Subieron por las dunas con las piernas hundiéndoseles entre la blanda arena. Michael no pudo evitar volver la cabeza una vez más para mirar la forma que yacía sobre la playa. No podían ser los restos de Sissy O’Brien. ¿O si? No le gustaba el modo en que estaban picoteándola las gaviotas, ni el hecho de que se elevaran en el aire con un pedazo enorme de algo mojado y hecho jirones colgándoles del pico.
– Vámonos ya -le urgió el hombre-. No tenemos mucho tiempo.
– Adónde vamos? -preguntó Michael.
El hombre no dijo nada, pero lo cogió por el codo con una mano tan fuerte como una garra y lo empujó con suavidad hacia adelante. Subieron juntos a lo alto de las dunas, con el viento azotándoles la espalda, y luego comenzaron a descender por una ancha cuesta arenosa hacia el blanco faro que Michael había visto en su último trance hipnótico.
– Estoy soñando -dijo Michael-. Dígame que estoy soñando.
El hombre se volvió hacia él; tenía la cara angulosa y blanca, tan blanca como una cantera de tiza, y los ojos rojos como rubíes líquidos.
– No, Michael, no estás soñando. Esto es real… esto es aquí y ahora. Si estuvieras soñando, entonces yo también tendría que estar soñando, y tú y yo estaríamos compartiendo este sueño.
– Sin embargo, yo no me encuentro realmente aquí -insistió Michael.
– Por supuesto que estás aquí! ¿No notas el viento? ¿No oyes el mar?
– Estoy en trance. Estoy sentado en el despacho del doctor Rice, en Hyannis. Él me ha hipnotizado.
– Tú estás aquí, Michael. ¿Por qué fingir?
Michael daba tumbos por la arena mientras el hpmbre lo llevaba casi a rastras cada vez más cerca del faro blanqueado. El viento silbaba y siseaba entre la arena. El faro era tan blanco que incluso en una grisácea mañana como aquélla apenas si se podía mirar hacia él a causa del resplandor.
– Quiere dejar de tirar de mi? -le gritó al hombre; y de un tirón consiguió que soltara la manga-. ¡Sea como sea, no quiero ir!
El hombre se detuvo y lo miró fijamente, allí plantado, con las piernas muy separadas, la espalda erguida y las manos apoyadas en las caderas, tenía un aspecto bíblicamente serio.
– Tienes que hacerlo -le ordenó.
Michael movió la cabeza en un signo negativo.-No voy a ninguna parte. Esto es un sueño.
El hombre se inclinó hacia él.
– Yo nunca duermo, por lo tanto, no sueño. Esto no es ningún sueño, es la realidad. Tú estás aquí, Michael, en la costa; y vienes conmigo.
Agarró a Michael por el brazo y lo arrastró hacia adelante. Michael era consciente, en parte, de que era el doctor Rice quien lo arrastraba hacia adelante, y de que se encontraba todavía en su despacho. Sin embargo, la brisa del mar era fuerte y salada, y podía sentir la arena deslizándose bajo sus pies, y el abrigo del hombre que se le enroscaba en las piernas: Y pensó: «Cómo puede ser esto? ¿Cómo es posible que esto pueda ser? ¿Dónde estoy, por Dios? ¿Estoy hipnotizado, estoy soñando o estoy muerto?»
El hombre fue tirando de él metro a metro hasta que llegaron a la base del faro. De cerca, Michael pudo ver que estaba construido con cemento brillantemente blanqueado, aunque estaba mucho más manchado y erosionado por el tiempo de lo que parecÍa desde lejos.
– Pasa al interior -le ordenó el hombre, y tiró de él a la vez que daba la vuelta hasta una puerta pesada y baja de roble teñida de marrón. Giró el pomo de hierro y la abrió hacia afuera. Luego volvió a agarrar a Michael por el brazo y tiró de él hacia el interior del faro.
Michael miró a su alrededor. Se encontraba de pie en una estancia grande y tenebrosa que olía a humedad, tenía el techo alto y las paredes espesamente enlucidas. Alrededor de la habitación, formando un semicírculo, se hallaban de pie sesenta o setenta jóvenes varones de rostros blancos; iban vestidos de negro, de gris y de verdes tormentosos. Lo miraron fijamente, sin sorpresa, con fría curiosidad. Michael los observó uno a uno, y lo único que vio fueron expresiones de crueldad y hostilidad; como si él les resultara demasiado insignificante, insignificante hasta para atarle los brazos y despellejarlo vivo.
