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Islas Caimán, lunes
Peter Sullivan echó una última mirada en la cabina de casi quince metros de longitud y algo más de dos de anchura del Gulfstream G550, el cual ofrecía asiento a diecinueve pasajeros. Sus seis chicos se repantigaban en los cómodos asientos cubiertos de cuero en color azafrán mientras disfrutaban del confort del avión de lujo. Puesto que no sabía lo que les esperaba, le había solicitado a la empresa su gran jet privado, el cual, con un alcance de doce mil kilómetros, era capaz de cubrir también vuelos de larga distancia.
El jefe de seguridad de Tysabi entró en la pasarela para subir a bordo. El calor bochornoso le resultaba como una mordaza en la boca. De repente pudo sentir el sudor en cada uno de los poros de su grueso cuerpo, y su cabeza rasurada se había empapado en cuestión de segundos.
– ¿Quieres que vaya yo? -Pete Sparrow, uno de los jefes de equipo, escudriñaba a Sullivan con preocupación. Con sus caídas mejillas pálidas y el sudor, Sullivan parecía estar al borde de un infarto de miocardio.
– ¡No! -estos jóvenes trepas no sospechaban lo resistente que podía llegar a ser.
El coche, que ya le estaba esperando, le llevó sin rodeos a un moderno edificio de oficinas de la ciudad en la que se alojaban una docena de bufetes de abogados de entre los cientos que tenían su sede en las islas Caimán. Las empresas a las que representaban desde la distancia como fiduciarios, cuyos verdaderos dueños nunca aparecían en escena, superaban con creces los diez mil. Estas almas altruistas envueltas en negocios, en ocasiones limpios y otras veces no tanto, constituían la auténtica riqueza de las islas, las cuales están subordinadas a la Corona Británica y desde los años ochenta se encuentran entre los diez mayores paraísos fiscales del mundo.
Poseer mucho dinero era el patrón de todas las cosas en aquel lugar. Su procedencia no le interesaba a nadie. Tanto era así, que al margen de negocios respetables, se lavaban aquí también beneficios millonarios procedentes del negocio de las drogas para ponerlos posteriormente en circulación a nivel mundial.
Sullivan se presentó en la recepción del bufete de abogados y fue llevado por un amable empleado hacia una sala de conferencias. Mientras estaba solo y esperaba, echó una ojeada a su alrededor. Los muebles de la sala de conferencias eran oscuros y en las paredes se sucedían las estanterías repletas de literatura legal. El lienzo que retrataba al fundador colgaba en una de las paredes frontales. Sullivan temblaba de frío y sudaba al mismo tiempo. Después del calor húmedo y bochornoso del exterior, el aire fresco procedente del aire acondicionado constituía un nuevo reto para su organismo. Cuando se abrió la puerta, se le quebró la respiración. Ahí estaba de nuevo: el «sueño caribeño».
La mujer era alta, tenía los brazos y las piernas fuertes y largos, y se le aproximó con un caminar incomparablemente orgulloso. Llevaba una falda negra y elegantemente confeccionada, la cual resaltaba sus nalgas, y una blusa de color áureo.
– Buenos días, Noanah Webb -dijo la mujer.
Caminó alrededor de la mesa de conferencias, y sus gráciles movimientos recordaban a Sullivan la imagen de una negra pantera fémina.
El se sentó enfrente de ella; sus ojos negros y chispeantes le miraban de forma burlona.
– Soy abogada y represento al señor con quien se había citado por asuntos de negocio. ¿Ha tenido un vuelo agradable?
– Muy bueno, gracias -él clavó la mirada en su cabello de reflejos azulados, y se acordó de pronto de la historia que había escuchado hacía años en las Antillas. Según esa historia, Dios había ideado un castigo muy especial para Adán, que siempre estaba protestando y se estaba aburriendo. Un buen día le sustrajo a Adán diferentes líquidos. Dios se tomó prestado del diablo la sal de la magia, mezcló bien ambas cosas y creó a la mujer de las Antillas. Desde entonces, Adán tenía suficientes quehaceres y ya no volvió a fastidiar.
