Thomas Harris - Domingo Negro

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Con una impresionante hoja de servicios, el veterano de la guerra de Vietnam Michael J. Lander proyecta un diabólico atentado, que tendrá en jaque a los servicios de seguridad. Cuando concibió la operación, no pensó que necesitaría ayuda, pero, a medida que urdía su plan, decidió darle una nueva dimensión con el apoyo de Septiembre Negro y una coartada política. Poco después, el proyecto cobra forma y le depara un insospechado encuentro con Dahlia Iyad, una hermosa mujer que lucha por la causa de la liberación de Palestina.

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Rachel Bauman estaba sentada frente a la mesa de toilette de su suite en el Royal Orleans, cepillándose el pelo. Kabakov, recostado sobre la cama, fumaba y la observaba. Le gustaba admirar la forma en que brillaba el pelo cuando se lo cepillaba. Le gustaban los pequeños hoyuelos que se formaban a lo largo de su columna al arquear la espalda y echar el pelo por encima de sus hombros.

– ¿Cuántos días más piensas quedarte, David? -le preguntó mirándolo por el espejo.

– Hasta que encontremos el plástico.

– ¿Y qué pasará con los otros dos, la mujer y el norteamericano?

– No lo sé. Supongo que tarde o temprano arrestarán a la mujer. No puede hacer gran cosa sin el plástico. Cuando lo encontremos tendré que llevar de regreso a Fasil para que sea juzgado por lo de Munich.

Había dejado de mirarlo.

– ¿Rachel?

– Sí.

– Israel necesita psiquiatras, ¿sabes? Te sorprenderías al enterarte del gran número de judíos locos. Cristianos también, durante el verano. Conozco un árabe que vive en Jerusalén y que les vende fragmentos de la Verdadera Cruz, que fabrica rompiendo…

– Hablaremos de eso cuando estés menos distraído y puedas ser más explícito.

– Hablaremos sobre ello mañana por la noche en Antoine's. Ahora basta de tanta conversación y cepillado, ¿o es que tengo que ser más explícito?

Se apagaron las luces de los cuartos del Royal Orleans y del Fairmont. La ciudad vieja se extendía alrededor de ambos. Nueva Orleans conocía muy bien todo eso.

26

Los edificios de Nueva Orleans parecían envueltos en fuego al levantarse el rojo sol del domingo 12 de enero. Michael Lander se despertó temprano. Había soñado con las ballenas y por un momento no podía recordar dónde estaba. Pero recobró la memoria súbitamente. Vio cómo se aclaraba el cielo por encima de la niebla baja. -Va a ser un buen día -dijo. Marcó el número del servicio meteorológico del aeropuerto. Soplaba viento del Noreste a una velocidad de veinte kilómetros aumentando hasta los treinta. Muy bien. Viento de cola desde el aeropuerto de Lakefront hasta el estadio. En cielo abierto podría lograr el dirigible una velocidad superior a los cien kilómetros.

– ¿No puedes descansar un poco más, Michael?

Estaba pálido. Sabía que no tenía muchas fuerzas. Quizás tuviera las necesarias.

El dirigible estaba siempre en el aire por lo menos una hora antes del partido para darle tiempo a los técnicos de la televisión para los últimos arreglos y para permitir que los espectadores lo vieran llegar. Lander tendría que volar ese rato extra antes de volver a buscar la bomba.

– Descansaré -dijo-. A mediodía llamarán a la tripulación. Farley voló anoche de modo que va a dormir toda la mañana, pero se levantará antes de mediodía y saldrá a comer.

– Lo sé, Michael y me haré cargo de él.

– Me sentiría mejor si tuvieras un arma -no pudieron correr el riesgo de llevar armas durante el vuelo a Baton Rouge. Las armas pequeñas estaban en el camión junto con la bomba.

– No importa. Puedo arreglármelas perfectamente. Confía en mí.

– Lo sé -respondió-. Sé que puedo confiar en ti.

Corley, Kabakov y Moshevsky salieron para el estadio a las nueve de la mañana. Las calles de Nueva Orleans estaban llenas de gente pálida por los festejos de la noche anterior, recorriendo el barrio francés a pesar de lo mal que se sentían después de haber bebido en exceso, como si fuera obligatorio recorrer todos los puntos de interés. El viento húmedo hacía volar por Bourbon Street vasos y servilletas de papel.

