Regresó al despacho y volvió a llamar a Kaménskaya. Seguía allí. El reloj marcaba las 17.42 horas.
La enorme sala del consejo del instituto no estaba ni medio llena. La presentación de las tesis doctorales hacía tiempo que había dejado de llamar la atención a los científicos del centro. Además de los miembros del consejo, los únicos en acudir a esta clase de actos eran los afectados por algún asunto del orden del día y la «hinchada» de los doctorandos: sus compañeros, amigos y familiares (siempre que, ni que decir tiene, el tema de la tesis doctoral no estuviera catalogado como secreto de estado).
Los propios miembros del Consejo Académico se comportaban como si se tratara de un festejo oficial, conversaban en pequeños corrillos, juntándose dos o tres para intercambiar impresiones con los compañeros a los que llevaban mucho tiempo sin ver, se levantaban y cambiaban de sitio, salían de la sala y volvían a entrar. Nadie hacía el menor caso del desdichado doctorando, que marmoteaba sus explicaciones sin intentar siquiera hacerse oír por encima del rumor de voces que se extendía por toda la sala. Cuando les llegaba el turno a los oponentes de designación oficial, el rumor se aquietaba un poco: se trataba de unos colegas merecedores de todo respeto y, aunque nadie tenía la intención de escuchar lo que decían, convenía guardar las apariencias.
– Tiene la palabra el oponente oficial, doctor en Ciencias Técnicas, profesor Lozovsky -anunció solemnemente el presidente del consejo Aljimenko con gesto arisco y fulminando a los miembros del consejo con la mirada-. Si es tan amable, Mijaíl Solomónovich.
– Estimados colegas -habló Lozovsky tras encaramarse en el estrado y rodear la tribuna con los brazos como si alguien fuera a arrebatársela-. Lo que tenemos delante de nosotros es el fruto de muchos años de un trabajo tenaz, lo que de por sí sería suficiente para llenarnos de profunda admiración. Me refiero, por supuesto, al trabajo, no al fruto. Nuestro doctorando Valeri Iósefovich Jarlámov nos ha presentado una obra, sin lugar a dudas interesante, que puede contestarnos con claridad a la pregunta primordial: ¿posee el aspirante a grado científico la capacidad para realizar una labor científica de forma autónoma? ¿Dispone de un potencial científico suficiente para hacerlo? Puesto que tal es el sentido de toda tesis doctoral si la memoria no me falla y si interpreto correctamente las estipulaciones de la Comisión Superior de Calificaciones.
Tras lanzar esta parrafada, Lozovsky se calló y volvió la cabeza hacia Viacheslav Yegórovich Gúsev, quien, en su calidad de secretario académico, debería conocer a fondo el reglamento y las exigencias de la CSC. Viacheslav Yegórovich asintió expresivamente con la cabeza, conteniendo la risa. Esa escena se reproducía invariablemente cada vez que Lozovsky intervenía como oponente en la presentación de una tesis doctoral. Era el único científico que sostenía que el asunto central del debate alrededor de una tesis no era el significado del trabajo presentado sino su nivel y su calidad.
«Si discutiésemos el significado, Einstein jamás habría conseguido doctorarse ante nuestro consejo porque todos habríamos declarado con unanimidad que estaba equivocado. El doctorando no necesita que todos le demos la razón al unísono, ya que si sólo concediéramos títulos académicos a aquellos cuyas ideas nos pareciesen correctas, la ciencia no avanzaría nunca. No surgiría ninguna escuela científica nueva. Nadie podría plantear una tesis científica innovadora, pues innovar supone derrocar lo antiguo. Al valorar una tesis doctoral, debemos ceñirnos a las respuestas de estas preguntas: ¿posee el doctorando una cultura científica suficiente?, ¿analiza los resultados de sus experimentos a conciencia?, ¿tienen lógica sus razonamientos?, ¿es capaz de inventar algo original? Dicho de forma lapidaria, la presentación de una tesis debe darnos pie para decidir si tiene cerebro o no. Eso es todo. Y yo en mi calidad de oponente oficial no trataré otras cuestiones. Si no les gusta, no me inviten a hacer de oponente», acostumbraba declarar el profesor Lozovsky en actitud tajante.
Esa actitud encantaba a los doctorandos, que siempre pedían que les pusieran a Lozovsky de primer oponente. Sin embargo, se conocían algunos casos, presentes en la memoria de todos, en los que el tozudo profesor, tras leer una tesis perfectamente correcta y sólida, al acudir a su presentación manifestaba:
– No tengo nada que objetar contra una sola palabra de este trabajo. Todo es correcto. Todo, desde la primera mayúscula hasta el punto final. Y por eso me ha resultado aburrido. Esta tesis es una buena tesina estudiantil pero nada más que esto. No he podido observar la menor presencia de pensamiento. No he apreciado una sombra del gusto por el experimento. Mi opinión es ésta: el doctorando no está preparado para desarrollar la labor científica por cuenta propia, concederle el grado de doctor sería prematuro.
Algunos iban a escuchar a Lozovsky como otros van al circo. Se enteraban de si hacía su discurso de oponente durante la primera o segunda presentación, entraban en la sala del consejo en el momento justo, cuando Mijaíl Solomónovich subía al estrado, y se marchaban en cuanto bajaba.
– Siento un profundo respeto por el monitor científico de nuestro doctorando, el profesor Borozdín -continuaba perorando Lozovsky-. Y dado que estoy familiarizado con el estilo científico de Pável Nikoláyevich, leí con especial atención el texto de la tesis presentada tratando de reconocer la influencia del monitor científico y, cosa que nunca se debe descartar, la ausencia de la solvencia científica de Valeri Iósefovich Jarlámov. ¡Pues no! -Al pronunciar estas palabras, Lozovsky blandió el dedo índice deformado por la artritis-. No he observado en la tesis ni rastro de la participación de Pável Nikoláyevich. Tengo la impresión de que el profesor Borozdín simplemente ha cometido un atraco a nuestro estado al cobrar por la supervisión científica del trabajo de un hombre de ciencias totalmente maduro, de un sabio varón a quien la mencionada supervisión no le hacía ninguna falta.
La sala se animó. Todo el mundo comprendía que Mijaíl Solomónovich estaba bromeando y que en realidad sus palabras encerraban un máximo elogio al doctorando. Pero una vez ya ocurrió algo parecido… Y terminó con que el profesor encargado de realizar la supervisión científica del doctorando fue despojado del grado académico, ya que justo después de una intervención similar de Lozovsky se descubrió que en realidad nunca había actuado como monitor con ninguno de los doctorandos, pues hacía muchísimos años que había perdido el tren de la ciencia y había dejado de entenderla. Se limitaba a pasar los capítulos y apartados que le mandaban los doctorandos a su hijo, un físico joven y brillante, que se encargaba de escribir comentarios sobre cada página y de explicarle a su papi querido el significado de sus observaciones. Luego el papi querido contaba todo esto a sus doctorandos poniendo gesto de superioridad intelectual. Quería mantener su reputación científica, le gustaba lucir el título de profesor y guardaba celosamente su secreto, que consistía en que hacía mucho tiempo que había dejado de ser profesor. El escándalo fue sonado, y desde entonces la gente empezó a frecuentar la sala del consejo para «ver a Lozovsky», como en otras épocas la gente acudía al circo para ver a los equilibristas que hacían sus acrobacias sin red. No se perdían ni una presentación esperando que un día volviese a suceder algo por el estilo.
– Confío en que el monitor científico del doctorando nos explique en su discurso a quién ha estado supervisando durante todos estos años y en qué consistía tal supervisión -seguía guaseándose Lozovsky.
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