»Un pecado es un pecado, nos guste o no. Y ahí se queda, y uno ha de vivir con ello. Y aunque uno se las arregle para, de algún modo, absolverse a sí mismo, esa absolución solamente puede ser temporal… ¿me comprendes…? Porque por mucho que intentes esconder los pecados, u olvidarlos, o fingir que nunca los has cometido, ellos siempre te descubrirán. -Se señaló hacia los ojos-. Y sabes por qué? Porque nosotros los tenemos y aunque vosotros los olvidéis, nosotros recordamos los pecados. Nosotros nunca dormimos, nosotros nunca olvidamos. Para nosotros no vale aquello de decir «bueno, sólo fue un sueño». Para nosotros no hay más que dolor y castigo hasta que os devolvamos vuestra maldad, hasta que os devolvamos a todos aquel caos y crueldad en los que vivíais antes de que Aarón expiase vuestros pecados. No habéis pagado, Michael. ¡No pagado! ¡Pero pronto llegará el día en que lo haréis!
Michael retrocedió, pero el «señor Hilary» fue tras él, cor aquellos ojos rojos resplandecientes.
«Esto es un trance -se recordó Michael a sí mismo.-. Este sentado en el despacho del doctor Rice, en Hyannis. Y todo es no es más que un trance.»
El «señor Hillary» se acercó cada vez más, hasta que Michael pudo sentir el frío de su aliento. Detrás de él, todos los jóvenes de cara blanca empezaron a removerse y a agitarse, como murciélagos albinos desprendiéndose de las paredes de una cueva ha permanecido largo tiempo sin ser descubierta.
– No habéis pagado, Michael. Ninguno de vosotros lo ha hecho. ¡Pero pronto llegará el día en que todos pagaréis!
Levantó una mano y le acarició la mejilla izquierda a Michael con infinita suavidad. Luego se inclinó hacia adelante, con lo labios ligeramente abiertos, y de pronto se hizo evidente que iba besarlo en la boca.
Michael lo empujó, lo golpeó con los puños y gritó en voz muy alta:
– Apártese de mí! ¡Apártese de mí! ¡Maldito pervertido apártese de mí!
Golpeó con los nudillos de la mano derecha contra el costado de metal del escritorio del doctor Rice y abrió los ojos, e inmediatamente se dio cuenta de que estaba en lo cierto. Había sido, un trance, un sueño. No había visitado la bahía Nahant, ni había subido por las dunas, ni había entrado al interior del faro, ni había visto aquel grupo de muchachos cuyos rostros eran mortalmente blancos.
Había estado todo el tiempo allí, en aquel sillón de lona y metal cromado, en aquella oficina sumida en tinieblas marrones. Allí estaba el título expedido en Viena del doctor Rice, en su marco, y allí estaba el cuadro de Charles Sheeler que representaba un trasatlántico: desierto, silencioso, meticuloso.
Un escenario desierto esperando a que algo ocurriese.
El doctor Rice estaba de pie de espaldas a la ventana. Parecía desanimado.
– ESe encuentra bien? -le preguntó a Michael.
– No lo sé -le dijo éste-. He tenido la misma experiencia que la última vez…, la del hombre de la playa. Sólo que esta vez ha ido mucho más lejos.
Le describió el trance en frases breves y entrecortadas, intentando no omitir nada.
Cuando hubo terminado, el doctor Rice dijo:
– Algo está turbándole gravemente.
– Ni siquiera consigo empezar a comprenderlo -le dijo Michael-. Ni siquiera había oído hablar del «señor Hillary» antes.
– Está creando todo esto en su imaginación subconsciente-le explicó el doctor Rice-. Es como una metáfora de lo que está haciendo en la vida real. La mente humana no acepta fácilmente la idea de los accidentes sin sentido, como el desastre de O’Brien… especialmente la suya, que ha sido entrenada para buscar respuestas y explicaciones. Este «señor Hillary» es exactamente igual que uno de esos amigos imaginarios que los niños tienen cuando son pequeños… sólo que en su caso, es su enemigo imaginario. Es alguien a quien puede culpar de la muerte de John O’Brien.
