Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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– Nicolai Nikoláyevich, el instituto puede pedir al Ministerio de las Ciencias que nos autorice a ampliar la plantilla. Si nos asignaran unos efectivos adicionales, seleccionaríamos a unos jóvenes espabilados recién diplomados y aliviaríamos, aunque sólo fuese un poco, la carga de nuestros doctorandos.

– ¿Está seguro de que alguien vendrá a trabajar aquí para cobrar esos sueldos de hambre que pagamos?

– Si no viene nadie, podremos organizar pagas extra para nuestros trabajadores. ¡Tenemos que darle a la gente algún aliciente, Nicolai Nikoláyevich! Si no, jamás saldremos del agujero en que nos hemos metido. Tendremos cada vez más trabajo y menos científicos.

– El ministerio no nos dará esa autorización jamás -manifestó Aljimenko apurando de un sorbo el té en el que flotaba una rodaja transparente de limón.

– ¿Por qué no? -objetó Gúsev-. Creo que Nicolai Adámovich Tomilin tiene una excelente opinión tanto del instituto como de usted mismo. Es nuestro monitor, será a él a quien encargarán estudiar el asunto. Estoy seguro de que querrá complacerle en su petición.

– Pues yo no lo estoy tanto.

– De todas formas, tiene que intentarlo -insistió el secretario científico-. No podemos quedarnos de brazos cruzados mirando cómo el potencial científico del instituto se viene al suelo. Voy a redactar la carta al ministerio, ¿de acuerdo?

– No -respondió Aljimenko con rotundidad-. No quiero deberle favores a Tomilin. No vamos a pedirle nada al ministerio. Comparto su inquietud y pensaré en lo que se puede hacer. Pero a Tomilin vamos a dejarlo en paz.

El director se levantó de su asiento con brusquedad y se dirigió a la salida sin desearle siquiera buen provecho a Gúsev. Por lo demás, la fórmula de cortesía difícilmente habría surtido efecto: después de hablar con el jefe, el secretario académico se sentía completamente desganado.

5

Konstantín Mijáilovich Olshanski irrumpió en su despacho en tromba y, colérico, dio un portazo. No aguantaba que le hablasen como a un párvulo. Atrás quedaban los tiempos en que se esgrimían las consignas de transparencia para exigir respuestas claras y comprensibles a todas las preguntas. Las aguas volvían por do solían ir, retornaban los secretos, los silencios preñados de significados, las alusiones a la miopía política y a la necesidad de prestar apoyo al poder legítimo.

Acababa de hablar con el fiscal de la ciudad, de quien había intentado obtener la respuesta a una pregunta: ¿por qué, al fin y al cabo, se había puesto en libertad a Grigori Voitóvich? El juez de instrucción Baklánov no supo darle ninguna explicación razonable, ya que últimamente tenía la mente ocupada exclusivamente con los problemas de la legislación inmobiliaria: todas las horas que le quedaban después de satisfacer su necesidad de sueño y alimentación, las dedicaba a colaborar como consultor en una empresa que explotaba el negocio de desalojar a los inquilinos de los antiguos pisos comunales para luego comprarlos y revenderlos. Había llegado a descuidar sus obligaciones profesionales hasta el punto de que simplemente ignoraba cualquier orden extraña o sorprendente de sus superiores. Lo único que recordaba era que a Voitóvich le habían dejado ir en lugar de imponerle, como medida preventiva, el ingreso en prisión. En aquel momento tenía la condición de detenido y sólo podía permanecer en la celda durante tres días. Al transcurrir esos tres días, se debía adoptar la decisión sobre su detención o libertad de cargos. La decisión adoptada le declaraba libre de cargos. ¿Y qué? ¿Qué más daban los criterios de los superiores para tomar una u otra resolución?

– Pero ¿qué tienen que ver con eso sus superiores? -se indignó Olshanski-. Usted es juez instructor, posee autonomía procesal, tomar esa resolución era de su incumbencia, sus superiores no tenían nada que decir al respecto. Los superiores pueden aprobarla o desautorizarla. Pues, ¿por qué ha dictado usted esa resolución precisamente?

– Bueno -dijo Baklánov encogiéndose de hombros-, me dieron a entender que sería lo deseable, así que la dicté. Es lo que se suele hacer, no se me haga de nuevas.

