Thomas Harris
Domingo Negro
Título original inglés: Black Sunday
Versión de Mercedes Mostaza sobre la traducción directa del inglés de Elisa López de Bullrich
© 1975 by Thomas Harris
Oscurecía mientras el taxi recorría desde el aeropuerto las seis millas del camino costero hasta Beirut. Desde el asiento de atrás, Dahlia Iyad observaba cómo el blanco de las olas del Mediterráneo se transformaba en gris con las últimas luces del atardecer. Pensaba en el norteamericano. Tendría que contestar muchas preguntas respecto de él.
El taxi dobló en la calle Verdun y se internó en el barrio de Sabra, en pleno centro de la ciudad, repleto de refugiados palestinos. El chofer no precisaba que le dieran instrucciones. Observó detenidamente por el espejo retrovisor, apagó luego los faros y se detuvo frente a una pequeña entrada en la calle Jeb-el-Nakhel. El patio estaba oscuro como boca de lobo. Dahlia podía oír el lejano ruido del tráfico y el golpeteo del motor al enfriarse. Transcurrió un minuto.
El taxi se sacudió cuando se abrieron súbitamente las cuatro puertas y el poderoso haz de luz de una linterna encegueció al conductor. Dahlia percibió el olor a aceite de la pistola distante solamente un centímetro de su ojo.
El hombre de la linterna se aproximó a la puerta trasera del taxi y la pistola se alejó.
– Djinniy -dijo la joven en voz baja.
– Bájese y sígame. -El hombre pronunció esas palabras en árabe con el típico acento del Jabal.
Un severo tribunal esperaba a Dahlia Iyad en ese tranquilo cuarto de Beirut. Hafez Najeer, jefe del Jihaz al-Rasd (RASD) el más importante grupo de inteligencia de Al Fatah, estaba sentado frente a un escritorio apoyando su cabeza contra la pared. Era un hombre alto con una cabeza pequeña. Sus subordinados lo llamaban secretamente «el mamboreta». La gente se sentía mal y atemorizada cuando les dispensaba su plena atención.
Najeer era el jefe de Septiembre Negro. No creía en el concepto de «la situación del Medio Oriente». La restitución de Palestina a los árabes no lo habría llenado de entusiasmo. Creía en el holocausto, en el fuego que purifica. Y Dahlia Iyad pensaba igual que él.
Como así también los otros dos hombres presentes en el cuarto: Abu Ali, a cuyo cargo estaban los grupos pertenecientes a la organización Septiembre Negro, ejecutores de los asesinatos en Italia y Francia, y Muhammad Fasil, experto en artillería y artífice del ataque a la villa olímpica de Munich. Ambos eran miembros de RASD, los cerebros de Septiembre Negro. Su situación no era reconocida por el grueso del movimiento guerrillero palestino, porque Septiembre Negro vivía dentro de Al Fatah como el deseo vive en el cuerpo.
Esos tres hombres fueron los que decidieron que Septiembre Negro debía dar su próximo golpe en los Estados Unidos de Norteamérica. Más de cincuenta planes habían sido concebidos y luego desechados. Mientras tanto, los Estados Unidos seguían desembarcando armamentos en los muelles israelitas de Haifa.
Súbitamente se presentó una solución y si Najeer daba ahora su aprobación final, la misión estaría en manos de una joven muchacha.
Arrojó el djellaba sobre una silla y enfrentó al grupo.
– Buenas noches, camaradas.
– Bienvenida, camarada Dahlia -respondió Najeer. Permaneció sentado cuando la joven entró al cuarto igual que los otros dos hombres. Su aspecto había cambiado durante el año que pasó en Norteamérica. Estaba muy elegante con su traje de pantalón y su apariencia resultaba algo desconcertante.
– El norteamericano está listo -anunció-. Estoy segura de que va a llevarlo a cabo. Vive exclusivamente para eso.
– ¿Es realmente digno de confianza? -Najeer parecía querer penetrar en el cerebro de la joven.
– Lo suficiente. Yo le brindo apoyo. Depende de mí.
