Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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El encargo relacionado con Anastasia Kaménskaya había despertado su interés. Junto con un cierto temor. Al leer las informaciones recogidas sobre ella a lo largo de los muchos años de vigilancia de su novio, Chistiakov, Boitsov se dio cuenta de que allí había algo raro. Llevaban tantos años juntos, eran novios desde hacía tanto tiempo, pero hasta ese momento no habían pensado en casarse. Resultaba muy extraño. Según se desprendía de las informaciones disponibles, Chistiakov le había ofrecido el matrimonio en más de una ocasión pero cada vez la mujer había declinado la proposición. ¿Por qué? ¿Qué clase de mujer era ésta, que se negaba a casarse con un hombre con quien ya estaba viviendo de todos modos? La lógica de Vadim era sencilla: si no quieres casarte con ese hombre porque no te gusta, no le metas en tu cama, sin hablar ya de meterle en tu casa. Si vives con él porque te resulta aceptable, ¿por qué no quieres casarte con él?

Al ver a Kaménskaya por primera vez «en vivo», se quedó sorprendido por su escaso atractivo y por lo corriente de su físico. En un primer instante pensó que quizá podía comprender por qué continuaba viviendo con Chistiakov incluso si no le gustaba. Porque tal vez no encontraría a otro hombre en su vida. Así, al menos, tenía a uno, fuese o no de su agrado. Pero en el momento siguiente se le ocurrió pensar que algún motivo tendría Chistiakov para desear tanto casarse con ella. Se preguntaba qué tenía esa mujer de especial.

2

Suprún identificó sin dificultad a los hombres de Merjánov encargados de «neutralizar» a Kaménskaya. Sólo uno de ellos era «ciudadano de origen no eslavo» y, por tanto, representante de los intereses de Merjánov, todos los demás eran moscovitas. Los hombres de Suprún no les quitaban el ojo de encima, al menor indicio de peligro se ponían en comunicación con Boitsov, quien había asumido la responsabilidad personal de la seguridad de Anastasia Kaménskaya. Por supuesto, dicha seguridad era relativa, y la responsabilidad de Boitsov terminaría en el momento en que considerase que el atentado contra su vida estaba suficientemente bien organizado y. que las probabilidades de encontrar a los culpables del asesinato se reducían al mínimo.

A las 15.10 horas del 1 de marzo, Vadim recibió la noticia de que los mercenarios se dirigían en coche hacia la carretera de Schelkovo, barrio en que vivía Kaménskaya. Conocía al dedillo las calles de la ciudad y tenía un coche suficientemente potente, así que llegó junto a la casa de Kaménskaya sólo unos minutos más tarde que los matones. Tras recibir el aviso, se había apresurado a marcar el teléfono del despacho de Kaménskaya y colgó cuando le respondió una voz femenina. Recordaba bien su voz, pues la había llamado varias veces a casa con este fin, para familiarizarse con su voz mientras, en respuesta a su silencio, ella repetía con impaciencia: «Diga, diga, vuelva a marcar, no le oigo». Estaba sentado en su coche, esperando a que los matones saliesen del portal y se marchasen. Entonces subiría al piso de Kaménskaya, pues se había hecho previamente con las llaves, y miraría qué tal estaba el apaño. Si descubría algo que había que corregir, lo corregiría.

– ¡De nuevo aparcan aquí! -chilló una voz histérica de anciana-. Es el único sitio donde la gente puede pasar sin hundirse en los charcos y ahogarse, pues no, tienen que aparcar justamente aquí. Hijos de puta, cuántas veces hay que decírselo…