– ¿Quién le dio a entender tal cosa?

– El fiscal del distrito.

– Y ése, ¿qué le dijo? ¿Quién le dio a entender a él que debía hacerlo?

– El fiscal de la ciudad.

El fiscal de la ciudad, prodigando finas sonrisas y frases escurridizas, acababa de explicarle a Olshanski que existían cosas que se aceptaban sin discutir, y menos, con los jueces de instrucción. Que la resolución tenía sus fundamentos, unos fundamentos de gran solidez, ¡de una solidez enorme! Créalo, Koristantín Mijáilovich, los tenía. No consiguió sacarle nada más excepto vagas alusiones a ciertos intereses nacionales y una solicitud verbal de ciertos organismos implicados. ¿Qué intereses nacionales eran aquéllos? ¿De qué organismos se trataba? Silencio…

Olshanski se sentó a la mesa sin quitarse el abrigo ni encender la luz. A última hora de un día gris de invierno, el despacho estaba casi completamente a oscuras. Pensó que hacerle frente al fiscal era posible pero ¿valía la pena? Había palancas que podía pulsar para obligarle a revelar la identidad de los solicitantes de la libertad para Voitóvich, el problema era que, tal vez, no debía pulsarlas.

Tendió la mano hacia el teléfono sin encender la luz y, forzando la vista para distinguir los botones, marcó el número de Kaménskaya.

– Resulta extraño que en el instituto nadie sepa nada de tal solicitud, ¿no cree? -le preguntó ella.

– Eso es exactamente lo que creo -dijo el juez instructor-. Y no me gusta nada. Una de dos: o bien los del instituto están ocultando algo, o bien nos hemos vuelto a meter en algún sucio asunto y nos estamos jugando el pellejo. ¿Qué me dices, pues, Kaménskaya: nos arriesgamos o nos refugiamos en el fango como las truchas?

– El fango, eso está bien, el fango -repitió Nastia riéndose-. El fango es el lugar ideal para nosotros. Lo importante es que nadie nos vea, ni nos huela, ni se entere de lo que estamos tramando.

– ¿Y si nos ahogamos?

– Nos llevaremos botellas de oxígeno, y así podremos respirar. En un principio, no soy partidaria de arrebatarle nada a nadie por la fuerza. Si su estimadísimo fiscal no quiere hablar, no le presionemos. Es la regla de oro, la for- * mulo Bulgákov, ¿se acuerda? Nunca pidas nada a los que son más fuertes que tú. Llegará el día en que te lo ofrecerán ellos mismos, incluso te suplicarán para que lo aceptes.

– Lo que es de oro son tus palabras, Kaménskaya -respondió el juez de instrucción sonriente-. Piensas exactamente igual que yo. No sé qué hacíamos todo este tiempo peleándonos si en realidad nos parecemos tanto. ¿Lo sabes tú acaso?

– A lo mejor nos peleábamos precisamente porque nos parecemos -dijo Nastia riéndose a su vez-. Yo, por mi parte, me enfadaba porque me soltaba cada grosería…

– Bueno, te pido perdón. Pero ten en cuenta que seguiré diciéndote groserías porque soy así, ya es tarde para reformarme. Pero no hace falta que me las toleres, te permito que me correspondas, que me pongas a parir. No soy rencoroso, no temas.

– No sé poner a parir a la gente -se lamentó Nastia lanzando un suspiro-. Será mejor que procure tratarme con educación.

– Si lo hiciera, mañana mismo el dólar caería en picado. Oye, Kaménskaya, no pidas peras al olmo. Escucha, echa el freno a las indagaciones en el instituto, redúcelas a su mínima expresión, a preguntas aburridas y rutinarias, que produzcan la impresión de que sólo se trata de cubrir el expediente. Que los del instituto no se olviden de que estamos allí, pero de momento no les des pie para tomar medidas contra nuestra presencia. Tenemos que convertirnos en algo así como un pesado moscardón. Aparentemente, no hace daño puesto que no pica, pero tampoco es posible ignorarlo porque no para de zumbar junto a la oreja y de vez en cuando intenta posarse en la nariz, no para hacer daño sino porque es tonto. ¿Comprendido?

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