Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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Abrió el coche y todos subieron a él, Victor en la parte de atrás. Luego se inclinó hacia adelante y dijo:

– Una vez vi un número de hipnosis en un espectáculo. Hacían que la gente se sostuviera sobre una pierna, o que se quitara los pantalones, esas cosas. Y eso cuando ya se suponía que habían despertado y abandonado el escenario.

– Eso es lo que se llama sugestión posthipnótica -dijo Michad mientras movía marcha atrás el Mercury-. Yo nunca creí que pudiese funcionar, pero funciona… siempre que la sugestión sea simple y clara.

– Y si la sugestión es destructiva?

Michael estaba a punto de responder cuando un autobús lo obsequió con un ensordecedor bocinazo. Cuando el autobús hubo maniobrado por detrás de ellos para esquivarlos y Michael acabó de gritarle al conductor por la ventanilla, ya habían perdido el hilo de la conversación.

De todos modos, cuando viajaban de regreso a New Seabury, Victor empezó a ponerse pensativo.

Patsy se volvió en el asiento y le dijo:

– Un penique por tus pensamientos.

– No sé. Acaba de ocurrírseme una cosa, eso es todo.

– Algo bueno? ¿Algo malo?

– Algo que empieza a cobrar sentido a partir de que no tiene sentido.

Ralph Brossard estaba friéndose un poco de jamón cuando sonó el teléfono.

– No estoy -anunció al tiempo que se metía el teléfono debajo de la barbilla-. Si quiere dejar un mensaje, hágalo después de oír la señal. Piiiit.

– ¿Es el inspector Ralph Brossard?

– Sí. ¿Quién es?

– Inspector Brossard, usted sabe muy bien quién soy. Usted mató a mi hijo.

Después de un largo silencio habló de nuevo.

– Me ha oído, inspector Brossard?

– Le he oído. El inspector Newton me llamó anoche y me dijo lo que usted quería.

– Ya hace casi veinticuatro horas que la tienen secuestrada inspector Brossard. He logrado ganar un poco de tiempo diciéndoles que sé dónde está el dinero, pero han estado haciéndole daño, tío, daño de veras, y no sé qué hacer.

Ralph le dio media vuelta con el tenedor a las lonchas jamón.

– Señor Latomba, va a tener que enfrentarse a esta situación usted solo, o si no tendrá que llamar a la policía. Yo estoy estoy suspendido hasta que se lleve a cabo la correspondiente investigación por la sección de Asuntos Internos, es decir, el procesamiento normal después de un tiroteo con resultados fatales. Y no podría hacer nada aunque quisiera.

Patrice contuvo la respiración.

– Inspector Brossard, yo le odio, odio sus tripas, pero odio todos los blancos por igual, y el hecho de que usted matase tiros a mi bebé no hace que mi odio por usted sea mayor de que ya era. Simplemente, no sería posible.

– Es agradable saber que es usted un individuo que hace gala de una mente tan ecuánime -repuso Ralph-. Pero eso no cambia nada, ¿verdad?

– Lo que estoy diciendo, tío, es que el que decida ayudarme no es cosa de su conciencia. Usted disparó a mi hijo, usted mató a mi pequeño Toussaint, y por eso está en deuda conmigo, tío. Está en deuda conmigo.

Ralph apagó el gas.

– Señor Latomba la muerte de su hijo fue una tragedia. Si yo tuviera manera de retroceder en el tiempo y asegurarme de que no sucediera, le aseguro que lo haría. Fue una tragedia, fue terrible y me siento mal por ello, pero fue un accidente. Jambo me disparó y yo respondí a sus disparos, y casualmente el cochecito de su hijo se interpuso.

– Usted está en deuda conmigo, tío! -le gritó Patrice al borde de las lágrimas.

– Lo siento, señor Latomba, pero yo no le debo a usted nada excepto respeto como ser humano.

– A mi mujer también?

A Patrice le temblaba la voz.

– A su mujer también -dijo Ralph con voz apagada.

– Muy bien, entonces escuche esto. Es una cinta grabada en mi propio equipo de alta fidelidad, los que la mantienen como rehén la han sacado de mi apartamento hace sólo una hora.

– Señor Latomba, realmente no creo…

– Escuche! -le exigió Patrice con tal furia que Ralph se quedó en silencio y escuchó.

