Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– No se trata solamente del dinero, señor Monyatta -intervino Bryan.

– ¿Qué más hay? -quiso saber Matthew.

– Los disturbios -explicó el hombre a la vez que hacía remolinos con las manos en el aire-. Los saqueos, los tiroteos, el caos.

– ¿Quieren que se acaben?

Joseph se echó a reír con una risa ronca y quebrada.

– ¿Que se acaben? ¿Está loco? ¡Queremos que continúen! ¡Queremos que empeoren! ¡Queremos ventanas rotas, coches incendiados y cerdos muertos a tiros sin necesidad de provocación!

– Eso no puedo consentirlo -dijo Matthew temblando. Tenía las mejillas cenicientas.

– ¿Por qué no? Dígame, ¿por qué no?

– Ésta es mi gente… aquí es donde viven. Están pidiéndoles que arruinen su propia comunidad. Cristo sabe… Cristo lo sabe… ya estaba bastante mal antes de que sucediese esto.

– No invoque el nombre de Cristo contra mí, señor Monyatta -dijo Joseph en voz baja con frialdad-. Puede que seamos vigilantes, puede que no. Pero si yo fuera usted, no me arriesgaría, ¿sabe? Trae -dijo; y tendió una mano hacia Bryan, quien le pasó la vela encendida. Sin dejar de mirar a Matthew retorció el extremo de la vela, se lo metió a Verna en el trasero y lo dejó allí. Matthew, horrorizado, miró fijamente la vela y luego levantó los ojos hacia Joseph-. No dispone usted de mucho tiempo, señor Monyatta -le advirtió Joseph-. Digamos que una hora, puede que hora y media. A partir de ese momento, el dolor va a empezar de verdad. Oh… y no se le ocurra intentar convencer a la policía para que le ayude. Si noto un tufillo a cerdo, un solo tufillo, la señora Latomba se encontrará meciendo a su bebé allá arriba, en el cielo. Y no bromeo.

Fuera, en las calles, Matthew oyó una descarga de disparos y el sonido de cristales al romperse. Se santiguó y dijo:

– Dios me proteja. Y Dios proteja a esta mujer inocente. Y Dios os condene a los dos al infierno.

Bryan dijo en tono amenazador:

– Me parece que ya es hora de que se vaya, señor Monyatta. Joseph y yo no somos famosos por nuestra inagotable paciencia.

Matthew le dirigió una última mirada de desesperación a Verna, que seguía con la llama de la vela metida oscilando entre las nalgas. Luego, pegado a la pared, fue acercándose a la puerta de la cocina y cruzó el cuarto de estar. Abrió de un tirón la puerta principal y salió, sudando y tiritando, al rellano antes de darse cuenta siquiera, de tan rápidamente como lo hizo.

Patrice lo agarró inmediatamente de la manga.

– ¿Qué pasa? -quiso saber-. ¿La sueltan o qué?

Matthew lo miró fijamente; tenía el labio superior perlado de sudor.

– No puedo hacer nada por ti, tío. Vosotros mismos habéis hecho que esto caiga sobre vosotros. Vosotros los habéis dejado entrar, tío. No podéis culpar a nadie más que a vosotros mismos.

Recorrió el rellano dando tumbos y empezó a bajar las escaleras pesadamente. Patrice titubeó, sorprendido, pero luego echó a correr tras él.

– ¿Y Verna? -le gritó por encima de la barandilla.

– Ojalá que Dios la conserve a salvo, es lo único que puedo decirte.

– Pero… ¿qué tengo que hacer yo?

Matthew se detuvo a mitad de las escaleras.

– Van a hacerle daño, Patrice. Van a hacerle daño de una forma que tú no puedes ni imaginar.

– ¡Eso es! ¡Eso es! -chilló Patrice. Sacó la automática del 45 y la amartilló-. ¡Voy a volarles los puñeteros sesos! ¡Bertrand! ¡Voy a volarles los puñeteros sesos!

– La matarán antes de que llegues a pasar por la puerta -le advirtió Matthew-. Créeme, Patrice, no sabes con quién estás viéndotelas.

– Pero, ¿qué demonios quieren? -le preguntó Patrice a gritos desde arriba.

– Ya te lo han dicho. Quieren su dinero.

– ¡Yo no tengo su dinero, por el amor de Dios!

