Uwe Schomburg - El código de Babilonia

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El código de Babilonia: краткое содержание, описание и аннотация

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El mayor sueño de la Humanidad está a punto de ser desvelado. Las tablillas halladas en las ruinas de la antigua Babiloniacontienen símbolos cuneiformes que esconden la clave genética de la inmortalidad. La revelación de ese secreto supondría el fin de la influencia de la Iglesia, y un poderoso grupo denominado Los Pretorianos de las Sagradas Escrituras cruzará todos los límites para evitarlo. Así, cuando un ex policía y una científica intentan descifrar las reliquias, se ven arrastrados a una carrera por toda Europa, en la que el asesinato y la traición forman parte de las reglas del juego. Lo que prometía ser el sueño cumplido de los hombres, puede convertirse en una auténtica pesadilla para el género humano. Solo una persona puede ayudarles a desentrañar el misterio: el mismísimo Papa. ¿Pero qué tiene que ver un hombre de Dios con tablillas de arcilla sumerias y los dioses paganos de Babilonia?

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Sullivan asentía mientras inhalaba ávido su cigarrillo. Hacía tan solo dos horas que había vuelto a fumar.

Thornten, Purcell y una serie de primeros nombres del consorcio portaban un receptor especial por GPS que se activaba vía satélite y a través del cual era posible averiguar su lugar de ubicación. Se trataba de un pequeño chip incrustado en una tarjeta de crédito.

Sullivan había introducido este sistema porque en determinadas regiones del mundo y a pesar de la protección de los guardaespaldas, los secuestros estaban a la orden del día. Y el presidente de un consorcio internacional, a quien además le fascinaba investigar por Sudamérica, constituía un objetivo más que atractivo.

– ¡Traed vuestro cacharro! ¡Venga! -había gritado Sullivan, después de haber tenido que presenciar desesperado la huida de Zarrenthin.

El cacharro era un ordenador portátil configurado de forma especial en el que era posible observar cualquier ubicación. Al menos tres satélites enviaban sus señales hasta el chip para que, a través de la medición de las diferencias de tiempo en la transmisión de las señales, se determinara la ubicación de la persona en cuestión.

– ¡No podemos! El ordenador portátil está en el avión de Niza -le respondieron las lumbreras de su equipo-. ¡El jefe dijo que esto no era Sudamérica!

Habían atado y escondido a los policías junto con su coche de patrulla en Sofía Antípolis. A continuación habían salido a toda mecha hacia el aeropuerto. Durante el camino apearon al monje bien amordazado en una plaza de aparcamiento y en el viaje de regreso recibieron rápidamente las primeras coordenadas. Zarrenthin iba por una carretera de costa camino al sur.

Sullivan lo había perseguido primero por la autovía, abandonándola más tarde por la salida 36 y conduciendo a todo gas en dirección a Sainte Maxime. El recorrido que atravesaba los valles estaba repleto de curvas y bastante intrincado. Cuando hubieron llegado al lugar, Zarrenthin ya se encontraba más al sur. Pero una vez en Grimaud, ya le estaban pisando los talones.

– ¡Actúe ya de una vez! ¡No titubee más! -Folsom permanecía sentado al lado de Sullivan en el asiento de atrás y traqueteaba como un cortacésped.

– Los ruidos de motor y las luces son visibles a grandes distancias y nos delatan durante la noche.

– Sigamos adelante -siseó el hombre en el asiento de acompañante.

– Quince minutos, Sullivan. ¡Estuvieron parados durante quince minutos! Eso era tiempo suficiente para habernos acercado más y haber puesto fin a esta situación. Comete demasiados errores, Sullivan.

* * *

El furgón continuó escalando tortuosamente la curva carretera por la falda de la montaña, y a continuación descendió nuevamente por la otra cara, a través de los bosques, en dirección al valle. A su derecha, la montaña seguía emergiendo hacia el cielo nocturno, mientras que a su izquierda, los desfiladeros comenzaban a asemejarse a agujeros negros. Una curva daba paso a la siguiente.

– ¿Cuánto falta hasta Collobrières? -preguntó Chris sin previo aviso.

– Diez kilómetros, más o menos.

Dufour miró por el espejo retrovisor.

– ¿Qué ocurre?

– Luz… Creo haber visto una luz. ¡Ahora ya no está!

Chris permaneció en silencio. Había descubierto un claro punto hacía unos pocos segundos y ese fue el motivo por el que hubo preguntado por la distancia.

– Hay alguien que…

– En realidad nadie. A no ser… Jerónimo.