Oyó unoa cuantos traqueteos al ponerse en marcha el magnetófono de Patrice. Luego empezó a oírse una conversación distorsionada, con eco, como si se tratara de dos personas que estuviesen hablando en un cuarto de baño o en una cocina. Alguien se echó a reír, una risa de hombre. Luego una voz jadeante se acercó al micrófono y dijo: «Sabemos que estás haciendo todo lo posible por encontrar nuestro dinero, Patrice, pero nos ha parecido que quizás sería conveniente que saborearas anticipadamente un poco de lo que podría pasar si no lo encuentras.»

Otra voz, con más eco, dijo: «Para empezar, vamos a trabajar un poco con la navaja.»

Hubo una pausa momentánea seguida por el sonido de una mujer gritando. Chillába y chillaba sin parar. A Ralph se le pusieron de punta los pelos de la nuca, y al cabo de unos segundos bajó el teléfono y tapó con la mano el auricular. Ya había oído antes a mujeres gritando de dolor, y por ello sabía que aquello era real. No sólo era real, era el grito de mayor sufrimiento que había oído nunca… y eso que había oído gritar a mujeres a las que maridos celosos habían rociado con gasolina y luego incendiado. Esperó hasta estar seguro de que había terminado y luego levantó el teléfono de nuevo y dijo:

– Señor Latomba? -Se oyó un chasquido cuando Patrice apagó el magnetófono-. ¿Señor Latomba?

– Estoy aquí. ¿Ha oído eso, tío? Estaban rajándola, tío, estaban rajándola.

– Tiene alguna idea de dónde se encuentra el dinero? -le preguntó Ralph con voz muy seria.

– Tengo a siete hombres buscándolo. Uno de ellos cree que un hermano llamado Freddie lo cogió, pero nadie ha vuelto a verlo desde entonces.

– Lo más probable es que Freddie abriera aquella bolsa y pensara que la Navidad se había anticipado.

– Qué voy a hacer, tío? Ya ha oído lo que están haciéndole a Verna. Van a matarla de dolor. Van a matarla.

Ralph alargó un brazo para coger un cigarrillo.

– Dígame algo acerca de su apartamento -dijo.

– A qué se refiere?

– ¿Es un primer piso, un segundo, o qué?

– Segundo piso.

– Tiene puerta de servicio además de puerta principal?

– No, no. La puerta principal es la única entrada.

– ¿Y terrazas?

– Una especie de balcón estrecho en la parte delantera.

– Qué me dice del apartamento de encima? ¿Ése también tiene balcón?

– Así es. Todos tienen balcones.

– Y cómo se sale a ese balcón? ¿Por un ventanal o algo así?

– Eso es. Eh… ¿Por qué me hace tantas preguntas sobre el balcón de mi casa, tío? ¿Qué demonios tiene que ver el balcón con lo que está sucediendo?

Ralph encendió un cigarrillo en el fuego de gas de la cocina y estuvo a punto de chamuscarse las cejas.

– Tiene el balcón ventanales o no?

– Sí, los tiene.

– Se abren hacia afuera o hacia adentro?

– Nó lo sé, tío -protestó Patrice-. Hacia afuera o hacia adentro, ¿qué más da?

– Voy a preguntarle una cosa más -dijo Ralph-. ¿Me da su palabra de que si intento rescatar a su esposa y fracaso, me permitirá salir a salvo de la calle Seaver?

Oyó que Patrice tragaba saliva, emocionado.

– Quiere decir que está dispuesto a hacerlo?

– Deme su palabra, señor Latomba. Y todos esos mamarrachos y mentecatos que usted llama sus fuerzas de seguridad… asegúrese de que se enteren de que usted me ha dado su palabra.:

– Tiene mi solemne juramento, tío.

Ralph consultó el reloj.

– Deme veinte minutos, ¿de acuerdo? Voy a ir en un Volkswagen marrón.

Colgó el teléfono. «No debo de estar en mis cabales», pensó. Pero al mismo tiempo sentía algo, una especie de feroz placer que le corría por las venas como una oleada. Aquello sí que iba a ser peligroso y dramático y, lo mejor de todo, sin autorización. Aquello sí que era un asunto propio de Hemingway. Aquello sí que era cosa de hombres. Para eso era para lo que había entrado en la policía, aunque rara vez lo había encontrado. Siempre había anhelado entrar en acción, pero, ¿qué le habían dado? Papeleo y más papeleo, solamente aliviado por largas horas de vigilancia que sólo servían para entumecer la mente, o todavía más horas que entumecían la mente en el juzgado, esperando para prestar declaración.

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