Yula estaba allí y, como de costumbre, se encontraba tumbada en la cama.
– ¿No se te habrá olvidado que me has prometido enviarme al mar? -le espetó nada más cruzar Inna el umbral-. Me marcho en mayo. Ya me he informado de todo en una agencia de viajes. En las próximas dos semanas tengo que entregar en la embajada el formulario y el pasaporte; luego, antes de mediados de marzo, hay que abonar la reserva del hotel y el importe de los billetes. Son dos mil ochocientos dólares. Además, tengo que llevar otros quinientos para los gastos. ¿Me los darás?
– ¿Tanto? -balbuceó Inna atónita-. Creía que todo el viaje costaría mil quinientos como mucho. ¿Qué lugar has elegido? ¿Por qué es tan caro?
– Un sitio muy bueno -contestó Yula con brusquedad-. Si no quieres pagarme el viaje, dilo de una vez. Me has sorbido el seso, me has dado esperanzas, me hace tanta ilusión, y de pronto, tú…
Estaba casi llorando de rabia.
Inna se apresuró a calmarla:
– Pero qué dices, qué dices… Nunca te negaría ningún dinero. Pero ¿sabes una cosa, gatito?, no estoy segura de que pueda tener esa cantidad para mediados de marzo. Se han presentado ciertas complicaciones…
– ¡Pero si lo habías prometido!
Yula prorrumpió en sollozos.
– Yúlechka, cariño, no siempre las cosas salen como uno quiere. Escúchame, pequeña, tendrás el dinero, lo tendrás seguro, pero quizás algo más tarde. Oye, podrás ir en otoño, ¿por qué no? En otoño será aún mejor, el mar está más caliente, está como la leche recién ordeñada…
Pero Yula no la escuchaba. Se estremecía con todo el cuerpo, lloraba amargamente y golpeaba la manta con los pequeños puños.
– ¡Me lo habías prometido! ¡Me hacía tanta ilusión! ¡Había hecho mis planes! Me estabas tomando el pelo, en realidad, no quieres que vaya. ¡Has montado todo este tinglado sólo por fastidiarme, cabrona, cabrona!
Inna estaba sentada en el borde de la cama en silencio, doblada hacia delante y apretándose las sienes con las manos. Cualquier cosa antes que escuchar los sollozos de Yúlechka. Había que conseguir el dinero por cualquier medio. Aunque tuviera que matar a alguien. Cualquier cosa menos hacer enfadar a Yula. Cualquier cosa antes que dejar que Yula la abandonase. Si no, volvería la soledad, una soledad de muchos años. Si no, volvería el humillante sentimiento de insatisfacción que la despertaba por las noches y la lienaba de repugnancia hacia sí misma. Y volverían las amistades casuales, que tanto costaba encontrar y que a menudo la dejaban con un mal sabor de boca por su incapacidad de comprender y de sentir el encanto del amor femenino, y por sus fingimientos, puesto que lo único que les interesaba era la posibilidad de ganar un poco de dinero. Inna necesitaba una compañera fija que, además de compartir con ella el lecho, le permitiese cuidarla como se cuida a un ser cercano y querido. Como Inna cuidaba a Yúlechka…
Después de hablar con Inna Litvínova, Igor Suprún se reclinó pensativo en su sillón. Litvínova necesitaba el dinero con urgencia. Ése era su problema. Pero ellos necesitaban el aparato. Y también con urgencia. Y sin que nadie se enterase. Los soldados no querían pelear, hacía tiempo que habían desgarrado y tirado a la papelera sus sentimientos patrióticos como si fueran un papelito que no servía de nada. No entendían por qué tenían que seguir derramando su sangre. El Estado, por su parte, no tenía fondos para pagar a unos chicos jóvenes por participar en combates. Para pagarles un sueldo que les sirviese de acicate, que despertase en ellos el interés por la guerra. No había interés. No había patriotismo. No había nada.
De aquí que el aparato resultara imprescindible.
Pero unos polizontes se empeñaban en pasarse de listos y se habían metido en medio.
Suprún descolgó el teléfono interior.
