Thomas Harris - Domingo Negro

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Con una impresionante hoja de servicios, el veterano de la guerra de Vietnam Michael J. Lander proyecta un diabólico atentado, que tendrá en jaque a los servicios de seguridad. Cuando concibió la operación, no pensó que necesitaría ayuda, pero, a medida que urdía su plan, decidió darle una nueva dimensión con el apoyo de Septiembre Negro y una coartada política. Poco después, el proyecto cobra forma y le depara un insospechado encuentro con Dahlia Iyad, una hermosa mujer que lucha por la causa de la liberación de Palestina.

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– Los vuelos comerciales funcionarán normalmente. La policía de Nueva Orleans vigilará ambos aeropuertos por si alguien tratara de secuestrar un avión.

– Muy bien -manifestó Renfro-. La fuerza aérea informa que ningún avión no identificado podrá entrar en la zona de Nueva Orleans. Estarán preparados para interceptarlo como lo estuvieron el 31 de diciembre. Naturalmente, tendrán que solucionar el problema bastante lejos de la ciudad. El perímetro establecido por ellos tiene un radio de doscientos kilómetros. Vigilaremos al público con un helicóptero.

– Respecto de la infiltración en el estadio. Por radio y televisión se les pide a los espectadores que se presenten una hora y media antes de la iniciación del partido -dijo Renfro-. Algunos lo harán y otros no. Antes de entrar al estadio tendrán que pasar por los detectores de metales que nos prestaron las líneas aéreas. Eso corresponde a usted, Fullilove. ¿Están preparados sus hombres para trabajar con esos equipos?

– Sí, señor.

– Los que lleguen tarde se enfurecerán si se pierden el puntapié inicial por tener que hacer cola para pasar por el detector de metales, pero no hay más remedio. ¿Tiene usted alguna sugerencia en especial, mayor Kabakov?

– Efectivamente -respondió Kabakov acercándose al frente del cuarto-. Respecto de detectores de metales y registros personales: Ningún terrorista va a esperar hasta estar frente al detector y que comience a sonar la alarma, para sacar su arma. Observen la fila que se aproxima al detector. Un hombre armado mirará a su alrededor en busca de otra forma de entrar. Va a mirar uno por uno a todos los policías. Tal vez su cabeza no se mueva, pero sus ojos sí lo harán. Si deciden que hay un sospechoso en la fila, agárrenlo de repente de ambos lados. No den previo aviso. Cuando se dé cuenta de que su disfraz ha caído, comenzará a matar a todos los que pueda antes de entregarse -Kabakov pensó que quizás a los oficiales no les gustaría que él les dijera lo que debían hacer. Pero no le importa.

– De ser posible, debería haber un pozo para granadas en cada entrada. Un círculo rodeado por bolsas de arena será suficiente; un pozo con bolsas de arena a su alrededor sería mejor. Es muy difícil coger una granada que rueda por el suelo entre la multitud. Y peor aún es cogerla y no tener dónde arrojarla. Las granadas de fragmentación que son las que generalmente utilizan, tienen una mecha de cinco segundos de duración. Está sujeta a su ropa por la argollita. No le arranquen la granada. Mátenlo o controlen antes sus manos. Luego quítensela con sumo cuidado.

»Si está herido o caído y no pueden acercársele inmediatamente para sujetarle las manos, dispárenle otra vez. En la cabeza. Posiblemente lleve un maletín con explosivos, y lo hará detonar si le dan tiempo. -Kabakov advirtió una mueca de disgusto en algunos rostros. Pero no le importaba.

«Disparos en una entrada no deben distraer a los hombres apostados en otra. Ese es el momento de cuidar el área que está bajo vuestra responsabilidad. Cuando empiece en un lugar, con toda seguridad va a empezar también en otra parte.

»Y otra cosa más. Como ustedes bien lo saben, uno de ellos es una mujer -Kabakov miró hacia el suelo durante un instante y carraspeó. Cuando habló nuevamente su voz era más fuerte-. Una vez en Beirut la miré como mujer más que como guerrillera. Esa es una de las razones por las que estamos hoy aquí reunidos. No cometan el mismo error».

Un gran silencio reinaba en el cuarto cuando se sentó Kabakov.

– A cada lado del estadio habrá un equipo de refuerzo -anunció Renfro-. Responderán a cualquier alarma. No dejen su posición. Busquen esta tarde sus credenciales en el escritorio cuando termine la reunión. ¿Alguna otra pregunta? -Renfro paseó su mirada por los presentes. Sus ojos brillaban como dos carbones encendidos-. Prosigan, caballeros.

