Alexandra Marínina - Morir por morir

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Moscú, hacia 1990. Un chantajista amenaza a un matrimonio con revelar que su hijo de doce años es adoptado. ¿Cómo ha salido a la luz este secreto? La investigación se centra en un juez que confiesa que le han robado varios sumarios. Anastasia Kaménskaya de la policía criminal, sospecha que ese robo múltiple oculta otro asunto mucho más turbio, que ella descubre rápidamente. Un eminente científico degüella a su mujer, pierde la memoria y el juicio, y cuando parece que es capaz de recordar algo, también pierde la vida. ¿Qué misterio se esconde tras ese drama familiar y por qué han querido taparlo?

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– Como quieras.

Resolló con enfado y empezó a prepararse para marcharse a casa.

6

Al última hora de la tarde del día siguiente, Nastia tenía delante de sí la lista de las empresas e instituciones a las que la fábrica químico farmacéutica número 16 suministraba cianuro en ampollas. Echó una ojeada a la lista y lanzó un suspiro de angustia. Tenía la impresión de que su idea loca, aquella que no había querido compartir con Korotkov, era la acertada. Pero si era así, entonces, el asesino al que quería identificar podía resultar aún más cruel y peligroso de lo que se imaginaba. Y era muy probable que enfrentarse con él no tuviese nada que ver con la cuestión del respeto hacia sí misma de Anastasia Kaménskaya, sino que se convirtiese en un juego a vida o muerte. Esta conclusión le produjo honda inquietud.

La lista de empresas citaba la fábrica de joyería El Diamante, y era precisamente en esta fábrica donde trabajaba un tal Setunov, amigo del alma del difunto Galaktiónov.

– Yura, corre, vamos a ver a Setunov -ordenó Nastia tras cotejar la lista de empresas con la de los amigos y conocidos de Galaktiónov.

Nastia y Korotkov fueron zumbando a casa de Vasili Setunov. No tuvieron suerte: el hombre estaba borracho.

Borracho hasta el punto de no acabar de comprender quién y para qué habían ido a verle. Al parecer, había estado bebiendo en compañía de su propia esposa, que se encontraba bastante achispada pero mantenía cierta lucidez mental e incluso podía expresarse de forma coherente. Dado el estado de ambos, no era posible interrogarles.

– Aquí les dejo una citación -dijo Korotkov en voz alta, hablando despacio, mientras colocaba la citación en un lugar visible-. Mañana, a primera hora de la mañana, en cuanto se despierten, quiero que vayan corriendo a la Fiscalía, a ver al juez de instrucción Olshanski, aquí pone el número del despacho. ¿Han comprendido?

– Hummm -masculló Setunov asintiendo con la cabeza, pero era evidente que no había comprendido ni una palabra.

– Claro que hemos comprendido -le aseguró la no tan achispada esposa-. Pero ¿qué quieren? ¿Y si se lo decimos ahora de una vez, y nos ahorramos el viaje, eh?

Miró a los ojos de Nastia con aire de súplica, probablemente, porque le había parecido más blanda y compasiva.

– Adelante, pregúntenos, les contaremos todo lo que sabemos. No hagan caso de que estamos pilili, lo entendemos todo… Estamos perfectamente bien, camaradas policías…

– Vamonos de aquí -dijo Yura, y tiró a Nastia de la manga-. Tal como están, no nos sirven de nada. Nos soltarán un cuento chino…

– Qué pena -suspiró ella-. Tendría toda la noche para inventar alguna idea aprovechable.

– La noche está para hacer el amor y dormir, y no para inventar ideas aprovechables -pontificó Korotkov-. Ya que piensas dejar la vida de soltera, has de quitarte también los malos hábitos.

De nuevo, Nastia volvió tarde a casa. Y, por primera vez en muchos años, de pronto pensó en lo bonito que sería que la esperasen luces encendidas, la mesa puesta y Liosa. Últimamente le daba miedo dormir sola. Antes no le pasaba nunca. Había empezado hacía algo más de un año, justamente cuando a Volodya Lártsev le ocurrió aquella desgracia. Los criminales que intentaban asustarla se habían apoderado de las llaves de su piso y se lo hicieron saber enseguida al dejar la puerta abierta. El miedo que pasó aquella noche, sola en el piso que los criminales habían abierto, no lo había experimentado en su vida, y no volvió a experimentarlo luego. Sin embargo, algo de aquel miedo seguía acompañándola desde entonces.