Vadim miró hacia el lugar de donde provenían los gritos, y vio a una anciana obesa que se apoyaba en un bastón intentando acercarse al inmueble desde el vallado del área del aparcamiento de los vecinos, popularmente conocido como «el Bolsillo». El lugar escogido para el aparcamiento no era el mejor, puesto que se encontraba justo enfrente de la parada de tranvía y, al bajar, los pasajeros que querían acercarse al portal del inmueble tenían que dar un considerable rodeo para no pisar el césped encharcado, o si no, tenían que buscar un resquicio por donde colarse entre los coches aparcados ajustadamente, sin desperdiciar un milímetro de espacio, y con eso correr el riesgo de mancharse los abrigos y las gabardinas. El césped que rodeaba el aparcamiento parecía un pantano negro y sucio, sólo un camicace dotado de una vista perfecta y calzado impermeable podría atreverse a cruzarlo. Pero había un sitio donde una alma caritativa había tirado unas tablas largas para facilitar el paso por encima de la fangosa suciedad, gracias a lo cual los transeúntes podían ahorrarse el kilométrico rodeo del césped. Los matones se las habían arreglado para dejar su Saab justo encima de esas tablas…

– ¡Hay que avisar a la policía, eso no hay quien lo aguante! -continuaba diciendo la anciana indignada.

En efecto, se movía con dificultad, y rodear el césped representaba para ella un problema complicado.

– Tiene toda la razón -convinieron otros dos vejestorios sentados en un banco junto al portal-. Montan en coches, aparcan donde mejor les parece sin pensar en los demás.

Les trae sin cuidado, son jóvenes, tienen salud, nosotros los viejos les importamos un rábano. Toda la periferia ha venido hacia aquí, han infestado todo Moscú, uno no puede dar un paso sin ver sus jetas provincianas…

El intercambio de opiniones pronto se desvió del asunto inicial para centrarse en el gobierno de Moscú, luego en la Duma Estatal y en el presidente personalmente. Las viejas descubrieron que coincidían en todas sus conclusiones y se enzarzaron en una animada conversación proclamando a voces sus valoraciones nada halagüeñas de la actividad de los organismos del poder y de la Administración, para que alcanzaran los oídos de su obesa compañera que había emprendido el arduo periplo alrededor del césped. La situación, que al principio le había parecido divertida a Vadim, tuvo un desenlace completamente inesperado.

– Vamos, Vera Isáakovna, así no se puede vivir. ¿Sabe una cosa?, creo que voy a llamar a la policía, que le pongan una multa al conductor. Fíjese, la matrícula no es de Moscú, ya le digo que todos los problemas nos los traen los provincianos. Voy a apuntar el número…

La anciana extrajo del bolso un trozo de papel y un lápiz, y anotó el número de la matrícula. Esa simple acción le salvó la vida a una vecina de la escalera, a Nastia Kaménskaya.

Al cabo de un rato, los matones salieron del portal, se metieron en el Saab y se marcharon. Eran las 16.30 horas.

Unos minutos más tarde, Vadim subió al octavo piso, donde se encontraba el apartamento de Anastasia, escrutó su puerta aguzando la vista y vio, abajo, junto al suelo, una pequeña rasgadura en el forro de polipiel que la cubría. Se puso en cuclillas y examinó el lugar sospechoso. Luego lo rozó con los dedos. Eso era, el desgarrón estaba tapado con un trozo de celo, para que el relleno no se escurriese de debajo del forro y no llamase la atención. Vadim extrajo del bolsillo un pequeño estuche de piel, preparó las herramientas, se puso manos a la obra y un minuto más tarde sostenía en la palma de la mano un pequeño artefacto explosivo, ahora totalmente inofensivo, que tenía que explotar en el momento en que Kamenskaya abriese la puerta del piso. Un fino alambre unía la puerta al umbral de madera. Al abrir la puerta, el alambre se habría roto y habría desencadenado un proceso similar al que se producía cuando se arranca la espoleta de una granada. La puerta y la dueña del piso habrían quedado hechas pedazos.

Boitsov respiró hondo y se guardó el peligroso juguete en el bolsillo. Todo esto habría sido aceptable si no fuera por la vieja pesada que había tomado la matrícula del coche utilizado por los asesinos. Las abuelitas que se pasaban los días sentadas en los bancos junto al portal eran las primeras en ser interrogadas por la policía cuando en un inmueble se producía un hecho criminal, ya fuera un robo, ya un asesinato. Si no hubiera sido por ellas, se podría haber acabado con Kamenskaya ese mismo día, y al siguiente reanudar el trabajo sobre el aparato que Suprún necesitaba con tanto apremio.

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