– Son dos -dijo Chris después de varios minutos-. Y se están acercando con gran rapidez.

El bosque bailaba a su paso como una horda infinita de demonios que huían en tropel. Las luces de ambos vehículos se acercaban cada vez con mayor velocidad hasta finalmente situarse justo detrás de ellos.

Cuando detrás de una curva le siguió una recta, el primer coche viró hacia el otro carril y adelantó.

– ¿Cómo puede ser? -gritó Chris cuando les hubo rebasado la limusina. En la ventanilla trasera se hizo visible una pegatina que anunciaba un árbol de Josué y encima el nombre de «Pizzeria Cactus».

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Dufour a la par que se apoyaba en el salpicadero debajo del cristal del parabrisas.

– ¡La gente de Tysabi! El coche… ¡está claro! La pegatina…

La limusina se colocó delante del furgón, y de repente se iluminaron las luces de freno.

– ¡Agarraos! -gritó Chris.

Él pisó el freno, y el furgón inclinó el morro como cuando un boxeador hinca las rodillas cuando acaban de darle un buen golpe. Jasmin y Anna gritaban, y a continuación se escuchaba incluso la voz de Thornten, que juraba soezmente.

Chris levantó el pie del freno, pero volvió a pisarlo hasta el fondo.

– ¡Agarraos bien fuerte! -gritó mientras intentaba evitar una colisión, pues si los vehículos se trababan entre sí, eso hubiera significado el fin de su huida.

Tiró del volante hacia la izquierda. Pero la limusina hizo lo propio sin mayor problema, obstaculizando el camino. Chris miró en ese instante a su izquierda hacia el precipicio, lugar donde solo crecían matorrales bajos. Apenas había árboles capaces de frenar una caída.

De repente giró el furgón de nuevo hacia la derecha, hacia la falda de la montaña, pero la limusina delante de él, una vez más, era más rápida. El otro vehículo acechaba como un lobo detrás del furgón.

La carretera continuó de repente, formando un círculo, en dirección opuesta al desfiladero. La falda de la montaña se alzaba ahora a su izquierda, mientras que a su derecha, el terreno formaba un suave descenso. Chris giró el volante, guiando el furgón de nuevo al carril contrario.

La limusina situada detrás de ellos comenzó a acelerar de repente, colocándose a la misma altura del furgón.

– ¡Van a disparar! -gritó Dufour. La ventanilla trasera de la limusina estaba abierta, y él observó claramente una mano aferrada a una pistola.

La carretera giraba, mientras tanto, en una curva hacia la derecha. El bosque se componía aquí de fuertes alcornoques y escaso monte bajo. La limusina situada delante de ellos frenó al mismo tiempo que la segunda limusina, la cual les obstaculizaba el camino a su derecha.

– ¡Allí delante! -gritó Dufour.

Desde la carretera, por una pequeña colina ascendía un camino, cuya barrera con franjas rojas y blancas en la entrada se alzaba verticalmente hacia el cielo.

Chris pisó con fuerza el freno y giró ligeramente el volante. Las limusinas, por el contrario, continuaron a toda velocidad por la carretera principal.

– ¡Atención! -gritó Chris mientras aceleraba. El furgón subía a todo gas por la bifurcación y pegó un pequeño salto una vez culminada la cima.

Dufour soltó de repente un grito de euforia.

– ¿Qué ocurre? -gritó Chris.

– Han colisionado entre ellos -Dufour no cesaba en girar la cabeza, a pesar de que ya no le era posible ver nada.

– Eso nos da unos minutos, nada más. ¿Hacia dónde lleva esta carretera? -Chris pisó el pedal de aceleración a fondo.

– ¡Una carretera sin salida! -berreaba Dufour-. ¡Se trata de una carretera sin salida!

– ¿Por qué? ¡Parece una carretera como las demás!

El furgón iba a toda mecha por las curvas asfaltadas y se balanceaba como un barco carguero en alta mar.

– La carretera se corta después de unos kilómetros -murmuró Dufour.

– ¿Por qué? ¿Qué hay allí?

– Un monasterio en ruinas. La cartuja de la Verne. Un grial de paz y recogimiento. Algo así como el fin del mundo.

Chris condujo el furgón a todo trapo por una hondonada mientras las montañas se retiraban detrás y del lado derecho de la carretera centelleaba el agua de un arroyo a la luz de la luna. Atravesaron un puente, y la carretera comenzó a ascender nuevamente de manera escarpada a través de apretadas curvas.

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