en un ligero color rosáceo, permanecía la sustancia genética en una solución de liposomas lista para su utilización. Otra más la llevaba Thornten consigo, y dos más las habían utilizado para convertir en cuestión de horas a varios ratones vetustos en jóvenes saltarines.
«¿Era eso acaso un pecado? ¿Dios no iba a querer una cosa así?».
Dufour meneaba la cabeza para deshacerse de sus pensamientos mientras arrojaba las pruebas en el bolso y comprobó repetidas veces si lo había empaquetado todo. No debería dejar nada atrás. «Ni una prueba ni una sola huella», había exigido Jerónimo.
A continuación se sentó al ordenador y accedió al banco de datos que se había instalado exclusivamente para los análisis. Mientras, normalmente, los datos desaparecían por el voraz abismo de la computadora central de Boston, en este caso se realizaba, por orden expresa de la bruja de Zoe Purcell, una copia de seguridad solo en el sistema local.
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