Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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«Me estoy volviendo loca. Necesito con urgencia tomarme unas vacaciones y descansar. Dormir mucho y comer bien. Y no pensar en el trabajo. Sólo me falta perder la chaveta a los treinta y cinco años, y justamente en vísperas de la boda.»

El tiempo se le había ido volando, ya eran casi las nueve de la noche. Nastia apagó el ordenador, cenó, permaneció unos veinte minutos bajo la ducha caliente. Luego se sirvió en un vaso dos dedos de martini, el mejor somnífero de los habidos y por haber, y se metió en la cama.

Se despertó a medianoche, salió de la cama y volvió a encender el ordenador. El ocho seguía en su sitio. Nastia amplió la imagen, las dos elipses multicolores se expandieron, sin dejar de tocarse, por toda la pantalla, y miró en qué calle se situaba el punto de intersección de los bucles. Era la misma calle donde se encontraba el instituto.

2

Lo primero que hizo fue hablar con el policía del barrio. El capitán tenía una incipiente tripita, unos cuarenta años, pelo ralo y nariz cubierta de venillas rojas.

– Qué quiere que le diga, éste es un barrio de rompe y raja -se lamentó el hombre-. Tenemos una escuela de formación profesional de no te menees, allí no hay ni un adolescente normal, todos se drogan, se emborrachan, roban, se lían a bofetadas. Luego también tenemos un colegio de enseñanza secundaria, sus alumnos tampoco son ningunos angelitos, no pasa un día sin que tengan que avisar a la policía. Sea porque los chicos la han emprendido a tortazos entre ellos, sea porque le han dado una paliza a algún pobre muchacho que pasaba por la calle. Ni que estuvieran poseídos. Antes no sucedían estas cosas. Y lo que ocurre en las casas, ¡ni se lo imagina! Los maridos pegan a las mujeres, las mujeres a los hijos, los pequeños a los viejos, los crios torturan a los perros y a los gatos. No sé dónde iremos a parar. Se diría que la gente ya no bebe tanto como antes, también tiene más posibilidades de ganar dinero, no acabo de comprender de dónde sale todo ese odio.

– Ha dicho que antes no ocurría nada semejante -observó Nastia-. ¿Quiere decir que hace poco que han empezado a pasar esas cosas?

– Hace unos seis meses, más o menos -explicó el locuaz policía del barrio-. Lo que más rabia me da es que antes trabajaba en el distrito vecino. Y solicité el traslado el año pasado. Allí todo era paz y tranquilidad. Se diría, una pensión de señoritas de familia bien. Si lo hubiera sabido, jamás me habría marchado. Sólo lo hice por mi chaval. Aquí hay un colegio inglés justo al lado de la comisaría, matriculé al chico y después pedí el traslado para llevarle al colegio por las mañanas, y luego poder echarle una ojeada, por si las moscas… Ya me entiende.

– Aquel otro distrito, donde trabajaba antes, ¿siempre había estado tan tranquilo?

– Pues ahí está el problema, que no. Cuando tramité el traslado, los dos distritos andaban a la par. Por eso pensé entonces que qué más daba dónde trabajar. El trabajo era, '] más o menos, el mismo. Quién iba a pensar que las cosas se torciesen de ese modo.

– ¿Por qué cree que se han torcido? -preguntó Nastia perdiéndose ella misma en suposiciones-. ¿Cree que en su territorio opera algún grupo criminal que, por ejemplo, suministra droga a los chavales?

– No, me habría enterado -respondió el policía del barrio negando con la cabeza-. A lo mejor, yo solo no hubiera podido con ellos, eso seguro, pero enterarme, me habría enterado. Además, un grupo criminal no tiene nada que hacer aquí. Todo lo que hay por aquí son bloques de viviendas, no tenemos ni empresas ni concesionarios de automóviles ni bancos. Cierto, hay un buen hotel, pero nada más. En el distrito vecino sí tienen empresas, pero allí todo está en paz.

– No entiendo nada -dijo Nastia encogiéndose de hombros-. ¿Por qué sus vecinos viven en paz y aquí hay esa situación tan grave? Tiene que haber alguna explicación.

– Quizá la haya -contestó el capitán, y se encogió de hombros a su vez-. Ustedes allí, en Petrovka, están arriba de todo, ven más lejos, así que, ¿quién más indicado para encontrarla?

