– De acuerdo… ¿quiere entrar? Pero con tal de que sea usted y nadie más.
– ¡Es a mi mujer a quien tenéis ahí dentro! -gritó Patrice-. Si llegáis a tocarla…
Matthew sujetó con fuerza a Patrice por el brazo.
– Quédate tranquilo, ¿vale? Será lo mejor. Por favor.
Patrice estampó el puño contra la pared y agrietó el enlucido. Estaba a punto de llorar.
– Es a mi mujer a quien tienen ahí dentro. Primero matan a nuestro bebé… y ahora esto.
– Haré todo lo que pueda por ti, tío -lo tranquilizó Matthew. Y llamó suavemente a la puerta.
La puerta se abrió, pero sólo un par de centímetros.
– Que todos los demás se aparten de la puerta y se queden bien lejos -exigió la voz.
Bertrand había ido acercándose poco a poco a la puerta, pero Patrice le indicó con un gesto de la cabeza que debía hacer lo que le decían y mantenerse alejado.
La puerta se abrió un poco más. Matthew se volvió hacia Patrice y le dirigió una larga mirada de comprensión. Luego empujó la puerta para abrirla más y entró en el apartamento.
La puerta se cerró velozmente tras él. Matthew se encontró en el cuarto de estar, frente a un hombre de cara blanca, delgado, que llevaba gafas de sol negras.
El hombre de cara blanca lo miró de arriba abajo.
– Gruesos refuerzos, ¿eh? -dijo con una sonrisa torcida.
– No creo que sea momento para chistes, ¿no le parece? -le indicó Matthew-. ¿Qué le habéis hecho a Verna?
– No mucho, todavía. Pero se lo haremos si nos provocan.
– Quiero verla.
– ¿Quiere usted ver a Verna? ¡Desde luego! La tenernos en la cocina. Adelante, entre. Por cierto, me llamo Joseph y éste es mi amigo Bryan.
Intranquilo, Matthew siguió al hombre de cara blanca hasta la cocina. Lo que vio le hizo volver la cara inmediatamente. A Verna le habían quitado la ropa a tirones y la habían atado desnuda de pies y manos boca abajo sobre la mesa de fórmica de la cocina, con los pies levantados en el aire.
Bryan tenía la cara tan blanca como Joseph. No levantó la vista cuando Matthew entró. Estaba muy concentrado sosteniendo una vela blanca encendida sobre la espalda desnuda de Verna. De vez en cuando, cuando la cera derretida rebosaba, inclinaba cuidadosamente la vela hacia un lado y la blanca y ardiente cera derretida caía y se solidificaba en la morena y desnuda piel. La mujer ponía cara de dolor cada vez que caía una gota y emitía un suave gritito. Ya tenía veinte o treinta gotas en la espalda, por los hombros y a lo largo de la columna vertebral.
– ¿Qué son ustedes, enfermos o algo así? -preguntó Matthew en voz baja; la voz le temblaba de la impresión.
– «Aquel que me robe la bolsa no roba cualquier cosa -citó erróneamente Joseph-. Aquel que me robe la bolsa sufrirá, y sufrirá, y sufrirá un poco más, hasta que yo recupere mi dinero.»
– ¡Esta mujer no os ha hecho nada!
– No creo que eso tenga importancia -dijo Joseph-. Es una víctima, nada más, y no podemos evitarlo. ¿Verdad, Bryan?
– No -contestó Bryan mientras dejaba caer más cera en la espalda de Verna-. No podemos evitarlo.
– Os daréis cuenta de que Patrice va a mataros por esto -dijo Matthew.
Joseph rodeó la mesa y pasó la punta de los dedos por la espalda de Verna salpicada de cera.
– No lo creo, señor Monyatta. En realidad, es más bien lo contrario.
– Soltad a Verna -insistió Matthew-. Tenéis que hacerlo… ella es totalmente inocente.
– Oh, no vamos a hacerle mucho daño a menos que sea necesario -repuso Joseph-. Pero alguien cogió nuestra bolsa cuando detuvieron a Jambo, ¿sabe? Y había un montón de dinero en ella, y también cocaína y municiones. Es propiedad nuestra, y queremos que se nos devuelva.
– No creo que Patrice sepa quién la cogió -dijo Matthew-. Me imagino que alguien la cogió y se escapó con ella, simplemente.
