Moshevsky intervino entonces, levantó la cabeza de Fasil y le tiró hacia adelante la mandíbula y la lengua para asegurarse de que estaba libre su faringe. La serpiente había sido agarrada.
Corley oyó los gritos al acercarse corriendo al Superdome con un rifle de gases lacrimógenos. Procedían de detrás de la pila de cemento, donde dos agentes del FBI enfrentaban titubeantes la amenazadora figura de Moshevsky.
Corley encontró a Kabakov sentado sobre Fasil, con su cara a diez centímetros de la del árabe.
– ¿Dónde está, Fasil? ¿Dónde está Fasil? -Le preguntaba al tiempo que presionaba las fracturas de su clavícula. Corley pudo percibir el crujido de los huesos-. ¿Dónde está el plástico?
Corley empuñaba su revólver. Acercó el cañón al puente de la nariz de Kabakov.
– Suficiente, Kabakov. Maldito seas, suficiente.
Kabakov habló pero no se dirigió a Corley.
– No le dispares, Moshevsky -y levantó la vista hacia Corley agregó-. Esta es la única oportunidad que tendremos de averiguarlo. No es necesario que inicie un proceso contra Fasil.
– Lo interrogaremos. Quítele las manos de encima.
Tres segundos después respondió:
– Muy bien. Mejor será que lea lo que dice en la tarjeta que guarda en su billetera.
Kabakov se levantó. Se apoyó, tambaleándose y salpicado por la espuma del extintor, contra el parapeto de bolsas y vomitó. Corley se sintió mal también al mirarlo, pero ya no estaba enojado. No le gustaba la forma en que lo miraba Moshevsky, pero tenía que cumplir con su deber. Cogió la radio de uno de los agentes del FBI.
– Aquí J-7. Pidan una ambulancia y dígale que espere en la entrada Este del Superdome. -Miró entonces a Fasil que se quejaba tirado en el suelo. Tenía los ojos abiertos.
– Queda detenido. Tiene derecho a permanecer en silencio -comenzó a decir lentamente.
Fasil fue detenido bajo la acusación de entrada ilegal al país y conspiración para violar las reglamentaciones aduaneras. Awad fue detenido por entrada ilegal. La embajada de la Unión de Repúblicas Árabes hizo los arreglos necesarios para que los representara una firma de abogados de Nueva Orleans. Ninguno de los árabes dijo nada. Corley interrogó durante horas a Fasil el domingo por la noche en la enfermería de la prisión y lo único que obtuvo fue una mirada burlona. El abogado de Fasil renunció al caso al enterarse de la naturaleza de las preguntas que le hicieron. Fue reemplazado por otro proporcionado por la Ayuda Legal. Fasil no hizo caso a ninguno de los dos. Parecía no preocuparle en absoluto la espera.
Corley vació el contenido de un sobre de cartulina sobre un escritorio de la oficina del FBI.
– Esto es todo lo que Fasil tenía.
Kabakov inspeccionó el montón. Había una billetera, un sobre con dos mil quinientos dólares en efectivo, un boleto de avión abierto para la ciudad de Méjico, las credenciales y el pasaporte falsos, cambio variado, las llaves del cuarto de la YMCA en la Bienville House y otras dos llaves.
– En su cuarto no hay nada -dijo Corley-. Un poco de ropa. El equipaje de Awad es igualmente limpio. Estamos tratando de saber el origen del revólver de Fasil, pero creo que lo trajo cuando vino aquí. Uno de los agujeros del Leticia había sido hecho por una Magnum.
– ¿Ha dicho algo?
– No -Corley y Kabakov, por un tácito acuerdo, no mencionaron más su violento encuentro en el Superdome, pero ambos lo recordaron en ese momento.
– ¿Ha amenazado a Fasil con una inmediata extradición a Israel para ser sometido ajuicio por el atentado de Munich?
– Lo he amenazado con cualquier cosa.
– ¿No probó con pentotal sódico o alucinógenos?
– No puedo hacerlo, David. Mire, estoy casi seguro de lo que probablemente tiene en su cartera la doctora Bauman. Por eso es que no le he permitido ver a Fasil.
– Está equivocado. Ella no haría semejante cosa. No es capaz de drogarlo.