El estadio de Tulane estaba iluminado y en calma bien entrada la tarde de la víspera del Super Bowl. La gran amplitud del recinto parecía absorber los ruidos pequeños de la búsqueda. La niebla que avanzaba desde el río Missisipi, apenas a dos kilómetros de distancia, se arremolinaba bajo la luz de los reflectores.

Kabakov y Moshevsky estaban en lo alto de las tribunas, y sus cigarros encendidos resplandecían como dos minúsculas luces en el palco reservado a la prensa. Habían permanecido en silencio durante media hora.

– De todos modos podrían entrar con parte del explosivo -dijo finalmente Moshevsky-. Oculto en su ropa. Si no utilizaran pilas o armas blancas los detectores de metales no registrarían nada.

– No.

– Aunque solamente fueran dos, sería suficiente para causar mucho daño.

Kabakov no respondió.

– No hay nada que podamos hacer para evitarlo -dijo Moshevsky. La ceniza del cigarro de Kabakov se encendió varias veces al dar éste unas cuantas caladas nerviosas. Moshevsky decidió callarse.

– Quiero que mañana te reúnas con el equipo de refuerzo del lado Oeste -agregó Kabakov-. Ya le avisé a Renfro. Estarán esperándote.

– Sí, señor.

– Si se presentan en un camión, súbete rápidamente a la parte de atrás y arranca los detonadores. Cada equipo tiene un hombre asignado a ese trabajo, pero ocúpate tú también de que se haga.

– Si la parte de atrás es de lona, quizás sería mejor hacer un tajo en un costado para entrar. Tal vez tienen conectada una granada a la puerta de atrás.

Kabakov asintió.

– Díselo también al jefe del equipo en cuanto te reúnas con ellos. Rachel está soltándole el dobladillo a un chaleco antibalas para ti. A mí tampoco me gustan, pero quiero que lo uses. Si llegara a haber un tiroteo mejor será que te parezcas a los demás.

– Sí, señor.

– Corley te buscará a las ocho y cuarenta y cinco. Me enteraré si te quedas en el Hotsy-Totsy Club hasta después de la una.

– Sí, señor.

Las luces de neón de Bourbon Street parecían manchones relucientes en la brumosa noche de Nueva Orleans. El dirigible de Aldrich volaba sobre el puente del río Missisipi, por encima de la niebla, al mando de Farley. A ambos lados de la aeronave podían leerse en enormes letras iluminadas las recomendaciones de un cartel de propaganda.

Dahlia Iyad sacudía un termómetro y lo ponía en la boca de Lander en un cuarto del hotel Fairmont, dos pisos más arriba del de Farley. Lander estaba agotado por el viaje desde Nueva Jersey. Para evitar llegar al aeropuerto internacional de Nueva Orleans, donde Dahlia podía ser reconocida, volaron hasta Baton Rouge y allí alquilaron un coche. Lander viajó acostado en el asiento de atrás. En ese momento estaba pálido, pero no tenía los ojos límpidos. Verificó la temperatura que indicaba el termómetro. Normal.

– Mejor será que vayas a ver qué pasó con el camión -le dijo.

– Está en el garaje o no está en el garaje, Michael. Si quieres que vaya iré por supuesto, pero cuanto menos me vean en la calle…

– Tienes razón. Está o no está. ¿Mi uniforme quedó bien?

– Está colgado. Parece en buen estado.

Pidió que le subieran un vaso de leche caliente y se la hizo beber junto con un suave sedante. A la media hora se quedó dormido. Dahlia Iyad no durmió. Tenía que acompañar mañana a Lander, a pesar de lo débil que estaba, para ayudarlo a realizar el atentado con la bomba, aun cuando tuvieran que dejar parte de la barquilla. Podría ayudarlo con el timón de profundidad y encargarse de hacerla detonar. Era necesario.

Lloró silenciosamente durante media hora sabiendo que moriría al día siguiente, pero lloró por ella. Y luego evocó súbitamente los dolorosos recuerdos del campo de refugiados. Repasó las últimas agonías de su madre, esa delgada mujer que a los treinta y cinco años parecía una vieja, retorciéndose dentro de la deshilachada carpa. Dahlia tenía diez años y lo único que podía hacer era espantarle las moscas de la cara. Había tantos que sufrían Su vida no era nada, absolutamente nada. Se tranquilizó al cabo de un momento pero no durmió.

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