Joseph se quitó las gafas oscuras, y Matthew se quedó helado al verle los ojos. Eran de color rojo sangre, como los ojos de un demonio, y estaban tan llenos de desprecio y odio que no pudo evitar estremecerse.
– Quiero que nos devuelvan esa bolsa, y esta señora va a quedarse aquí con nosotros, disfrutando de nuestras atenciones, hasta que tengamos la bolsa en nuestro poder. -Sonrió y enseñó una hoja de afeitar de doble filo que tenía sujeta entre el dedo índice y el dedo corazón, como quien hace un juego de manos-. ¿No cree usted que ella disfrute con esto? Permítame que se lo muestre. -Y mientras decía esto puso la mano izquierda entre las nalgas de Verna y se las separó con los dedos, dejando a la vista el oscuro y arrugado ano y la vulva cubierta de pelo rizado-. ¿Ve esto? -dijo al tiempo que mojaba la punta de los dedos en la suave carne color escarlata de la vagina-. Está mojada, está preparada para el sexo. El terror siempre produce ese efecto, excita a las mujeres. Si quiere usted excitar a una mujer, Matthew, quiero decir excitar realmente a una mujer, asústela de muerte. Ella se empapará, se lo aseguro, antes de que usted pueda decir Monyatta. -Cogió la hoja de afeitar y, muy cuidadosamente, le dibujó una cuadrícula de tres en raya en la nalga izquierda. Apenas salió sangre; sólo unas cuantas gotas finas que se cuajaron casi de inmediato-. Dígale a su amigo que queremos nuestro dinero, Matthew. Que de otro modo, Verna va a sufrir muchísimo más de lo que es necesario.
Matthew dio la vuelta alrededor de la mesa. Estaba tan impresionado que tuvo que apoyarse en uno de los armarios de la cocina. La cara de Verna estaba apoyada sobre la fórmica roja. Tenía los ojos llenos de lágrimas y los labios hinchados y con señales de golpes.
Matthew se inclinó hacia ella y le dijo con suavidad:
– Verna… ¿me oyes? Me llamo Matthew… Matthew Monyatta. A lo mejor has oído a Patrice hablar de mí. -Verna parecía no comprender. Volvió los ojos hacia él, pero no podía enfocar la mirada-. Verna… vamos a sacarte de aquí, te lo prometo.
– Saldrás de aquí, Verna, no te preocupes por eso -le dijo Bryan-. Probablemente saldrás hecha picadillo como una hamburguesa… pero saldrás.
Matthew se incorporó furioso. Pero Bryan levantó al instante la mano izquierda ante él, con el dedo índice y el dedo meñique estirados, muy tiesos, y los demás dedos doblados haciendo el cornu, el signo de la cabra. Y fue entonces cuando Matthew se acabó de convencer de que tenía razón, y que lo que los huesos habían estado advirtiéndole era totalmente cierto.
Sintió una horrible y estremecedora frialdad en el estomago. Los huesos habían estado previniéndole, noche tras noche, cada vez con más fuerza, año tras año. Los hombres blancos blancos. Los hombres que nunca cierran los ojos. En Etiopía y en Egipto, siglos atrás, los llamaban los vigilantes, los ángeles insomnes.
Matthew nunca había pasado tanto miedo en toda su vida. Con voz ronca, dijo:
– Yo os conozco.
– ¿Tú nos conoces? -le preguntó Joseph mientras volvía a ponerse las gafas de sol sonriendo.
– Sois vigilantes, ¿verdad? Seirim.
Joseph se echó a reír.
– Parece que ha estado imaginando cosas, señor Monyatta. Ha estado teniendo sueños. Nosotros somos honrados comerciantes que buscan su dinero, eso es todo.
– Dígame de cuánto dinero se trata -dijo Matthew-. Veré si puedo encontrárselo.
Aunque hacía calor y el aire estaba muy cargado en la cocina de Patrice, Matthew empezaba a tiritar de frío.
– Cuatrocientos cincuenta.
– ¿Nada más? -le preguntó Matthew con incredulidad.
– Cuatrocientos cincuenta mil.
Matthew tocó a Verna con suavidad en la cabeza; una bendición; una esperanza; un deseo santo.
– Dios te guarde -le dijo. Luego se volvió al hombre blanco blanco y le pidió-: Déme un poco de tiempo, por favor. ¿Lo hará? Puedo reunir el dinero si me da usted tiempo.
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