– Pero estoy seguro de que usted le pidió que lo hiciera.
Kabakov no respondió.
– Estas llaves son de un candado Master -dijo Corley-. El equipaje de Fasil no tiene ningún candado, como así tampoco el de Awad. Fasil tiene algo encerrado con un candado. Si la bomba es grande y debe serlo aunque conste de una o dos cargas, entonces probablemente debe estar guardada en un camión o cerca de un camión. Eso equivale a un garaje, un garaje cerrado con un candado.
– Hemos mandado hacer quinientas llaves iguales. Se les entregarán a agentes de patrulleros con instrucciones de probarlas en todos los candados que encuentren en su zona. Si uno llegara a abrirse, el agente debe avisarnos y esperar.
– Sé lo que le preocupa. Cada candado nuevo trae dos juegos de llaves, ¿verdad?
– Así es -respondió Kabakov-. Alguien debe tener el otro juego.
– ¿Estas aquí, Dahlia? -El cuarto estaba muy oscuro.
– Sí, Michael. Aquí estoy.
Sintió su mano sobre el brazo.
– ¿Me quedé dormido?
– Has dormido dos horas. Es la una de la mañana.
– Enciende la luz. Quiero ver tu cara.
– Muy bien. Aquí está. La misma de siempre.
Le cogió la cara con ambas manos y acarició suavemente con los pulgares los suaves hoyuelos debajo de sus pómulos. Habían pasado tres días desde que comenzó a ceder la fiebre. Le aplicaban doscientos cincuenta miligramos de Eritromicina cuatro veces al día. Daba resultado, pero muy lentamente.
– Veamos si puedo caminar.
– Mejor será esperar…
– Quiero saber ahora si puedo caminar. Ayúdame a levantarme -se sentó en el borde de la cama del hospital-. Listo, ahí vamos -pasó su brazo por encima de los hombros de la muchacha y ella lo sujetó por la cintura. Se levantó y dio un paso algo vacilante-. Qué mareo -dijo-. Sigamos.
Lo sintió temblar.
– Volvamos a la cama, Michael.
– No. Quiero llegar hasta la silla. -Se sentó en la silla y luchó contra el mareo y las náuseas. La miró y sonrió débilmente-. Son ocho pasos. Desde el camión a la cabina no son más de veinticinco. Hoy es 5 de enero, no, 6 de enero, pasada ya la medianoche. Nos quedan cinco días y medio. Lo lograremos.
– Jamás lo dudé, Michael.
– Por supuesto que dudaste. Y dudas ahora mismo. Serías una tonta en no dudar. Ayúdame a volver a la cama.
Durmió hasta entrada ya la mañana y tomó gustoso el desayuno. Era hora ya de decírselo.
– Michael, mucho me temo que algo le haya ocurrido a Fasil.
– ¿Cuándo hablaste con él por última vez?
– El martes dos. Llamó para avisar que el camión estaba guardado en el garaje. Debía haber vuelto a llamar anoche. No lo hizo. -No le había contado a Lander lo del piloto libio. Nunca lo haría.
– ¿Crees que lo han pescado, verdad?
– No es tipo de olvidarse de llamar. Si no lo ha hecho mañana por la noche, quiere decir que lo han detenido.
– ¿Si lo hubieran atrapado lejos del garaje, que podría llevar para que lo descubrieran?
– Solamente su juego de llaves. Quemé el recibo de alquiler en cuanto lo recibí. El ni siquiera lo tuvo. No tenía nada para que pudieran identificarnos. En caso contrario, ya estaría aquí la policía.
– ¿Y el número de teléfono del hospital?
– Lo sabía de memoria. Y utilizó teléfonos públicos para llamar aquí.
– Seguiremos adelante, entonces. O bien el plástico está todavía allí o no. Será más complicado cargar la barquilla siendo solamente nosotros dos, pero podremos hacerlo si obramos rápidamente. ¿Hiciste las reservas?
– Sí, en el Fairmont. No pregunté si la tripulación del dirigible estaba allí porque me dio miedo.
– Está bien. La tripulación siempre se aloja allí cuando vamos a Nueva Orleans. Lo mismo harán en esta oportunidad. Caminemos un poco más.
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