– ¿Hoy mismo sale su vuelo de retorno?
– Desgraciadamente en el mismo momento en que hayamos cerrado el negocio -contestó Sullivan con voz apenada. Él clavó su mirada en las curvas de sus fuertes pechos debajo de la blusa.
– Muy bien; muy eficiente. Quisiera verlo -dijo Noanah Webb sin ningún rubor.
Sullivan se liberó de su mirada y posó el maletín en la mesa. Hizo que saltaran ambos cierres y abrió la tapa. A continuación, giró el maletín sobre la mesa en dirección a la mujer.
Ella echó solo una breve mirada al contenido del maletín y sonrió.
– ¿No tendrá ningún inconveniente en que lo cuenten?
– De ninguna manera -él pudo ver sus dientes brillantemente níveos y lanzó un suspiro en su fuero interno.
Un hombre enjuto en un desgastado traje de negocios entró en la estancia y se retiró con el maletín a una pequeña mesa en la parte posterior de la sala.
En la mesa, delante de la abogada, avistó de repente el sobre. Lo sostuvo todo el rato en la mano. Sin embargo, Sullivan no se había cerciorado.
– ¿Es su primera estancia en las islas Caimán?
– No -sus ojos quedaron atrapados en la piel centelleante por debajo del cuello, paseándose hasta el nacimiento de sus senos.
– Entonces viene en ocasiones de negocios. Como también muchos otros.
– Antes, sí -Sullivan elevó su mirada y sonrió de la forma más cautivadora que pudo-. Conozco el Seven Mile Beach, con su playa maravillosamente blanca. Un sueño.
– Espero que le hayan servido a su entera satisfacción. De no ser así, nuestro bufete acepta en cualquier momento nuevos fideicomisos.
– Tenía la esperanza de encontrarme aquí con la persona con la que estoy haciendo negocios…
La abogada le sonreía de arriba abajo.
– Para eso estamos nosotros. La discreción es nuestro gran aval.
La abogada apartó la mirada de Sullivan. Finalmente, la persona encargada de contar el dinero daba una señal aprobatoria con la cabeza y abandonó la sala con el maletín.
– Espero que no pague demasiado cara la información -dijo Sullivan.
– Eso no es de mi incumbencia.
«Su boca está perfectamente formada», pensó Sullivan mientras absorbía a continuación las finas líneas de sus cejas bien arqueadas.
– Diez millones son mucho dinero -gruñó finalmente y pensó que durante su blanqueo habría que entregarle prácticamente la mitad a los que lo blanqueaban.
– ¿Eso cree?
La abogada empujó el sobre hacia adelante sobre la mesa.
Por un momento le sobrepasaba el deseo de arrastrarla sobre la mesa para abrazarla. Sus manos se contraían convulsamente y, a continuación, cogió el sobre.
Lo abrió. Una hoja de papel. En ella aparecieron escritos a máquina un nombre, una empresa y un lugar, también una fecha, una hora y dos lugares de cita.
Cuando elevó la mirada, los oscuros ojos de ella descansaban sobre él de forma inquisidora. Él asentía con la cabeza, y ella se despidió con una fría sonrisa.
Una hora más tarde se encontraba de nuevo sentado en el avión y pensaba una y otra vez en la bella e inalcanzable mujer.
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Vilcabamba, Ecuador, lunes
Ella hervía por dentro. Se reprochaba a sí misma el no haber estado preparada a la jugada de Folsom. Había llegado la hora de sacar su as de la manga.
– Tenemos un problema aún mucho más gordo, Hank -espetó, apuntando directamente a la diana-. Andrew tiene que responder ante un muerto. Ocurrió durante un estudio preclínico. Como salga a la luz, las acciones caerán en picado como un ascensor sin cable. Debemos prepararnos para desarrollar una estrategia, para venderlo activamente.
– ¿Vender un muerto activamente? -siseó irritado Andrew Folsom mientras meneaba la cabeza y después gritó-: ¡No puede salir a la luz pública!
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