Graham Masterton - Manitú

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¿Puede la mente humana proyectar una imagen o sugestionar a alguien, sin importar el tiempo o la distancia? ¿Existe la posesión de espíritus? ¿Es verdad que en nuestra época se dan las manifestaciones de las artes que implican la magia y el espiritismo? ¿Puede ser inmoral crearle daño a otra persona valiéndose de la transmisión del pensamiento para causarle la enfermedad y aun la muerte?
Manitú, uno de los libros más vendidos en España, obra de Graham Masterton, nos da respuesta a más de uno de estos interrogantes, narrándonos la historia más insólita, tan solo comparable con El bebé de Rosemary o El exorcista, tal vez superando estas dos obras en muchísimos cuadros de suspenso, llenos de un terror intenso y escalofriante.

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– Todo lo que sé es que el doctor Hughes fue herido por esa paciente. Debemos bajar y terminar con eso de una vez por todas.

Yo no sabía qué decir. Me volví a ver si había alguien que pudiese ayudarme, pero todo el mundo en esa oficina estaba listo para hacer una redada policial en el décimo piso.

Entonces, desde el diván, habló el doctor Hughes.

– Doctor Winsome -dijo roncamente-. Doctor Winsome, no deben ir. Créame que no deben. Sólo déle a él el virus. Sabe lo que está haciendo. Por lo que más quiera, no bajen.

El doctor Winsome se acercó al diván de Jack Hughes.

– ¿Está seguro, doctor Hughes? Quiero decir, estamos armados y dispuestos a bajar.

– Doctor Winsome, no debe. Pero, por favor, dése prisa. Déle el virus y déjeselo hacer a su manera.

El doctor Winsome se rascó su calva y escarlata cabeza, luego se volvió y dijo al grupo de salvamento:

– El doctor Hughes está a cargo de la paciente. Yo debo aceptar su juicio. Pero quedaremos de guardia por las dudas.

Fue hasta el escritorio y sacó de una caja de madera un delgado tubo de ensayo con líquido. Me lo entregó.

– Esta solución contiene un potente virus de gripe. Manéjelo con extremo cuidado o desataremos una epidemia.

Tomé el tubo cuidadosamente con mis dedos.

– Muy bien, doctor Winsome; lo entiendo. Créame, está haciendo lo debido.

Yo estuve tentado de llevarme un revólver conmigo, incluso aunque sabía que era una tontería y peligroso. Pero me llevé una linterna. Retorné rápidamente al ascensor, apreté el botón del diez y me hundí de nuevo en la oscuridad.

Cuando las puertas se abrieron me hundí cautelosamente en las tinieblas.

– ¿Singing Rock? -grité-. ¡Soy Harry Erskine! ¡Ya he vuelto!

No hubo respuesta. Puse mi pie contra la puerta del ascensor para evitar que se cerrara.

– ¿Singing Rock? -grité de nuevo-. ¿Está ahí, Singing Rock?

Encendí mi linterna y la dirigí hacia el corredor, pero entre mi y la puerta del cuarto de Karen Tandy había una esquina y no podía ver más allá de ella. Quizá Singing Rock no podía oírme, estando a la vuelta. Tendría que ir a investigar.

Me arrodillé y me saqué los zapatos y los puse en la puerta del ascensor para evitar que se cerrara. Lo último que yo quería era tener que esperar por el ascensor mientras una de las bestias grasientas de Misquamacus me persiguiera.

Luego, manteniendo la luz delante, me dirigí por el pasillo hacia el cuarto de Karen Tandy y la batalla del hechicero. Todo estaba muy en silencio, demasiado en silencio para mi tranquilidad, y no me sentí con ganas de llamar de nuevo a Singing Rock. Casi tenía miedo de obtener una respuesta.

Mientras me acercaba a la puerta del cuarto de Karen Tandy el denso y enfermizo olor a sangre y a muerte volvió a penetrar por mi nariz. Dirigí un largo rayo de luz a la distancia, en el pasillo, pero no había señas de Singing Rock. Quizás estaba en el cuarto, teniendo un conflicto cara a cara con Misquamacus. Quizás ya no estaba allí.

Yo caminé despacio y cautelosamente los últimos metros, apuntando la luz en el destrozado camino hacia el cuarto de Karen Tandy. Podía oír que allí algo se movía y arrastraba, pero detestaba pensar en qué podía ser. Me acerqué más y más, manteniéndome contra la pared de enfrente del corredor, y luego me lancé hacia adelante e iluminé completamente adentro del cuarto.