– Esto es un sueño -insistió mientras recorría con la mirada aquellas caras arrogantes-. Esto tiene que ser un sueño.
– Nada de sueño -insistió el hombre-. ¿Quieres que te lo demuestre?
– Esto es un sueño -dijo Michael-. Estoy en Hyannis, no en la bahía Nahant. Estoy sentado en el despacho del doctor Rice sumido en un trance hipnótico. ¿Me oye, doctor Rice? ¡Quiero que me saque de aquí! ¡Quiero que me saque de aquí ahora mismo!
No sabía si hablaba con coherencia o no. Quizás su yo despierto estuviera balbuciendo… en cuyo caso, el doctor Rice probablemente lo dejaría continuar. Pero necesitaba salir de aquel trance. No podía soportar más el viento, ni la idea de que aquel bulto semejante a un saco de correos que se encontraba en la playa se pusiera de pronto en pie y viniera corriendo tras él, porque estaba seguro de que era Sissy O’Brien, con la cara gris, el pelo enredado de algas y aquel terrible gato que se hallaba oculto tan profundamente dentro de ella, feroz y vengativo, y dispuesto a sacarle los ojos a Michael.
– Usted me da miedo -le dijo al hombre de la cara blanca-. Me da miedo y tengo que marcharme ahora.
El hombre de la cara blanca le puso una mano en el brazo para retenerlo.
– Todo va bien, Michael. Todo está muy bien. Lo único que tienes que hacer es regresar junto a tu familia y olvidarte por completo de nosotros. No te gustaría que te ocurriera nada malo, ¿verdad que no?
– No -dijo Michael nervioso.
El hombre de la cara blanca se acercó a él y lo miró fijamente a los ojos. Michael no había visto nunca unos ojos rojos como aquéllos, y retrocedió.
– De qué tenemos miedo? -le preguntó el hombre con sorna-. No tendremos miedo de los ojos de color rojo sangre, ¿verdad? ¿No habías visto nunca los ojos de un hombre que no ha dormido en tres mil años? ¿No habías visto nunca los ojos de un hombre que ha permanecido despierto noche tras noche, mes tras mes, año tras año, mientras César subía y Julio caía, y se construían las pirámides, y los vikingos remaban para cruzar el océano, y los peregrinos tomaban tierra en Plymouth Rock?
– Estoy soñando -dijo Michael. Cerró los ojos y repitió-:Estoy soñando.
Cuando los abrió de nuevo, el hombre de la cara blanca seguía inclinado sobre él; y todos los demás hombres continuaban arracimados alrededor, con la mirada clavada en él como si prefirieran verlo muerto.
El hombre de la cara blanca le apretó con fuerza en el pecho para que pudiera sentirlo.
– Sabes quién soy yo? -le preguntó.
Michael negó con la cabeza.
– Tú has estado buscándome, has estado tratando de encontrarme, aunque todavía no lo sabes.
– Oué quiere decir? -Michael se estremeció-. Ni siquiera sé quién es usted, o qué es. ¿Cómo voy a haber estado buscándolo?
– Me llaman «señor Hillary» -le dijo el hombre de la cara blanca-. y has estado buscándome aun sin saberlo. Pero ahora…
Se detuvo, se incorporó y echó a caminar lentamente por la habitación, con el largo abrigo gris ondeando detrás de él como una nube de humo.
– Ahora ya sabes quién soy, ahora has sentido quién soy… y estoy aquí para advertirte que no me descubras; que te olvides de que me has visto y de que te he hablado. -Luego añadió, casi con pesar-: El mundo nunca ha sido fácil, Michael. Ni fácil, ni virtuoso. Uno no puede librarse de sus pecados rezándole a Dios, o envolviéndolos en el alma de una persona, y luego sacrificando esa persona al Señor, nuestro terrible Dios, ni tampoco puede hacerlo mediante la confesión, la absolución o el arrepentimiento.
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