Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Nunca.

– Nunca la había visto en alguna guía turística, o en alguna revista? -Michael negó con la cabeza enfáticamente-. Bien… eso es notable -admitió el doctor Rice-. He oído que algunos pacientes tienen fogonazos de percepción cuando están bajo hipnosis… pero ninguno que pudiera ver el futuro.

– Quiéro que me hipnotice de nuevo -le pidió Michael.

El doctor Rice se levantó y dio la vuelta al escritorio. La amortiguada luz del sol se le reflejó en las huesudas mejillas recién afeitadas, pero sus ojos permanecieron como círculos de impenetrable oscuridad.

– Está seguro?

– Estoy seguro. ¿Porqué lo pregunta? Nunca lo había hecho.

– Porque estoy preocupado por usted. Normalmente, los pacientes emplean sus experiencias hipnóticas para llegar a un acuerdo con sus traumas sicológicos. Pero en su caso, parece que está haciéndolo a la inversa… como si estuviera creando más traumas sicológicos mientras está bajo hipnosis y trayéndolos de regreso para turbar su vida cotidiana.

– Vi la bahía Nahant, el faro, la playa, aquellas casas verdes. Estaban allí, por amor de Dios. Estaban allí de verdad. Tengo que saber cómo es posible que lograra verlas antes de haber ido allí; y por qué.

El doctor Rice bajó la cabeza.

– Debe comprender que la hipnosis sólo puede revelar cosas que ya estén dormidas dentro de su cerebro. No puede decirle algo que usted no sepa ya.

– Por favor -dijo Michael-. Tal como están las cosas, estoy al borde de un ataque de nervios. Me aguanto por los pelos. Veo cosas que no debería estar viendo, sufro toda clase de experiencias raras. En Boston tuve la impresión de que me seguían, luego aquel viejo empezó a hablar conmigo y, por último, el taxista se puso a citar cosas de la Biblia.

– A mí me parece que todo eso es normal en Boston -le dijo el doctor Rice con una sonrisa torcida.

– Tengo que someterme a hipnosis -insistió Michael.

Por fin, el doctor Rice dijo:

– Muy bien. La grabadora está en marcha, quiero que quede grabado que voy a hipnotizarlo a petición suya, que usted asume todos los riesgos y que me exonera de cualquier responsabilidad.

Michael titubeó. Nunca había oído hablar así al doctor Rice.

– Está asustado -le dijo.

– Sólo estoy preocupado. La hipnosis no es un juego para exhibirlo en fiestas. Podría quedar usted seriamente traumatizado.

– Cuando estoy despierto tengo la sensación de que me caigo de aviones. Son verdaderas visiones a plena luz del día, como que el mundo se abre justo debajo de mis pies. Veo cadáveres y pedazos de cuerpos. ¡Los veo, por el amor de Dios! ¿Qué puede haber peor que eso?

– Muy bien -dijo el doctor Rice-.-. Si cree que hipnotizarle puede servirle realmente de algo, adelante. Pero permítame que se lo repita otra vez: no experimentará usted nada bajo hipnosis que no conozca previamente. Y puede que sea mejor que piense en qué es lo que ya conoce.

– Qué? -le preguntó Michael volviendo la cabeza mientras el doctor Rice daba la vuelta alrededor de él.

– Me cae bien -dijo el doctor Rice-. No puedo decirle nada más que eso.

– Por favor… -dijo Michael-. Hipnotíceme, ¿de acuerdo?

El doctor Rice acercó una silla y se sentó en ella al lado de Michael. Éste podía oler la pasta de dientes Binaca en el aliento del médico.

– Está usted cómodo? -le preguntó el doctor Rice. Michael asintió. Entonces, el doctor Rice le dijo-: Ponga la mano izquierda sobre la rodilla izquierda, con la palma hacia arriba, y luego ponga la mano derecha sobre la mano izquierda, también con la palma hacia arriba. Relájese -le indicó-. Está usted ansioso, está asustado, no sabe qué hacer… pero ha venido aquí en busca de ayuda, y yo voy a dársela. Gire la cabeza, deje que los músculos se suelten. Relájese.

Michael se relajó realmente. Dejó que el alma se le saliera por los pies, hasta que no fue nada más que una marioneta sin hilos derrumbada en el sillón. Se sentía vacío, completamente sugestionable, dispuesto para cualquier cosa.

