Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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– No -contestó la anciana negando con la cabeza-. No podré recordar las palabras exactas y no quiero contarle una cosa por otra. Decía algo sobre la culpa y el infinito.

Con el médico y el policía que habían estado en el piso de Voitóvich, Misha adoptó otro tono. Los hizo sentarse ante él y le dio a cada uno una hoja de papel.

– Escriban lo que recuerden -les dijo-. Aunque no sean frases completas, aunque sólo sean palabras sueltas.

Cuando el médico y el policía habían garabateado unas cuantas palabras, les ordenó:

– Y ahora, intercambien las hojas y corrijan lo que ha escrito el otro.

Los dos hombres volvieron a quedar absortos en el trabajo. De pronto, el médico levantó la cabeza.

– No, no lo decía así -le dijo al policía-. No ponía «no tengo la culpa» sino «la culpa no la tengo yo». Recuerdo que en aquel momento pensé: «¿Quién si no?».

– ¿Cuál es la diferencia? -preguntó el policía desconcertado.

– La diferencia es notable -aclaró Dotsenko-. Cuando alguien dice «no tengo la culpa» se está justificando. Cuando dice «la culpa no la tengo yo», esto implica que la culpa la tiene alguien más y que el que está hablando sabe quién es en concreto. ¿Cierto?

– Cierto -convino el médico enseguida-. Ésta fue la impresión que tuve al leer la nota. Además, al final decía algo sobre las raíces… No logro acordarme.

– ¡Eso es! -se animó el policía-, «Las raíces de nuestra culpa se ocultan en el infinito.» Recuerdo que entonces pensé: «Pobre hombre, está desbarrando».

– ¿Está seguro? ¿Se acuerda bien de aquellas palabras?

– Es cierto lo que dice -corroboró el médico-. Eso era, exactamente, lo que ponía. Sabe, era justamente esta frase la que producía la sensación de que era un texto ininteligible. Al principio todo tenía coherencia: «No tengo la culpa pero sí la tengo porque he dejado que eso ocurra». Algo así, más o menos. Y luego, de pronto, esa incongruencia sobre el infinito.

– ¿No se les ocurre nada? ¿Qué piensan que quería decir? -preguntó Dotsenko por si acaso.

– No -contestaron al unísono-. Una frase sin ningún sentido.

9

Estaba sentado a la mesa de su despacho revisando los resultados de las pruebas. Bueno, el trabajo avanzaba de forma más que satisfactoria. A lo mejor, el aparato estaría listo antes aun del plazo que había prometido a Merjánov. Se tendría que ajustar un poco esta lámina, reforzar el contorno derecho, reducir en una tercera parte la superficie del plano A-6 y aumentar en una octava el A-2. Iba a ser un primor de aparato. También las dimensiones eran las apropiadas, desmontado cabría en un maletín.

A ver si Merjánov no se la jugaba. Podía llevarse el aparato y no abonar el precio. ¿Quién sería el valiente que le obligase a apoquinar entonces? Por el momento, claro estaba, tenían interés en el aparato y bastaba con darles un telefonazo para que viniesen corriendo. Pero luego… si te he visto, no me acuerdo. Debería inventar alguna bonita añagaza, tender una red de seguridad para conseguir cobrar, para que no le tomasen el pelo. Aquella gente, por su parte, era muy capaz de venirle con cuentos, decirle por ejemplo que no soltarían la pasta hasta que probasen el aparato, que igual les estaba colocando una filfa. Tendría que ir con ellos para estar presente en las pruebas de campo. ¿Y cómo iba a ir? Iría pero tal vez nunca volvería. ¿Qué era para ellos? Un infiel…

¿O debía invitar a su representante a que viniese aquí, llevarle al instituto, enseñarle el funcionamiento del aparato en condiciones de laboratorio, coger la pasta y acompañar al invitado junto con el aparato hasta la puerta? Desde luego, eso sería lo más seguro. Pero en condiciones de laboratorio, el aparato no produciría el mismo efecto. La mercancía había que mostrarla en todo su esplendor. Y, en este caso, el esplendor debía tener cara humana y no un hocico de rata o ratón.

