Yula estaba sentada en su lugar favorito, la mesa del rincón, y sorbía licor de plátano de una copa diminuta. A su lado estaba su nueva amiga, Oxana, más conocida como la Cobra. Una morena alta y esbelta de pelo lacio que tenía la extraña costumbre de fijar en el interlocutor sus oscuros ojos almendrados, que no parecían parpadear nunca, lo que le mereció su apodo. En efecto, su mirada era inquietante y algo así como hechicera. A sus clientes les resultaba excitante. La Cobra era una cliente habitual. En el bar, todo el mundo la conocía. Cuando, hacía unas semanas, Yula entró allí por primera vez, la Cobra sospechó que venía a hacerle la competencia, que se proponía pastar en los pastizales ajenos, y se apresuró a cantárselas claras a la novata. Pero resultó que la muñequita, Yula, no era, como se dice, de su cuerda y no tenía la menor intención de arrebatarle las atenciones de los clientes potenciales. Además, a la Cobra le encantó saber que a Yula los tíos en general la traían sin cuidado. No es que fuera frígida o alguna cosa rara como lesbiana, por ejemplo, no, ni mucho menos, lo que ocurría era que los hombres, sencillamente, la aburrían. Las muchachas se hicieron amigas enseguida.
Ese día estaban planeando su viaje al mar. La idea de la excursión era de Yula, que tenía muchas ganas de tomar el sol en una playa mediterránea pero le daba corte ir allí sola.
– Llévate a algún chorlito -le aconsejaba la Cobra -. Por un lado, estarás segura; por otro, no te aburrirás.
– No me vengas con esas bobadas -replicó Yula torciendo el gesto-. Me fastidiaría las vacaciones. Oye, ¿por qué no vamos juntas?
– ¿Qué dices? -preguntó la Cobra desconcertada-. Estoy sin blanca, tengo que amueblar el piso, necesito cada céntimo.
– Tonterías -dijo Yula acompañando la palabra con un gesto expeditivo de la mano-. Tendré dinero suficiente para las dos.
– Nunca vivo de prestado -le advirtió la Cobra.
– No te ofrezco un préstamo. Te invito sin más. Es una ley de la buena sociedad, ¿sabes? El que invita, paga.
La Cobra miró a la muchacha con curiosidad. Yula no tenía en absoluto el aspecto de alguien que tuviese la menor idea de lo que era la buena sociedad.
– No serás por casualidad…
La Cobra clavó en la chica su mirada pesada, nunca atenuada por el parpadeo. Sólo le faltaba pasar las vacaciones en compañía de una tortillera.
– No, no -la tranquilizó Yula-. Soy normal. No me echo encima de las tías. Pero también estoy hasta las narices de los tíos. Mira, si me voy con un tipo fijo, no me dejará salir de la cama en todo el tiempo. ¿Y si dos días más tarde deja de gustarme? Un paso a la derecha, un paso a la izquierda; se considera intento de fuga y se dispara sin avisar. ¿A que sí?
– Según qué chorbo, puede ser verdad -convino la Cobra -. Hay algunos que no consienten faltas disciplinarias.
– Es justo lo que te estoy diciendo. En cambio, si me busco el plan en el sitio, no habrá nada de compromisos ni problemas. Nos divertimos un par de días y luego adiós muy buenas, cada uno se va por donde ha venido. Sencillamente, ir sola me da miedo. Nunca he estado en el extranjero, no conozco el idioma y en general… Ven conmigo, ¿eh?
La proposición era atractiva pero demasiado insólita. ¿Ir a un país extranjero con una chica a la que apenas conocía, por simpática que pareciese, y que, encima, le prometía asumir todos los gastos? Seguro que se metería en un buen lío o incluso tal vez se jugaría el tipo.
– Oye, ¿cómo es que tienes tanto dinero? -inquirió la Cobra, siempre precavida y suspicaz.
– Pierde cuidado, bonita, no lo he robado -contestó Yula con una sonrisa cínica-. Sale del bolsillo de mi mami.
– Caramba, ¿así que tenemos una mamaíta forrada? -exclamó Oxana sorprendida.