– Era lo que había supuesto por sus informes, pero el código es a veces confuso. ¿Alguna pregunta, Ali?
Abu Ali miró cuidadosamente a Dahlia. Ella lo recordaba por haber asistido a sus conferencias sobre psicología en la universidad norteamericana de Beirut.
– ¿El norteamericano parece siempre normal? -preguntó.
– Sí.
– ¿Pero usted cree que es insano?
– La cordura y la racionalidad aparente no son lo mismo, camarada.
– ¿Aumenta su dependencia de usted? ¿Tiene períodos de hostilidad hacia usted?
– A veces se muestra hostil, pero últimamente eso sucede cada vez menos.
– ¿Es impotente?
– Dice que lo era desde que lo soltaron en Vietnam del Norte hasta hace dos meses. -Dahlia observaba a Ali. Sus gestos breves y precisos y sus ojos húmedos le hacían pensar en un gato montés.
– ¿Se siente responsable de haber vencido su impotencia?
– No se trata de responsabilidad, camarada. Es un asunto de control. Mi cuerpo me resulta útil para mantener ese control. Si un revólver fuera más útil, no titubearía en usarlo.
Najeer movió la cabeza en señal de asentimiento. Sabía que estaba diciendo la verdad. Dahlia lo había ayudado a entrenar a los tres terroristas japoneses que realizaron ese asesinato a mansalva en el aeropuerto de Lod, en Tel Aviv. Originalmente habían sido cuatro, pero uno se acobardó durante el entrenamiento y Dahlia le voló los sesos con una pistola Schmeisser en presencia de los otros tres.
– ¿Cómo puede estar segura de que no tendrá un súbito remordimiento de conciencia y la entregará a las autoridades norteamericanas? -insistió Ali.
– ¿Qué ganaría si lo hiciera? -dijo Dahlia-. Soy una pequeña presa. Conseguirían los explosivos, pero los norteamericanos tienen ya suficiente cantidad de plástico, como todo lo hace suponer. -Esta respuesta estaba dedicada a Najeer y advirtió como la miraba agudamente.
Los terroristas israelíes empleaban casi siempre el plástico explosivo C-4 de procedencia norteamericana. Najeer recordó el día en que cargó el cuerpo de su hermano para sacarlo de un destrozado apartamento en Bhandoum y regresó para buscar las piernas.
– El norteamericano se volvió hacia nosotros porque necesitaba el explosivo. Usted lo sabe muy bien, camarada -respondió Dahlia-. Y va a seguir necesitándome para otras cosas. No herimos sus sentimientos políticos porque no tiene ninguno. Ni tampoco la palabra «conciencia» es aplicable a él en el sentido usual. No me va a delatar.
– Démosle otro vistazo -dijo Najeer-. Camarada Dahlia, usted ha estudiado a este hombre en un determinado ambiente. Permítame mostrárselo en circunstancias totalmente distintas. ¿Ali?
Abu Ali instaló un proyector de dieciséis milímetros sobre el escritorio y apagó las luces.
– Recibimos esto hace muy poco, desde Vietnam del Norte, camarada Dahlia. Fue exhibido en una oportunidad por la televisión norteamericana, pero antes de que usted estuviera asignada a la Casa de Guerra. Dudo que lo haya visto.
El número de la película apareció en la pared y un sonido confuso salió del altavoz. A medida que la película tomaba velocidad, el sonido se fue transformando en el himno de la República Democrática de Vietnam y el rectángulo iluminado en la pared se convirtió en una habitación con paredes blancas. Dos docenas de prisioneros de guerra norteamericanos estaban sentados en el suelo. La cámara enfocó luego el atril con un micrófono. Un hombre alto y delgado se acercó caminando lentamente al atril. Estaba vestido con el holgado uniforme de los prisioneros de guerra, medias y sandalias con tiras de cuero. Una de sus manos permanecía dentro de los pliegues de su chaqueta y la otra se apoyaba sobre su muslo al inclinarse para saludar a los oficiales situados en el frente del cuarto. Se acercó al micrófono y habló lentamente.
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