Nastia regresó a su despacho angustiada y cansada. El ocho no había sido un sueño, pero el hecho de su presencia seguía escapando a su comprensión. ¿Tendría algo que ver el instituto? ¿No se referiría a ese ocho el malogrado Voitóvich cuando escribió: «Las raíces de nuestra culpa se ocultan en el infinito»? El ocho tumbado, el símbolo del infinito…

3

– Víctor Alexéyevich, tengo una verdadera empanada mental. En ese instituto está ocurriendo algo. Necesito a un experto en dispositivos de alimentación de antenas.

– Espera, espera, no corras tanto -gruñó Gordéyev-. Cálmate y empieza por el principio.

– Quiero comprobar que en el tejado del instituto no esté instalada alguna sofisticada antena, una que emite unas ondas que tienen efectos relajantes sobre el sistema nervioso cuando salen orientadas en una dirección y que mandan en dirección opuesta una especie de «bucle de realimentación» de acción totalmente contraria. El bucle de realimentación siempre es más corto y más estrecho, lo que coincide exactamente con lo que podemos observar en este mapa. Mire, la zona de «paz» es más amplia; la de las manifestaciones violentas, más reducida. Pero se tocan justo en el punto donde está situado el puñetero instituto. Todo parece indicar que es aquí donde hay que buscar la solución a todo lo que le ocurrió a Voitóvich.

– ¿Y cómo piensas buscar la dichosa solución? -iniquirió Gordéyev.

Se había metido la patilla de las gafas entre los dientes, tenía la costumbre de morderla en momentos de reflexión, y entonces seseaba al hablar.

– Necesito hablar con alguien que entienda de radiaciones electromagnéticas y conozca bien el tipo de problemas que estudian en el instituto. Pero no puede ser ninguno de los que trabajan allí.

– ¿Por qué no? ¿Es que sospechas de todos sus empleados sin excepción?

– Claro que no, sin embargo…

– Intentaré encontrar a alguien. ¿Algo más? ¿Piensas investigar un día el asesinato de Galaktiónov o es que ahora tienes un hobby nuevo, la física de ondas?

– Cuando comprenda qué es lo que está pasando en ese instituto, le diré quién ha envenenado a Galaktiónov.

– Vale, vale -masculló el Buñuelo-. En buena hora lo digas.

4

Por la noche volvió a sentarse en el estudio a mirar las fotos. No quería confesarse a sí mismo que había deseado a

Yevguéniya Voitóvich larga y apasionadamente. «¿Cómo puede nadie desear "eso"?», se preguntaba con ironía mientras miraba las terribles heridas que habían destrozado aquel maravilloso cuerpo. ¿Acaso se podía desear a una mujer de la que habían escrito: «Los órganos sexuales exteriores presentan un desarrollo normal. La circunferencia del ano en estado contraído (antes de introducir el termómetro) está limpia. El examen táctil de los huesos largos de las extremidades no ha revelado indicios de fracturas».

Una vez más, decidió hacer un esfuerzo y destruir la «prueba», quitársela de encima para siempre. Y una vez más comprendió que no podía. Necesitaba que esos protocolos y esas fotos siguiesen dándole la razón. Nadie los encontraría mientras viviera. Y después de morir le daría igual…

Faltaba poco, muy poco, para que por fin cobrase el dinero que iba a darle la libertad. No se iría de Rusia por nada en el mundo, carecería de sentido. El extranjero no le atraía en absoluto, no deseaba ni lujos, ni éxito, ni limusinas, ni chalets con piscina y criados. Lo que sí deseaba era tener una casa -una casa grande y de construcción sólida situada en medio de un bosque- y un todoterreno para ir de compras una vez a la semana, o mejor aún, una vez al mes. Y nada más. No necesitaba nada más. Vivir apartado del mundo, no ver a nadie, no oír a nadie. Divorciarse, dejarle a la mujer el piso de Moscú, y que se las apañase como quisiera. A ella no le dolería, todo lo contrario, probablemente, se alegraría de quedarse sola en un piso de tres habitaciones. Ella no le quería… ¿Cómo? ¿Qué era eso que acababa de pensar? ¿Que no le quería? Había que ver, se rió para sus adentros, llevaba demasiado tiempo pensando en Yevguéniya, recordando lo que le había dicho, y por automatismo había empleado una de sus palabras. Por lo demás, tampoco su mujer parecía enterada de que el amor no existía, puesto que también ella aplicaba a su propia vida y la de él esa vara de medir, tonta e irreal. En el curso del último mes se había levantado mil veces por la noche para permanecer horas largas en el estudio sin que ella se despertara nunca, sin que se percatara de su ausencia en una sola ocasión. Seguro que su proposición de divorciarse y marcharse cada uno por su lado la alegraría. El no le hacía falta. Como, por lo demás, tampoco ella le hacía falta a él.

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