Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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En ese instante, sonó un disparo a poca distancia.

En el instante siguiente, se oyó el ulular histérico de la alarma de un coche.

Las sombras que rodeaban a Nastia se inmovilizaron. Lo que más la sorprendió fue que los hombres no pronunciasen ningún sonido, no intercambiasen una sola palabra.

Pasó un segundo más, y echaron a correr, cada uno en una dirección diferente. Por un momento, tuvo la impresión de que nada de esto había sido real, que lo había soñado todo. La alarma continuaba ululando de forma intermitente aunque iba bajando de intensidad hasta reducirse a un asqueroso chirrido. Nastia miró a su alrededor y vio un coche patrulla que se le acercaba. El coche, que circulaba ni demasiado deprisa ni demasiado despacio, pasó de largo y se perdió detrás de una esquina. Probablemente, se dirigía al lugar del que procedía el disparo.

Nastia permaneció inmóvil, petrificada. Del susto, las piernas habían dejado de obedecerle; la mano, convulsamente cerrada sobre las asas de la bolsa, se le había entumecido; gotas de sudor se deslizaban a lo largo de su columna vertebral. Unos pasos resonaron a sus espaldas, y el miedo volvió a asaltarla. Pero el hombre que se le acercó siguió su camino sin volver la cabeza, simplemente pasó a su lado como si no estuviera allí. Se dominó y fue detrás de él. En la oscuridad no podía distinguir si era viejo o joven pero, a juzgar por su porte y el modo de andar, sería capaz de socorrerla si volviese a ocurrir algún imprevisto.

Al llegar a casa estaba destrozada. Hurgó desganada con el tenedor en una lata de maíz dulce, se comió un bocadillo y se tomó un café. Poco a poco, la tensión fue menguando, incluso se animó un poco al recordar que, según las estadísticas militares, un proyectil nunca daba dos veces en el mismo blanco. Trasladando este razonamiento a las estadísticas celestiales, resultaba que si estaba destinada a convertirse en víctima de un atraco, podía dar el hecho por consumado y a partir de ahora contaba como mínimo con uno o dos años para deambular por los callejones oscuros con total tranquilidad. Consolada con sus elucubraciones matemáticas, se tomó una ducha caliente y se fue a la cama.

10

Vadim Boitsov pasó junto a Kaménskaya y tuvo que hacer cierto esfuerzo de voluntad para no volver la cabeza y no mirarla a la cara. Tenía una vista magnífica, y había visto de lejos a los hombres agazapados en las tinieblas. La experiencia y el olfato le advirtieron de que su «cliente» iba a ser asesinada. Al primer pronto pensó que, tal vez, sería la solución óptima del problema. Que le ocurriese algo gordo y por un tiempo (si no para siempre) quedase fuera de juego y dejase de importunar a los creadores del aparato. Pero acto seguido prevaleció su criterio profesional. En la calle adyacente había visto un coche patrulla, si Kaménskaya se ponía a gritar o si hacía uso del silbato policial, todo terminaría de una forma en absoluto tan apetecible como pensaba. Y si llegaban a detener a uno solo de sus agresores, no tardarían en descubrir la verdad. Vadim no podía menos que reconocer que todo había sido planeado de la mejor manera: había poca luz, ningún testigo, habría parecido un atraco con asesinato común y corriente. Era una pena tener que cancelar una acción tan perfecta pero… Pero los atacantes, sin lugar a dudas, no habían advertido la presencia de aquel maldito coche policial, con el motor en marcha y tres agentes dentro. Se plantarían allí en un periquete.

Boitsov vio, a unos pasos de él, dos coches estacionados. Detrás del parabrisas de uno brillaba el piloto rojo de la alarma. Sacó la pistola de aire comprimido, descerrajó un tiro al aire y simultáneamente golpeó con todo el cuerpo el capó. La alarma se disparó llenando las penumbras circundantes de inaguantable estruendo intermitente.

El truco funcionó. La oscuridad pareció tragarse a los matones, y Boitsov exhaló un suspiro de alivio. Ahora tenía que procurar eludir a la policía.

Tenía muchas ganas de acercarse a Kaménskaya y entablar una conversación. Le gustaría saber si había pasado miedo. Si llevaba un arma y si había pensado en utilizarla. Si había comprendido lo que acababa de ocurrir. Si pudiese hablarle, se aclararían tantas cosas… Si pudiese…

Pero no podía.