Se dio cuenta de que, ensimismado, estaba trazando con un lápiz sobre el papel un ocho tumbado. El símbolo matemático del infinito. Se había relajado, ¡había bajado la guardia de forma imperdonable! Arrugó el papel y lo tiró a la papelera. Se secó las manos, de repente húmedas, respiró hondo. Tenía la sensación de haber estado a punto de agarrar un cable de alta tensión y sin aislamiento, y de haber escapado de la electrocución por los pelos.

Reflexionó un instante, recuperó de la papelera la hoja arrugada, la colocó en el cenicero de metal y le prendió fuego. Eso estaba mejor.

Capítulo 8

1

Nastia decidió dedicar el domingo a familiarizarse con los programas de ordenador que podría utilizar para su trabajo. Liosa le había traído uno que permitía explorar el mapa de Moscú y, llena de entusiasmo, se puso manos a la obra.

Colocó delante de sí los datos estadísticos de todo el año anterior y sus propios informes analíticos, que cada mes preparaba para Gordéyev, y empezó a marcar en el mapa de la ciudad los sitios donde se habían cometido asesinatos y violaciones. Señaló con puntos verdes los crímenes resueltos. Y con los rojos los que seguían sin resolver.

Quedó absorta en el trabajo llenando con los puntitos multicolores el mapa de Moscú que resplandecía en la pantalla del monitor. Los puntitos se fueron multiplicando, Nastia empezó a sentir irritación en los ojos. Decidió tomarse un descanso y preparar café.

Media hora más tarde volvió junto al ordenador, que seguía encendido, y se quedó de una pieza. En la parte derecha de la pantalla, la correspondiente al distrito Este de Moscú, se veía con nitidez una elipse verde formada por los puntos que indicaban los lugares de crímenes resueltos. La elipse tenía una forma perfectamente regular y estaba orientada de noreste a suroeste.

«Estoy viendo visiones -pensó-. Es fruto de mi imaginación enfermiza. Seguramente, la tensión y el cansancio me han afectado a la vista y ahora sufro alucinaciones.»

Retornó a la cocina, se sentó, se tapó los ojos, esperó unos minutos. Luego se acercó al ordenador de nuevo. La elipse seguía en su sitio. Lo malo era que ahora le parecía ver otra, situada en la misma zona pero algo más arriba. Esa segunda elipse representaba una forma regular de color gris claro, el del fondo del mapa, pues allí casi no había puntitos, ni rojos ni verdes.

«No cabe duda, me habré equivocado al introducir los datos -decidió Nastia-. O si no, es un virus. Aunque ¿de dónde habrá salido? El equipo es completamente nuevo, hace cuatro días que lo tengo, no lo ha utilizado nadie más que yo.»

Pasó el antivirus: todo estaba correcto, el ordenador no estaba infectado. Borró del mapa todos los puntos y empezó de nuevo. Comprobó cada dirección dos veces antes de marcarla en el mapa. Tres horas más tarde, en el territorio del distrito Este volvían a dibujarse dos elipses, una verde y la otra de color gris claro. Sus ejes largos se tocaban, de modo que las dos elipses formaban un ocho de bucles desiguales. El bucle claro era más largo y ancho; el verde, más corto y estrecho.

«Esto es imposible. Lo estoy soñando», se dijo Nastia con rotundidad, pensando que ese misterioso ocho carecía de cualquier explicación racional. Sacó otra tabla de estadísticas, donde los crímenes no estaban clasificados según habían sido resueltos o no, sino por los tipos: malos tratos, conducta antisocial, estafas, ajustes de cuentas, agresiones sexuales. Abrió un nuevo mapa y volvió a poner las marcas. Esta vez utilizó cinco colores. A medida que el mapa iba cubriéndose de puntitos, Nastia comprobaba horrorizada que en el distrito Este volvía a dibujarse el maldito ocho. Esta vez, en el bucle inferior predominaban los colores negro y lila, los correspondientes a los parricidios y asesinatos relacionados con la conducta antisocial, mientras que el bucle superior continuaba siendo de color gris claro.

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