Thornten miró hacia Chris a la vez que continuaba comiendo relajado su ensalada.
– Seguramente se necesite el consentimiento del paciente -advirtió Chris desamparado.
– En el caso de Mattias se trata del de la madre en calidad de tutor responsable -dijo Thornten tranquilo mientras asentía con la cabeza-. Por desgracia está dudando.
– Puedo comprender sus dudas -murmuró Chris. Sentía una tirantez en el estómago, un silencioso y asfixiante malestar. «La incertidumbre consumiría a cualquiera, cuando a alguien, zarandeado de un lado para otro entre la esperanza y el miedo, se le estaba agotando el tiempo, mientras se iba acercando irremediablemente el momento que lo decide todo». Él deseó no verse envuelto en la situación de tener que decidir una cosa así.
– Ha de saber que Mattias está aquí, porque debía participar en una serie de pruebas de terapias genéticas. ¡De forma voluntaria! Desgraciadamente han surgido algunos problemas. ¡Pero ahora disponemos de algo mejor!
De pronto, Thornten empujó su plato enfadado hacia un lado.
– Su amigo volverá ahora mismo con las pruebas vivientes. Y entonces podrá ayudarme en la tarea de convencer a las damas. ¿Por cierto, dónde se habrá metido esta gente? Joven, compruebe qué es lo que está pasando.
Thornten hizo un gesto hacia Sparrow, quien, durante todo el rato, había estado de pie con los brazos cruzados en la puerta, y que ahora abandonaba la habitación.
En el mismo instante sonó el teléfono móvil de Sullivan y todas las cabezas giraron en su dirección.
– Abajo, en la entrada lateral, la patrulla encontró a un monje o sacerdote, quien está esperando por Jacques Dufour -dijo Sullivan finalmente.
– ¿Dufour? ¿Él está aquí? Pero si estaba de baja. Él quería… -Folsom miró con recelo a Sullivan, quien levantaba los hombros.
– ¿Un sacerdote? -Thornten resollaba-. ¿Qué tendrá que ver uno de mis científicos con un sacerdote?
– ¿Cuál es el nombre del sacerdote? -preguntó de repente Andrew Folsom.
– Hermano Jerónimo -contestó Sullivan cuando recibió la respuesta a la pregunta que acababa de trasladar. La cara de Folsom empalideció de pronto.
* * *
Saint-Benoît-sur-Loire
René Trotignon había instalado su cuartel provisional en el monasterio benedictino justo en la primera estancia al lado de la puerta de entrada. No le permitieron adentrarse más. Estaba tendido en el catre y mantenía su mirada fija en el techo encalado. Trotignon y sus hombres formaban solo el anillo exterior de seguridad. El papa disponía de su propio guardaespaldas procedente del Corpo di Vigilanza; su equipo constituía algo así como una tapadera francesa.
Llamaban a la puerta.
Trotignon levantó la mano derecha dándole a entender de este modo a Claude Dauriac que abriera la puerta. Dauriac, como su sustituto que era, le hubo informado sobre los acontecimientos transcurridos durante el día mientras él había estado de viaje en Fontainebleau.
Elgidio Calvi entró en la estancia reciamente amueblada.
– ¿Podemos hablar a solas?
Trotignon se incorporó e hizo un gesto en dirección a Dauriac, quien a continuación abandonó la habitación en silencio.
– Necesito su ayuda -murmuró Calvi mientras se apoyaba con el hombro contra la puerta-. Tiene que ver con nuestro fugitivo de Fontainebleau.
Trotignon arrugó el rostro. Se habían dejado embaucar como principiantes. Aún no sabía cómo reflejarlo en su informe.
– Usted es el invitado. ¿Qué debo hacer?
– Necesitamos helicópteros.
Trotignon se incorporó embargado por la curiosidad.
– Existe un parque científico internacional cerca de Cannes. Sofía Antípolis. ¿Lo conoce? -preguntó Calvi.
Trotignon meneaba la cabeza.