Tras cerrar la puerta desde dentro, se dejó caer cansadamente en la silla de la cocina y reflexionó con pereza sobre lo que podía cenar. Además de unas latas de conservas de carne y de pescado, en la nevera había huevos, medio bote de ketchup, mayonesa, un trozo de queso que aún era posible consumir si lo pasaba por un rallador. Podía hacerse una tortilla a la francesa. O preparar una ensalada con dos huevos duros y las conservas de pescado. También podía elegir lo más fácil: echar sobre la sartén dos rebanadas de pan y espolvorearlas con queso rallado. Hacer café y tomárselo con las tostadas. ¿Acaso no era buena cena? Lo importante era que prepararla sería rápido y no requeriría esfuerzos.

Molió café en grano, vertió en la cafetera turca el agua hirviendo y la dejó en el fuego, que bajó al mínimo. A Nastia le gustaba el café bien cocido y macerado. Sacó el rallador y, despellejándose los dedos, ralló el queso, que tenía la consistencia de una piedra, lo echó encima de las rebanadas de pan blanco levemente untadas de ketchup, que se freían en la mantequilla, y tapó la sartén. El encanto de esta clase de cenas consistía en que, para prepararlas, una no necesitaba ni levantarse de la silla. La cocina del piso de Nastia era minúscula, y la había amueblado de modo que podía alcanzar la nevera, los fogones y el armario colgado sin moverse de la silla.

Esperando a que se hicieran el café y las tostadas, encendió un cigarrillo, se reclinó sobre el alto respaldo de la silla y volvió a darle vueltas en la cabeza al asesino de Galaktiónov. Si no estaba equivocada, no sólo era más peligroso de lo que había pensado. Era aún más vil y repulsivo que el propio Galaktiónov. Ahora podía entender por qué tuvieron que volver a verse. El 22 de diciembre, en el piso de Sitova, Galaktiónov le entregó los sumarios robados. En teoría, ese día debía cobrar la retribución apalabrada. ¿A qué venía celebrar un nuevo encuentro? Nastia suponía que, por algún motivo, el 22 de diciembre Galaktiónov no recibió el dinero pero, a decir verdad, no conseguía dilucidar ese motivo. Sasha el Whist, aventurero y estafador, jamás habría entregado a su cliente los sumarios sin cobrar. Acostumbrado como estaba a jugar con la credulidad de los demás, evitaba caer en el mismo error. «¿Y si suponemos que, tras coger los sumarios y entregar el dinero, el futuro asesino de Galaktiónov le encargó a éste otra tarea? Por ejemplo, que consiguiese el cianuro.» Y sería ese mismo cianuro el que emplearía para envenenarle durante su nueva visita. Contaba con que, para un juez instructor poco perspicaz, su muerte pasaría por suicidio, puesto que el cianuro se lo había procurado el propio difunto. También la ampolla estaría a la vista, allí donde supuestamente se le había caído al fallecido. En el caso de que el juez instructor descartara el suicidio, tampoco pasaría nada, no tenía importancia. Busquen ustedes al asesino. No le encontrarán ni aun buscándole con candil…

El fuerte olor a pan quemado la devolvió a la realidad. Demonios, ¡era incapaz de preparar siquiera una comida tan sencilla!

Al sacar las tostadas de la sartén y servirse un café fuerte y aromático, Nastia Kaménskaya pensó por enésima vez que había hecho bien al aceptar por fin casarse con Chistiakov. A su lado se sentía tranquila, cómoda y segura, a su lado no tenía miedo. Además, a Chistiakov la comida no se le quemaba nunca.

7

Nastia se consumía de impaciencia esperando la llamada del juez de instrucción Olshanski. ¿Y si la resaca le impedía a Setunov acordarse de que la noche anterior habían venido unos policías y le habían dejado la citación? ¿Y si la había perdido y no sabía adónde tenía que ir ni por quién debía preguntar? ¿Y si aún continuaba borracho? Llevaba llamando a casa de Setunov desde primera hora de la mañana pero nadie cogía el teléfono.

Olshanski la llamó alrededor de las doce.

– Oye, Kaménskaya, ¿de dónde has sacado a ese trompeta que me has mandado? -gruñó en el auricular el familiar falsete-. Despide tales efluvios que me ha empañado las gafas. Bueno, ha confesado que le proporcionó cianuro a Galaktiónov. Dos ampollas. Eres una chica lista, no sé cómo lo has adivinado. ¿Cómo se te ha ocurrido?

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