Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Puede que sea una buena idea, pero tendré que ir a verlo en persona. M somete a hipnoterapia, y ésta no funciona por teléfono.

Victor consultó el reloj.

– Escucha… ¿por qué no te llevo yo hasta allí? Me vendría bien tomarme algún tiempo libre. ¿Dónde dices que es? ¿En Hyannis?

El inspector Ralph Brossard estaba dando cabezadas delante de Genghis Khan cuando sonó el teléfono. Al principio creyó que estaba soñando, y esperó a que alguien contestase, pero el teléfono seguía sonando sin parar. Por fin, Ralph abrió los ojos y se dio cuenta de dónde estaba y qué pasaba.

Apartó a un lado las cajas medio vacías de chow mein y buey con chiles que abarrotaban la pequeña mesa al lado del armario, y cogió el teléfono.

– No estoy -dijo con voz espesa.

– Ralph? Ralph, soy Newt.

– Ya te lo he dicho, Newt. No estoy.

– Ralph, ha sucedido algo raro.

Ralph pasó la mirada por su apartamento encajonado, empapelado de marrón, en busca de algún cigarrillo, pero no encontró ninguno. Por la ventana sin cortinas veía el interminable flujo del tráfico de primeras horas de la mañana en la autopista John Fitzgerald, y el amanecer que iba haciéndose cada vez más gris sobre el puerto de Boston. También vio reflejada su propia imagen fantasmal, más parecida aún a Ernest Hemingway, ya que los dos días de suspensión de empleo le habían permitido dejarse crecer un poco la barba.

– Yo… esto… he tenido un contacto con Patrice Latomba

– dijo Newt.

– Latomba? ¿Estás tomándome el pelo? Espera un minuto, Newt, tengo que ir a buscar cigarrillos.

A pesar de las protestas de Newt, Ralph dejó caer el auricular y recorrió, chocándose con todo, el cuarto de estar, levantando libros y revistas y dejándolos caer de nuevo. Por fin encontró un paquete medio aplastado de Winston en la estrecha cocina barnizada de verde, y se inclinó sobre el quemador de gas con los ojos entrecerrados para encender un cigarrillo.

Volvió a coger el teléfono al tiempo que dejaba escapar el humo por la boca.

– Vale, Newt, ya estoy contigo. ¿De qué se trata?

– Patrice Latomba dice que a Verna, su mujer, la han cogido dos tipos blancos y la tienen como rehén en su propio apartamento.

– Mierda! ¿Están locos?

– No lo parece. Llevan allí desde ayer por la mañana.

– Sabe Patrice quiénes son?

– No tiene ni idea, pero cree que tú a lo mejor sí lo sabes.

– Cómo voy a saber yo quiénes son? Me paso la vida en una cajita con el letrero «Narcóticos»; no tengo nada que ver con los Musulmanes Negros ni con la sublevación africana, ni con nada en lo que esté metido Latomba.

– Esos dos tipos blancos dicen que quieren que les devuelvan su dinero,

– Dinero? ¿Qué dinero?

– Escucha, Ralph… el dinero que se perdió cuando le tendimos la emboscada a Jambo. Por lo visto, alguien cogió la bolsa durante la emboscada, y ahora esa gente quieren que se la devuelvan.

– De modo que eso es lo que sucedió -dijo Ralph mientras dejaba escapar el humo por entre los dientes-. Bueno. Entonces, ¿por qué no se lo devuelve? A nadie le importa ya un carajo, una vez que perdimos de vista el dinero ya no nos sirve como prueba, quiero decir que el departamento se ha quedado sin cuatrocientos cincuenta de los grandes, pero c’est la vie .

– Ni hablar, Ralph. Por lo visto, el hermano que lo cogió decidió que era demasiado dinero para compartirlo con los demás hermanos, y ahora está en alguna parte y no consiguen encontrarlo. A lo mejor está en las Bermudas, o en Las Vegas. ¿Quién sabe?

– Pues dile a Latomba que llame a la policía.

