– No le diré nada nuevo, Nicolai Adámovich -respondió su interlocutor acompañando sus palabras con un elocuente suspiro-. Se trata de una provocación. Stárostin continúa enredando para hacerse con el sillón de subsecretario del ministro, eso es todo. ¿Cómo se llama la señorita que ha ido a verle?
– Un momento, ahora se lo digo, lo tenía apuntado por aquí. Diablos, ¡dónde habré puesto ese papelito…! No consigo encontrarlo. Algo así como Kaméneva o tal vez Kamínskaya.
– ¿No será Kaménskaya?
– Eso es, exacto, Kaménskaya.
– ¡Vaya! Mire, Nicolai Adámovich, ¡eso es ridículo! -dijo riéndose de corazón-. ¿Sabe que Kaménskaya está emparentada con Stárostin? Es más que evidente que su visita no ha sido más que una hábil maniobra, un intento de avivar la llama que encendió aquel anónimo. Es una impostora. ¿Le ha enseñado su identificación?
– No. ¿Cómo sabe que es pariente suya?
– Él mismo me contó en una ocasión -ya sabe cómo se van de la lengua los borrachos cuando les da por presumir-, que su prima trabajaba en la policía de tráfico, por lo que nunca tenía problemas con las inspecciones técnicas. Y mencionó su nombre. Ya sabe, se lo dije alguna vez, el monitor científico de Stárostin tiene su chalet al lado del mío, por lo que estoy mejor informado que usted. Así que tranquilícese, Nicolai Adámovich, no malgaste su sistema nervioso. ¿Qué le ha contado esa nena? ¿Que trabaja en la policía criminal?
– No, no dijo nada de eso. Sólo mencionó algo sobre no sé qué análisis anual de la delincuencia.
– Pues ya lo ve, ni siquiera se ha atrevido a mentirle, no le ha dicho que se dedica a la investigación de crímenes. ¿Ha oído alguna vez que los policías hagan estudios analíticos?
– Nunca.
Tomilin estaba notablemente más tranquilo.
– Tampoco yo lo he oído nunca. Para realizar estudios analíticos hace falta el intelecto, ¿y qué policía lo tiene? Así que no se angustie sin motivo. No haga caso de los tejemanejes de Stárostin, tiene que comprender que se está dejando la vida en su intento de conseguir el ascenso, pero haga lo que haga se quedará con un palmo de narices. El sillón es suyo, créame.
– ¿Cómo puede estar tan seguro? -preguntó Tomilin poniéndose en guardia-. ¿Es que sabe algo en concreto?
– Sí que sé algo, Nicolai Adámovich, sí que lo sé. De momento no puedo decirle nada pero me consta que las probabilidades de que el puesto de subsecretario lo ocupe usted son mucho más altas. Ya ha tenido la oportunidad de comprobar que dispongo de unas fuentes de información sumamente fiables. ¿Se acuerda de aquella historia con el Instituto de Radiología Médica? Le había dicho con seis meses de anticipación que iba a estallar un escándalo y que a Rusakov le mandarían a freír monas. Eso fue justamente lo que ocurrió, porque no se trataba de una casualidad sino de una operación programada. Pero si se empeña en no creerme, estoy dispuesto a presentarle una vez más todos los datos de nuestra antena: el informe científico, el diario de observaciones, los resultados de las pruebas.
– No, no -se apresuró a replicar Tomilin-, no hace falta. De todas formas, no tengo tiempo para ocuparme de eso. Sin embargo, le rogaría que volviese a comprobarlo todo. Nunca se sabe lo que puede ocurrir, es preciso mantener toda la documentación en regla. ¿De acuerdo?
– Por supuesto, Nicolai Adámovich. Si insiste…
Como siempre, el coronel Gordéyev tenía razón. El mal humor de Nastia había durado el tiempo justo que tardó en llegar a casa. Ya subiendo en ascensor al octavo piso, lamentó haberse dejado llevar por los nervios y haber hablado con tan malos modos al Buñuelo , cuando le dijo que no volvería al trabajo hasta que sacase en claro lo del instituto y de las misteriosas elipses del mapa. Pero como Gordéyev no había querido insistir y se mostró comprensivo con su capricho, tenía que procurar sacarles el máximo provecho a esas horas libres.