Corley tuvo que conducir despacio hasta salir de esa zona. Estaba nervioso. Había cometido el error de olvidarse de reservar plaza en un hotel cuando todavía era posible conseguir algo, y durmió muy mal en el cuarto de huéspedes de un agente del FBI. El desayuno que le sirvió la esposa del agente dejaba mucho que desear. Kabakov parecía haber dormido y desayunado bien, lo que fastidiaba más aún a Corley. Y más molesto se sintió todavía al percibir el olor del pequeño melón que comía Moshevsky en el asiento de atrás.

Kabakov se movió en su asiento y algo golpeó contra la puerta.

– ¿Qué demonios fue eso?

– Se me aflojaron los dientes postizos -respondió Kabakov.

– Muy gracioso.

Kabakov echó hacia atrás su chaqueta dejando a la vista el grueso cañón de la metralleta Uzi que colgaba debajo de su brazo.

– ¿Qué arma tiene Moshevsky, un bazooka?

– Tengo un disparador de melones -dijo una voz desde el asiento de atrás.

Corley se encogió de hombros. Normalmente le resultaba difícil entender lo que decía Moshevsky, mucho más incomprensible le resultó entonces con la boca llena de comida.

Llegaron al estadio a las nueve y media. Las calles que no servirían de vías de acceso ya estaban cerradas. Los vehículos y barreras que lo aislarían cuando empezara el partido estaban en sus lugares, estacionados sobre el césped de las calzadas. Diez ambulancias aguardaban junto a la entrada Sudeste. Los únicos vehículos que podrían trasponer las barricadas, serían los de emergencia que salieran del recinto. Hombres del Servicio Secreto ocupaban ya sus puestos sobre los techos de los edificios de la avenida Audubon, vigilando el lugar donde descendería el helicóptero del presidente.

Todos estaban preparados y atentos.

Resultaba curioso ver bolsas de arena apiladas en las tranquilas calles. Algunos agentes del FBI recordaron el Ole Miss campus en 1963.

A las nueve de la mañana Dahlia Iyad pidió que le subieran tres desayunos a su cuarto del hotel Fairmont. Mientras esperaba cogió unas tijeras bien grandes y un rollo de cinta aislante plástica. Desatornilló el tornillo que sujetaba ambas partes de las tijeras y lo reemplazó por uno delgado y de casi diez centímetros de largo, sujetándolo con la cinta aislante a una de las mitades. Cubrió luego por completo el puño de las tijeras con la cinta aislante y se la metió dentro de la manga.

Le trajeron el desayuno a las nueve y veinte.

– Tómalo antes de que se enfríe, Michael -dijo Dahlia-. Volveré enseguida -se dirigió hacia el ascensor llevando una bandeja de desayuno y bajó dos pisos.

Farley respondió con voz de dormido a su llamada.

– ¿El señor Farley?

– Sí.

– Su desayuno.

– No pedí que me subieran el desayuno.

– Un obsequio del hotel. Para toda la tripulación. Pero me lo llevaré si no lo quiere.

– No, déjemelo. Un momento por favor.

Farley, vestido únicamente con los pantalones y con el pelo revuelto la hizo entrar al cuarto. Si alguien hubiera pasado en ese momento por el pasillo habría oído el principio de un grito, ahogado abruptamente. Dahlia salió nuevamente al cabo de un minuto. Colgó el cartel de «No Molestar» del picaporte de la puerta y subió a desayunar.

Faltaba todavía arreglar un último detalle. Esperó hasta que ambos terminaron el desayuno. Estaban recostados en la cama y le acariciaba la mano desfigurada.

– Michael, sabes que tengo muchas ganas de volar contigo. ¿No crees que sería mejor?

– Yo puedo hacerlo. No es necesario.

– Quiero ayudarte. Quiero estar contigo. Quiero ver todo.

– No verías gran cosa. Lo oirías adonde quiera que fuera tu avión.

– No podría salir nunca del aeropuerto, Michael. Sabes que ahora el peso no hará mucha diferencia. Estamos a treinta grados de calor y el dirigible ha estado expuesto al sol durante toda la mañana. Por supuesto si crees que no podrás hacerlo remontar…

– Lo haré remontar. Tendremos calor de sobra.

– ¿Me das permiso, Michael? Hemos andado un trecho muy largo juntos.

Se volvió y la miró a la cara. Su mejilla tenía marcas rojas de la almohada.

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