– Como un chivo expiatorio -dijo Michael.
El doctor Rice levantó la vista con inesperada brusquedad y se quedó mirando a Michael como si éste le hubiera tocado un nervio. Luego frunció los labios y asintió.
– Sí, eso es. Como un chivo expiatorio.
Removió y colocó algunos papeles. Michael le observó y luego le preguntó:
– Qué le parece?
– No sé, la decisión es suya. Pero en mi opinión, la única manera que tiene usted de mejorar es descansando y manteniéndose alejado de cualquier cosa que tenga que ver con la muerte violenta y accidental. Creo que, sencillamente, usted no tiene la fortaleza mental que se necesita para ello, Michael. No tiene que avergonzarse: muy poca gente la tiene.
Michael se puso en pie. Por alguna razón, presentía que no podía confiar por completo en que el doctor Rice le dijese la verdad acerca del «señor Hilary», aunque no sabía por qué. Siempre había confiado en él hasta aquel momento. Pero esta vez, el doctor Rice parecía tener demasiado empeño en convencerle de que abandonase su trabajo en Plymouth Insurance. En realidad, el doctor Rice nunca había intentado convencerle antes de que no hiciera algo… ni siquiera de cosas que, a todas luces, eran tonterías, como navegar alrededor del mundo, o ir a recorrer el Polo Norte en un trineo tirado por perros.
– Vuelvo a Boston mañana por la mañana -le dijo Michael-. A lo mejor vengo a hablar con usted otra vez antes de irme.
El doctor Rice asintió.
– Muy bien… pongamos a las diez menos cuarto. Más tarde no puede ser, porque todos los jueves por la mañana tengo a una de mis pacientes que quieren adelgazar, y no le gusta que hagan esperar a su celulitis.
Michael abandonó el despacho del doctor Rice y salió al viento y a la luz del día. Vio a Patsy y a Victor en la acera de enfrente mirando el escaparate de la librería Rayen. Los llamó, pero un enorme camión pasaba por allí y el ruido le ahogó la voz. Cuando estaba a punto de bajar del bordillo vio a un hombre de cara blanca y gafas oscuras de pie a la puerta de una ferretería, tan sólo a una manzana y media de distancia. Daba la impresión de que estuviera vigilando a Patsy y a Victor… aunque en cuanto Michael cruzó la calle para reunirse con ellos, abandonó la puerta y echó a andar rápidamente en dirección norte.
Michael cogió a Patsy del brazo.
– Ves a ese tipo de allí? ¿Ese que justo ahora desaparece calle arriba?
– Qué le pasa?
– Crees que puede ser uno de los hombres que estaban vigilando nuestra casa?
Patsy se colocó la mano a modo de visera para protegerse los ojos del sol.
– No estoy segura… es que no puedo verle bien la cara. Llevaba esa misma clase de ropa… pero no, no podría decírtelo con certeza.
– Queréis que vaya tras él? -les preguntó Victor-. Yo jugaba en el equipo de fútbol de mi instituto.
Michael hizo un gesto negativo con la cabeza. El hombre había doblado la esquina y se había evaporado, y Michael tuvo la extraña sensación de que aunque corrieran tras él, no serían capaces de encontrarlo.
Volvieron al lugar donde habían aparcado el coche. Victor le preguntó a Michael:
– Cómo ha ido la hipnosis?
– Todavía no lo sé. Estoy un poco confuso. No siempre hace que uno se sienta mejor.
– Pero si no hace que uno se sienta mejor, ¿entonces para qué sirve?
– Se supone que ayuda a explorar el subconsciente.
– No estoy seguro de que a mí me gustara hacer eso -dijo Victor-. Tengo el subconsciente lleno de demonios.
– Como todos. Pero hoy ha resultado bastante raro, en cierto modo. Voy a volver mañana temprano sólo para ver si consigo encontrarle sentido.
– A mí nunca me han hipnotizado -observó Victor-. No creo que pudieran.
– Oh, te quedarías asombrado -le dijo Michael-. Yo a veces entro en el despacho del doctor Rice decidido a que no me hipnotice, pero aun así lo hace.
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