– Entonces más vale que averigües quién lo tiene; o si no, será mejor que reúnas cuatrocientos cincuenta de los grandes, y ahora mismo.

– ¡Qué dices! ¿De dónde quieres que yo saque semejante montón de dinero?

– Eso es lo que quieren, Patrice.

– ¿Qué vas a hacer tú? -exigió Patrice-. ¿Vas a dejarme plantado aquí o qué? ¿Me dejas aquí para que me las arregle yo solo con esas cucarachas?

– Patrice… deseo que Verna se encuentre a salvo y en libertad tanto como tú, pero no hay nada más que yo pueda hacer, aquí no, no a menos que encuentres el dinero.

– ¿Y el jefe de policía? ¿No podrías hablar con ese hombre? Escucha, pararemos los disturbios, lo pararemos todo.

– Dicen que si traes a la policía la matarán inmediatamente.

– ¿Y qué vas a hacer tú? ¿Te vas y ya está?

– Sólo hay una cosa que yo pueda hacer, y es averiguar contra quién y contra qué tenemos que vérnoslas. Entonces volveré.

Dicho esto, continuó bajando las escaleras.

– ¡Matthew! -aulló Patrice-. ¡Matthew, no puedes abandonarme! ¡Te necesito, tío!

Matthew se agarró con fuerza al pasamanos de la barandilla y le dijo con voz de trueno:

– ¡Están aquí! ¡Los hombres blancos blancos están aquí por tu culpa! ¡Les proporcionaste todo lo que querían! ¿Y ahora me pides que te salve?

Tras decir esto, Matthew bajó apresuradamente las escaleras y salió por la puerta hacia la calle antes de que Patrice pudiera contestarle.

Patrice se volvió hacia Bertrand y le preguntó: -Los hombres blancos blancos? ¿Qué demonios son los hombres blancos blancos?

Bertrand se encogió de hombros.

– Nunca había oído hablar de ningún hombre blanco blanco. Patrice volvió a la puerta de su apartamento y la golpeó furiosamente con los puños.

– iHijos de puta! ¡Como le pongáis un dedo encima a mi mujer, voy a poneros marcando, hijos de puta!

No hubo respuesta. Patrice se volvió a Bertrand y le dijo;

– Quién se llevó ese dinero, tío? ¿Dónde demonios está dinero?

Bertrand se rascó la cabeza y se encogió de hombros.

– Creo que será mejor que empecemos a preguntar por ahí.

Patrice dio un puñetazo contra el pasamanos de la barandilla.

– Quienquiera que sea el que se llevó el dinero, lo mataré ¡Lo mataré!

Y entonces Verna empezó a gritar.

– Patrice! ¡Patrice! ¡Patrice!

Justo antes del amanecer, Michael vio al gato que salía arrastrándose de las entrañas de Sissy O’Brien, con los ojos amarillos, escuálido, cubierto de mucosidad humana y gruñendo, y se despertó gritando.

Victor, que estaba adormilado en el sofá del cuarto de esta corrió hasta el dormitorio y se encontró a Michael empotrado entre la cama y la pared, sin dejar de dar salvajes puñetazos papel de la pared.

– Michael! -lo llamó a gritos-. ¡Michael! ¡Por el amor d Dios, Michael! -Lo cogió por los hombros e intentó levantarlo pero no lo consiguió; Michael se debatía con demasiada fiereza-. ¡Michael! -repitió--. ¡Michael, escúchame!

Por fin, Michael dejó de aporrear la pared y se dio la vuelta se quedó mirándolo fijamente. Tenía las pupilas como puntas de alfileres y la cara espantosamente blanca.

– Michael, soy Victor. ¿Te encuentras bien? Lenta y dolorosamente, Michael se incorporó.

– Estoy bien -dijo al cabo de un rato-. Acabo de tener una experiencia, eso es todo.

– ¿Una experiencia? ¿Qué clase de experiencia?

Michael trató de sonreírle irónicamente.

– Si la tuvieras tú, la llamarías una pesadilla. -Se palmeó frente-. A causa de mi condición sicológica concreta… yo lo experimento virtualmente. Se llama reconstrucción postraumática de los hechos, o algo así.

– Quieres café? Michael asintió.

– Lo siento. Me parece que no debía de haber ido ayer al depósito. Me ha disparado algo por dentro.

– No hay problema, olvídalo. ¿Por qué no intentas hablar con tu siquiatra?

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