– Que venga Boitsov -dejó caer lacónico.
Esperando la llegada del subalterno, Suprún clavó los ojos en el cuadro por costumbre. Las flores exóticas de tallos largos en un alto florero de cristal. ¿Qué tenía ese sencillo lienzo? ¿Por qué le causaba ese efecto tranquilizador?
Vadim Boitsov hizo su entrada de forma casi inaudible. Era un hombre de unos treinta años, de estatura media, esbelto, de cara inteligente y distinguida, y ojos fríos y grises. Tenía estudios y sangre fría. Suprún confiaba en él más que en nadie.
– Me interesan dos funcionarios de la policía criminal, de Petrovka. Korotkov y Kaménskaya. Quiero saberlo todo sobre ellos. Lo antes posible.
En la cantina del instituto hacía calor y se oía un rumor continuo de voces. El salón de los directivos estaba provisionalmente cerrado por obras, y el director tenía que almorzar en la sala común. El solo olor, tan inexpugnable, a comedor colectivo le producía náuseas, y apenas si lograba contener su irritación, intentando sin éxito cortar un correoso filete con un cuchillo romo.
A su lado estaba sentado Viacheslav Yegórovich Gúsev, el secretario académico del instituto. En un principio, no acostumbraba almorzar en el trabajo pero últimamente la visita al comedor le brindaba una de las raras ocasiones de charlar con el director en privado. Aljimenko había introducido la extraña regla de ahorrar a sus visitas las esperas en la antesala, por lo que la secretaria dejaba pasar, sin rechistar, a todos cuantos venían a verle, a excepción, por supuesto, de gente ajena al instituto, a consecuencia de lo cual la cola se formaba en el propio despacho, y cada conversación se desarrollaba en presencia de dos o tres testigos.
– Nicolai Nikoláyevich -dijo Gúsev-, seguimos sin aprobar el plan de trabajos de investigación científica para el año en curso.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó Aljimenko enderezando la espalda.
– Hemos recibido varias demandas oficiales de incluir en el plan ciertas tareas puntuales. He mandado las copias a todos los laboratorios para que presenten proposiciones antes del 1 de febrero. Hasta el momento no he recibido una sola respuesta. Los laboratorios no quieren asumir cargas adicionales, para este año ya tienen planes de trabajo suficientemente intensos. Y a decir verdad, comparto su postura totalmente. Si de mí dependiera, denegaría esas demandas. No pasa un año sin que nos veamos obligados a incluir en nuestro programa de trabajo científico proyectos de encargo y, como resultado, nuestras propias tareas de importancia vital mueren antes de nacer. Me gustaría que lo discutiéramos. Como secretario académico, me preocupa que el instituto esté perdiendo su identidad científica. ¡Mire a su alrededor! Lysakov sigue sin poder ultimar su doctorado, y tenemos que ir concediéndole prórrogas de año en año puesto que le falta simplemente el tiempo para sentarse a pensar. Ya ha presentado dos solicitudes de vacaciones para poder concluir el doctorado, y cada vez hemos tenido que denegárselas, pues está muy comprometido con las tareas de encargo, que suponen unos ingresos altamente lucrativos para el instituto. Nicolai Nikoláyevich, tengo muy presente que somos pobres y que este dinero nos es de gran ayuda, puesto que nos permite pagar equipos y primas a los trabajadores, pero lo que ocurre es que nos amenaza la perspectiva de quedarnos sin un solo doctor en ciencias. El año pasado, cuatro doctores se jubilaron, este año van a jubilarse otros tres, mientras que los científicos jóvenes no consiguen doctorarse porque de hecho arrastran todo el presupuesto del instituto. Como sigamos así, pronto no tendremos ni aspirantes a doctorarse. Todo el mundo trabaja de sol a sol, y no se ven por ningún lado nuevos doctorados.
– Ha pronunciado un discurso ciertamente encendido -contestó Aljimenko con frialdad-. Puede darme por convencido de lo penoso de la situación de nuestro instituto. ¿Tiene alguna proposición concreta o debo catalogar su intervención como unos llantos en el hombro del director?
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