11

A la mañana siguiente, Vadim Boitsov informó a su superior de lo ocurrido. Suprún pareció muy contento.

– Magnífico -dijo una y otra vez entrelazando y desenlazando los largos dedos de manos grandes y cuidadas-. Así que el creador del aparato ha tenido tiempo de irle con el cuento a Merjánov y de llorarle sus penas, de quejarse de que nuestro pajarito le estorba. Lógicamente, Merjánov, hombre impulsivo y resuelto donde los haya, no quiere esperar y decide ponerle al problema un remedio radical. Bueno, allá él, que se lo ponga. Tu tarea, Vadim, consiste en evitar que sus hombres metan la pata. No tengo nada en contra de que Kaménskaya desaparezca del horizonte pero hay que hacerlo de tal modo que nadie llegue a descubrir los motivos verdaderos. ¿Comprendes? Tu reacción de anoche ha sido todo un acierto, sigue manteniendo esta capacidad de reaccionar correctamente. Ve pisándole los talones y vigila que el atentado esté preparado a la perfección. Los gatillazos son inadmisibles, jamás obtendríamos el aparato. Nos quitaremos a Kaménskaya de encima con las manos de Merjánov sin mancharnos nosotros. ¿De acuerdo?

Boitsov asintió en silencio, sin apartar sus fríos ojos grises de los de Suprún. Como siempre, su cara no expresaba nada, y Suprún no comprendió si su subalterno compartía su opinión. Pero era lo que menos le preocupaba a Igor Konstantínovich. Sabía que Vadim nunca tomaba iniciativas y nunca desobedecía las instrucciones de un superior. Era un hombre sumamente disciplinado. Y pensar, podía pensar todo lo que le apeteciera, sus pensamientos no le importaban un pimiento a nadie. Además, ¿qué iba a pensar que mereciese la pena conocer?

– Por cierto, amigo mío, ¿has hecho lo que te pedí? ¿Has averiguado por qué Kaménskaya y Chistiakov han decidido casarse?

– De momento no, Igor Konstantínovich. Creo que la única que puede responder a esta pregunta es la propia Kaménskaya. A juzgar por los datos de que disponemos, es una mujer reservada y no acostumbra hacer confidencias a nadie, sobre todo, tratándose de una información tan… íntima.

– En este caso, hazte su amigo y entérate. ¡No eres un niño pequeño, qué demonios! -exclamó Suprún de repente irritado-. ¿Es que tengo que explicarte esas cosas tan sencillas?

– Me gustaría evitar trabar amistad con ella. Me impediría seguir vigilándola, puesto que conocería mi cara.

La de Suprún pareció helarse. ¿Qué se creía que era ese mocoso? ¿Suponía acaso que Suprún no había pensado en eso? Ese desgraciado, ese pelagatos…

– Eres el jefe del grupo. Te lo recuerdo por si se te ha olvidado. Cuando te digo «haz», no quiero decir que tengas que salir disparado a hacerlo todo tú solito. Encárgaselo a alguien. Tú respondes de que se haga, de que se obtenga el resultado final deseado. Pero la manera en que se cumpla cada trabajo es asunto tuyo. Y si no lo entiendes, entonces es que me he precipitado al ascenderte y como jefe no vales nada.

Boitsov permaneció en silencio, la fría mirada fija en los ojos de su superior. Esa mirada llenó a Suprún de desasosiego. Claro, tenía plena confianza en Vadim. Apreciaba su profesionalidad. Creía en su honradez personal. Pero nunca lograría comprenderle.

Capítulo 10

1

Como cada hijo de vecino, o casi, Vadim Boitsov tenía su propio esqueleto escondido en el armario. Pero a diferencia de lo que le ocurría a la mayoría de la gente, su esqueleto no dejaba de dar señales de vida y, para colmo, intentaba escaparse del armario en los momentos menos oportunos para ofrecer a la atención pública cierto secreto celosamente guardado. El secreto consistía en que Boitsov tenía pavor a las mujeres. Le daban tanto miedo que se ponía a temblar interiormente y tenía que luchar por contener un ataque de histeria. Como resultado, su pavor le llevó a lo que los médicos denominan impotencia psicogénica. Lo más extraño era que Vadim gozaba de una perfecta salud física y estaba dotado de una potencia sexual excepcional.

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