Yúlechka, con su vulgaridad, no encajaba en su idea de hija de una mamá con posibles. Cierto, era una niña antojadiza; cierto, era una niña mimada; pero la infancia pasada en la miseria no había modo de ocultarla, se transparentaba debajo del caro vestido y de las pretensiones de gran señora, la Cobra tenía mucho ojo para esas cosas.
Sin embargo, fuese como fuese, aceptó acompañar a Yula a la costa mediterránea. Las muchachas decidieron que harían el viaje en mayo. Aunque el mar estaría todavía fresquito, el sol sería el mejor para ligar un bronceado fenomenal. Y bañarse, ya se bañarían en la piscina.
Mientras se preparaba para marcharse a casa, Inna Litvínova contemplaba horrorizada la perspectiva de tener que explicarle a Yúlechka que su viaje al Mediterráneo se aplazaba. Acababan de comunicarle que había que darle un parón a la «chapucilla». Todo por culpa de aquel absurdo incendio que destruyó el sumario del caso de Grisa Voitóvich, por lo que ahora por el instituto pululaban los funcionarios de la policía. ¡Tantas ganas tenían de saber quién había solicitado la excarcelación de Grisa, supuestamente para concluir cierto importante proyecto! En todo el instituto, Inna era la única que estaba enterada de la dichosa solicitud y del proyecto en cuestión. Ahora los policías habían reclamado los planes de investigaciones científicas y andaban indagando sobre los últimos trabajos de Voitóvich. Empezaba a ser preocupante. Pero en todo el instituto sólo había dos personas que sabían lo preocupante que era. Una de las dos era Inna Fiódorovna Litvínova.
Camino del instituto a casa pasó por varias tiendas buscando alguna golosina para Yúlechka. Tal vez una deliciosa comida e insólita la ablandaría, y entonces le hablaría de su viaje a la costa. Ya junto al portal, Inna echó una ojeada al reloj e intentó imaginar por dónde andaría en esos momentos su tesoro de piel blanca y cabellos rojos. Si estaba en casa, difícilmente podría hacer la llamada y necesitaba hacerla. Para que le echasen una mano. Inna se metió en una cabina con resolución.
– El trabajo sobre el proyecto se ha parado -anunció cuando al otro lado descolgaron el teléfono.
– ¿Por qué?
– Por la policía. Se empeñan en averiguar por qué soltaron a Voitóvich y quién mandó aquella carta.
– Espero que no les haya dicho que fuimos nosotros.
– Por supuesto que no. Pero seguirán en el instituto hasta que obtengan respuestas a sus preguntas. Durante todo ese período, los trabajos permanecerán suspendidos, y su conclusión queda aplazada hasta una fecha indefinida. Escuche, lo que ocurre es que en el instituto nadie tiene la menor idea de lo que ocurre, y la policía tardará muchísimo en sacar en claro lo que sea. Esto significa que pasará mucho tiempo hasta que podamos reanudar los trabajos. Debe hacer algo.
– ¿Por qué le preocupa eso, Inna Fiódorovna? ¿Tiene algún problema?
– Necesito dinero. Con urgencia. Mucho dinero. No puedo esperar a que esa historia de Voitóvich se desvanezca sola.
– ¿Cuál de los funcionarios de la policía representa, en su opinión, el mayor peligro?
– Son tres. Dos hombres y una mujer. Yo personalmente tengo la impresión de que el más peligroso es Korotkov Yuri Víctorovich. Pero hoy me han dado a entender que a la que hay que temer es a la mujer. Se llama Kaménskaya. No sé su nombre de pila, no he hablado nunca con ella.
– Pero a usted esa Kaménskaya no le parece peligrosa, ¿verdad?
– Ya se lo he dicho, no he hablado con ella nunca, así que difícilmente puedo opinar. Pero no está en el instituto, al menos últimamente no la he visto por allí. En cambio, los dos hombres están allí plantados.
– Está bien, Inna Fiódorovna, no se preocupe. Nos encargaremos de todo y haremos lo que podamos. Gracias por avisarnos.
Inna salió de la cabina y se arrastró hacia la casa. Por primera vez desde que Yula había aparecido en su vida, no tenía ganas de volver a casa.
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