El doctor Rice sacó el disco de zinc y cobre con el que hipnotizaba y lo apretó contra la palma abierta de Michael.

– Concéntrese en el centro del disco, en el punto de cobre. Mantenga los ojos fijos ahí y no desvíe la mirada.

Michael miró fijamente el punto de cobre ylo vio bailar ante sus ojos. «Esta vez -pensó- no conseguirá hipnotizarme. Esta vez va a fallar.»

– Tiene ganas de dormir -le dijo el doctor Rice-. No se resista a la sensación de sueño… permita que se apodere de usted en el momento en que él quiera. Cuando yo le diga que cierre los ojos, ciérrelos. -El doctor Rice le pasó las manos a Michael por delante de la cara una y otra vez-. Tiene sueño -le dijo-… Le pesan tanto los ojos que apenas puede mantenerlos abiertos. No tiene ningún tacto en los brazos ni en las piernas. Siente todo el cuerpo entumecido. Se le están cerrando los ojos, se va a dormir.

– Le rozó los párpados a Michael y luego murmuró-: Le resulta imposible mantener los ojos abiertos. Va a dormirse, va a dormirse, va a dormirse. No puede abrir los ojos. Está dormido.

Michael no quería quedarse dormido. Por lo menos no con tanta facilidad. Esta vez quería demostrarle al doctor Rice que podía resistirse. Pero al mismo tiempo que pensaba «No, esta vez no, no», iba deslizándose poco a poco hacia la irrealidad, hacia aquel cálido, acogedor y oscuro océano de la inconsciencia, y no era capaz de abrir los ojos por mucho que lo intentase. Sencillamente, no podía. Y en realidad tampoco quería, porque el océano era tan profundo y tan relajante que podía nadar cada vez más, y dormir mientras nadaba.

Vio aquel resplandor rosado y brillante que siempre veía antes de que el doctor Rice lo sometiera a hipnosis por completo, y esta vez le pareció más brillante que nunca. Oía el oleaje arrastrándose incansablemente por toda la orilla, y notaba el viento salado soplándole en la cara y oía a las gaviotas chillando. Oyó decir a Jason:

bicicleta…

Luego abrió los ojos.

Había un hombre alto cerca de él, mirándolo. Tenía el pelo de color blanco hueso, largo, sedoso y peinado hacia atrás, aunque parte del mismo volaba movido por la brisa de la costa. Tenía la cara larga y esculpida, con la nariz recta y estrecha, diferenciados pómulos y ojos oscuros y exigentes. Resultaba espantosamente atractivo, la clase de hombre cuya presencia hace que los maridos cojan a sus mujeres del brazo en un gesto protector.

Llevaba un abrigo largo, muy caro, de lana gris suavemente tejida, que ondeaba y resonaba al viento. Estaba pelando meticulosamente una lima, y dejaba caer los pedazos de cáscara en la arena.

– De manera que has venido a unirte a nosotros, Michael-le dijo el hombre sonriendo, aunque la voz no parecía estar sincronizada con los labios, como una película hecha en un idioma extranjero que estuviera mal doblada. Michael notó que el miedo se apoderaba de él de la cabeza a los pies, pero el hombre le echó un brazo por los hombros y le dijo-: Ven conmigo… no deberías tener miedo… ahora estás entre amigos… amigos y parientes.

– No comprendo -dijo Michael. Miró a su alrededor por toda la playa, a las dunas azotadas por el viento, a las achaparradas casas verdes, a las gaviotas que volaban silenciosamente en círculo. A media distancia vio algo grisáceo y pálido echado sobre la playa, algo que podría haber sido tanto un saco de correos como un viscoso montón de restos de algún ahogado, o algo peor. Unas cuantas gaviotas se paseaban majestuosamente alrededor de aquello, picoteándolo de vez en cuando.

El hombre, con suavidad, se llevó a Michael hasta alejarlo de allí. El abrigo se le enrollaba a Michael entre las piernas y hacía que le resultase difícil caminar. El hombre dijo:-Tú eres un privilegiado, ¿sabes? No muchos de vosotros continuáis teniendo algún recuerdo de lo que sois…

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