Una vez en casa, se apresuró a cambiarse, se quitó el elegante traje de precio astronómico, se puso sus queridos téjanos y jersey, y llamó a Liosa a su casa de Zhukóvskoye. Éste no rechistó cuando le pidió que viniera a verla de inmediato, e incluso, hecho todo un caballero, le preguntó si quería que le llevase comida.
– No, no te molestes, cielo. Voy a bajar a comprar algo y tal vez intente preparar la cena. He pensado que a lo mejor nos da tiempo a pasar por la Oficina del Registro Civil si no cierran antes de que llegues aquí.
– Estás… ¿lo dices en serio? -preguntó Chistiakov cauteloso-. A decir verdad, temía preguntarte por si habías cambiado de opinión.
– Liosa, ¡no soy un monstruo! -imploró Nastia en broma.
– ¿Qué eres entonces? -objetó él con mucha razón-. ¿Caperucita Roja? Llevas catorce años calentándome la cabeza. Claro que eres un monstruo.
La mujerona gorda con pintas de verdulera que les atendió en el Registro Civil escrutó largamente con un gesto de suspicacia adherido a la cara pintarrajeada como el tiovivo de la feria, los impresos que le presentaron después de rellenarlos.
– ¿Es su primer matrimonio? -volvió a preguntar incrédula mirando a Nastia.
– Primero -confirmó ésta.
– Año de nacimiento, ¿sesenta?
– Sesenta.
La mujerona movió la cabeza y clavó la vista en el impreso de Liosa.
– ¿También en su caso, joven, se trata de un primer matrimonio?
– También en mi caso.
– ¿Ninguno de ustedes tiene hijos? -preguntó continuando con el duro interrogatorio aunque todo cuanto podía interesarle estaba escrito en los impresos.
Nastia estuvo a punto de soltarle alguna tonta obviedad, como por ejemplo: «Todo esto lo pone ahí, a qué vienen esas preguntas», pero se mordió la lengua a tiempo. Comprendió que a la rolliza mujerona simplemente no le cabía en la cabeza que esa policía, feúcha y corriente, hubiese conseguido cazar a un doctor en Ciencias, a un profesor al que no tuvo que convencer para que se divorciase y que no iba a vivir durante largos años pendiente del pago de la pensión a su primera mujer. ¿Cómo iba a saber que Nastia había «cazado» a Liosa Chistiakov durante el examen de matemáticas del fin del noveno curso de secundaria? Aquel día, tras entregar el examen escrito, en vez de marcharse a casa, se quedó en el pasillo junto a la ventana e intentó resolver el problema del examen por otro procedimiento. Absorta en esta tarea, encontró casi sin darse cuenta no uno sino nada menos que tres modos de solución alternativos y, cuando volvió en sí, la señora de la limpieza ya estaba armando jaleo trasegando con las llaves y los cubos.
– Anda, mírala, resulta que no eres tú solo -dijo con un gruñido bonachón y estridente-. Aquí tenemos a otra criaturita extraviada, otra que tal, que tampoco sabe por dónde se va a casa.
Nastia levantó los ojos del cuaderno y vio, junto a la señora de la limpieza, a un chico pelirrojo espigado y zancudo del otro grupo de su mismo curso, que caminaba melancólicamente junto a la mujer mayor de estatura baja y parecía dos veces más alto que ella.
– Yo ya había cerrado la puerta principal cuando oí que en el aula de física alguien estaba cantando cual un ruiseñor, y tan bien que llegaba al alma. Es la radio, pensé -le dijo a Nastia adoptando el tono de confidencia-. Entro allí y ¡madre mía de mi vida! Está allí sentado, apañuscando un aparato y canta que te canta, como si los padres no le esperasen en casa. Seguro que en todo el día no has probado bocado, ¿eh, físico? Deprisa, deprisa, aligera. Mañana tendrás tiempo para acabar de destrozar aquel aparato. Y tú, bonita, vamos, guarda esos cuadernos, ya son las siete y pico.
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