– Allí, una empresa llamada Tysabi posee un centro de investigación. Debemos ir lo antes posible a ese lugar. Allí ocurre algo que le perjudica a la Iglesia. Vendría bien que la Gendarmería fuera al centro de investigación y echara un vistazo hasta que lleguemos. Se trata de un asunto estatal interno.
– Entiendo -respondió Trotignon-. Pero en suelo francés.
– La petición procede del Santo Padre -murmuró Calvi.
Trotignon levantaba los hombros.
– Informaré de ello a mi superior. ¿Qué debo decir en caso de que quiera saber más?
– Que debe dirigirse al presidente de la nación y preguntar si hay que cumplir el deseo de un invitado de Estado -Calvi sonreía de soslayo.
– El no preguntará.
– Pues eso.
* * *
Sofía Antípolis, cerca de Cannes
– ¿Qué está haciendo aquí?
Dufour se giró.
Ned Baker y Wayne Snider estaban de pie en la puerta del laboratorio.
– ¡Estoy trabajando!
– ¿Ahora? Solo -Ned Baker se adelantó dos pasos-. La orden dice que nadie puede permanecer solo en este laboratorio.
– He tenido una idea…
– ¿Qué tipo de idea?
Ned Baker descubrió el bolso de viaje sobre la mesa. Continuó caminando y abrió el bolso. Los cuencos de Petri con los cultivos vivos procedentes de la incubadora se encontraban desparramados y revueltos con las probetas de la nevera en el fondo del bolso. Las pruebas se estaban descongelando y algunas de las probetas se habían roto mientras el líquido rosáceo se perdía entre la maraña de cristal y los cultivos de células.
Ned Baker resollaba.
– ¡Es usted un cerdo! ¿Qué cree que está haciendo? -La voz de Baker se quebraba.
– ¿Qué ocurre? -gritó Wayne Snider.
– ¡Lo está destruyendo todo! Acaba de tirar las pruebas de la nevera y la incubadora en el bolso. ¡Lo está arruinando todo!
Wayne Snider salió disparado a grandes zancadas delante de Ned Baker en dirección a Dufour. Su rostro se había contraído por la ira.
– ¡Eres un cabrón! ¿Me envidias por mi éxito, eh? -Snider le clavó el puño en toda la nariz. Dufour soltó un alarido de dolor y cayó por un lateral de la silla. Su dedo presionó la tecla por sí solo.
– ¡Maldita sea, está eliminando los archivos! -gritó Snider al mismo tiempo que centelleaba el informe de cancelación en letras grandes y rojas en la pantalla.
Snider volvió a golpear. Su golpe impactó esta vez en el cráneo de Dufour; el dolor de su puño hizo que retrocediera. Dufour dio un respingo e impactó al mismo tiempo con el hombro contra el cuerpo de Snider.
– ¡Vosotros no me detendréis! -gritaba Dufour mientras empujaba con una fuerza extraordinaria ayudándose de las manos contra el pecho de Snider, quien comenzó a tambalearse. Snider tropezó hacia atrás.
Este, al mismo tiempo que agitaba los brazos, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Durante la caída resbaló hacia un lado y la nuca de Snider impactó con todo el peso en el canto de la mesa de trabajo del laboratorio. El breve chasquido de la rotura de la nuca recorrió por completo el cuerpo de Dufour.
– ¡No… no quería hacer eso! -gritó envuelto por el pánico mientras mantenía clavada la mirada en Wayne Zinder, cuyo cuerpo colgaba durante una milésima de segundo como un muñeco rígido en el aire. Instantes después, el cuerpo impactó en los azulejos.
– ¡Traidor!
Ned Baker saltó hacia Dufour y rodeó al grácil francés con los brazos hasta que ambos cayeron al suelo y rodaron sobre los azulejos de piedra. Dufour se vio de repente tendido al lado del cuerpo sin vida de Snider, con la mejilla derecha cerca de la boca del muerto.
Baker presionaba su mano contra el lado izquierdo del rostro de Dufour y este, entre tanto, pudo sentir los labios todavía templados de Snider. «Como un beso furtivo», pensó Dufour aterrado, cuando sintió restos de saliva en su piel.
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