– Vamos, Ralph, el apartamento de Latomba está justo en medio de la zona de batalla. La gente de Latomba le dispara a la policía en nombre del bebé muerto de Latomba, y los policías les devuelven los disparos. Oficialmente no podríamos montar una operación para rescatar a un rehén de la calle Seaver sin que exista un riesgo más elevado de lo aceptable tanto para policías como para civiles. Extraoficialmente les importaría una mierda lo que le pase a la señora Latomba y cualquiera que se llame Latomba.

– Entonces, ¿qué se supone que he de hacer yo?

– Se supone que vas a prestarle a Patrice Latomba tu experta ayuda para liberar a su mujer de los que la han cogido como rehén, vivita y coleando. No sé cómo de vivita. Patrice dice que han oído gritos.

– Patrice quiere que yo le ayude? ¿A quién intenta tomarle el pelo? Yo maté a su bebé.

– Precisamente. Y por eso piensa que se lo debes.

Ralph observó los bordes de Genghis Khan, que galopaba salvajemente por el decorado de la Universal, con la espalda lanzando destellos.

– Ni hablar, Newt -dijo-. Si quieres saber mi opinión, toda esta historia no es más que un puñetero truco, estúpido y burdo, para hacerme ir a la calle Seaver y permitirle a Latomba que me deje frito. Dile que me envíe una bomba por correo y me ahorrará tener que conducir hasta allí.

– Dice que si puedes salvar a su mujer hará que paren los disturbios y no presentará quejas contra ti por lo que le pasó al pequeño Toussaint.

– Y si no puedo salvar a su mujer? ¿Y si los que la retienen la hacen volar por los aires? ¿Qué va a hacer él entonces? ¿Darme la mano e invitarme a cenar cocina negra del sur?

Se hizo un silencio hueco y prolongado entre ellos. Finalmente Newt habló:

– En realidad, yo creo lo que dice, Ralph.

– Tú le crees? ¡Bueno! Pero tú no eres el que tiene que meterse en la boca del lobo, o lo que sea.

– Ralph… esos tipos han amenazado con torturar y matar a la mujer de Latomba si no les devuelven el dinero.

Ralph se dh un fuerte golpe con la palma de la mano en la frente.

– Y qué esperas que haga yo? No puedo hacer más de lo que pueda hacer él, no sin una brigada especial. Dile que eche la puerta abajo a patadas y que entre a tiro limpio. A lo mejor salva a su mujer, a lo mejor no.

– Tú puedes negociar con ellos, eso es lo que ha dicho Latomba. Puedes ofrecerles algún tipo de trato.

– Qué trato? Estoy suspendido, por si se te había olvidado. No puedo ofrecerles ni un emparedado.

– Vale, Ralph… no hace falta que te pongas así. Sólo estaba pasándote el recado.

– Sí… gracias, Newt. Perdona. Me parece que me compadezco a mí mismo, más que otra cosa.

– Mañana es mi día libre -dijo Newt-. ¿Por qué no nos vamos tú y yo al Sunset y vemos cuántas cervezas diferentes somos capaces de aguantar?

Ralph dirigió una mirada a la fotografia de Hemingway, que estaba colocada encima de la chimenea.

NUEVE

Iban conduciendo en dirección sur por la autopista Pilgrims; era una mañana brumosa iluminada por el sol, y en la radio sonaba rock’n’roll de los años setenta: Staying alive, The Air That I Breath y Reason to Be Cheerful

– Debería tomarme unas vacaciones -dijo Victor-. Hace años que no lo hago. Cada día un cadáver nuevo. ¿Sabes lo que quiero decir?

– Debe de ser muy deprimente -le comentó Michael.

– Oh, no, ni hablar, no es deprimente. Solamente resulta aburrido. ¿Sabes qué quiero decir? Cuando has visto un páncreas, los has visto todos.

Salieron de la carretera y tomaron el desvío hacia New Seabury justo antes de las once. Michael giró el volante para meter el coche en el jardín de su casa y comenzó a tocar la bocina de forma escandalosa. Patsy abrió inmediatamente la puerta de la cocina y bajó corriendo por las escaleras de madera; iba vestida con unos tejanos muy ajustados y una camisa de cuadros rosas, y llevaba el pelo sujeto hacia atrás con horquillas. Michael la estrechó con fuerza entre sus brazos y la notó tan cálida y sexy como siempre; olía a Lauren, como de costumbre.

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