Era Singing Rock. Estaba con sus rodillas y manos en el piso. Al principio pensé que estaba bien, pero cuando le iluminé de nuevo se volvió lentamente en mi dirección y vi lo que Misquamacus había hecho en su rostro.

Erizándome de terror paseé la luz por todo el cuarto y no había trazos de Misquamacus. Había escapado, y se hallaba en alguna parte de los retorcidos pasillos oscuros del décimo piso. Tendríamos que encontrarle y tratar de destruirlo, armados con nada, excepto una linterna y un pequeño tubo de ensayo con fluido infectado.

– ¿Harry? -susurró Singing Rock.

Fui y me arrodillé a su lado. Parecía como si alguien hubiese dado latigazos a su cara con un látigo de siete puntas de alambre de púa. Su mejilla estaba destrozada y sus labios partidos, y le corría mucha sangre. Saqué mi pañuelo y le limpié con cuidado.

– ¿Está malherido? -le pregunté-. ¿Qué sucedió? ¿Dónde está Misquamacus?

Singing Rock escupió sangre de su boca.

– Traté de detenerlo -dijo-. Hice todo lo que sabía.

– ¿El le castigó?

– No necesitaba hacerlo. Me lanzó un puñado de instrumentos quirúrgicos. Me hubiera matado si hubiese podido.

Revolví el gabinete de al lado de la cama y encontré para Singing Rock algunas gasas y vendajes. Cuando enjugamos su sangre, su rostro no estaba tan mal. Su propia magia autoprotectiva había logrado desviar la mayoría de los bisturíes y tijeras que Misquamacus había enviado volando en su dirección. Muchos de ellos estaban clavados en la pared hasta el fondo.

– ¿Trajo el virus? -preguntó Singing Rock-. Déjeme detener esta sangre y luego iremos tras él.

– Aquí está -le dije-. No parece nada impresionante, pero el doctor Winsome dice que esta pequeña cantidad puede hacer mil veces lo necesario.

Singing Rock tomó el tubo y lo miró.

– Roguemos porque sirva. No creo que nos quede mucho tiempo.

Yo levanté la linterna y nos dirigirnos silenciosamente hasta la puerta del cuarto y escuchamos. No había ningún sonido, excepto nuestra propia respiración contenida. Los corredores estaban desiertos y oscuros, y había más de cien cuartos en los cuales se hubiera podido esconder Misquamacus.

– ¿Vio para qué lado fue? -le pregunté a Singing Rock.

– No -dijo Singing Rock-. De todos modos han pasado cinco minutos. Ahora puede estar en cualquier parte.

– Hay mucho silencio. ¿Eso significa algo?

– No lo sé. No sé qué es lo próximo que planea hacer.

Yo tosí.

– ¿Qué haría usted si fuese él? Quiero decir, hablando mágicamente.

Singing Rock pensó durante un rato, pasándose por la mejilla las gasas ensangrentadas.

– No estoy seguro -dijo-. Hay que verlo desde el punto de vista de Misquamacus. Dentro de su mente dejó Manhattan en 1600 sólo hace pocos días. Para él, el blanco es aún un invasor extraño y hostil venido de ninguna parte. Misquamacus es muy poderoso, pero obviamente está asustado. Lo que es más, sufre de disminuciones físicas, lo que no ayudará mucho a su moral. Creo que llamará todos los refuerzos que pueda.

Recorrí con la luz de la linterna todo el corredor.

– ¿Refuerzos? ¿Quiere decir más demonios?

– Seguro. Sólo hemos visto el comienzo de todo esto.

– ¿Qué podemos hacer?

Singing Rock, bajo la luz reflejada de la linterna, sólo pudo mover su cabeza.

– Sólo tenemos una cosa de nuestra parte -dijo-. Si Misquamacus quiere traer demonios desde el más allá tendrá que preparar caminos para hacerlos llegar.

– ¿Caminos? ¿De qué habla?

– Déjeme simplificarlo. Imagínese que hubiera una muralla entre el mundo espiritual y el físico. Si Misquamacus quiere llamar a los demonios y hacerlos atravesarla tendrá que quitar algunos ladrillos de esa muralla y así preparar una entrada para esos demonios. También se necesita no coaccionarlos. Los demonios casi siempre piden un precio por sus servicios. Como el Lagarto-de-los-árboles con su trozo de carne viva.

– ¿Trozo? -dije-. Cristo, ¡vaya trozo!

Singing Rock me tomó del brazo.

– Harry -me dijo serenamente-, van a necesitarse mucho más que trozos antes que terminemos con todo esto.

Me volví y le miré. Por primera vez me di cuenta de la trampa en la que estábamos metidos y que había una sola vía de escape.

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