Jerónimo Tristante - El Enigma De La Calle Calabria

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En su tercer caso, Víctor Ros llega a Barcelona donde debe investigar el extraño secuestro de Don Gerardo Borrás que, después de varios días en paradero desconocido, reaparece en su domicilio con signos de haber sido torturado. Además reacciona de forma violenta ante todos los símbolos religiosos, por lo que el cura de la familia considera que está poseído por el diablo. Para resolver el caso, el inspector sigue la pista de Elizabeth, un travesti, y de un misterioso enano que lo llevan a una red de secuestro y prostitución de jóvenes y a un selecto club aficionado al vampirismo. Pero cuando el gobernador civil da por cerrado el caso, Víctor Ros adopta una falsa identidad y debe utilizar toda su astucia para poder encontrar y arrestar a los culpables.

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– Vaya, lo mismo dice Elisabeth o, perdón, Paco Martínez Andreu -observó Víctor.

Hubo sonrisas entre los presentes con evidente mala intención.

– ¿Qué insinúa?

– Yo, nada. Usted se lo ha dicho todo -repuso Víctor-. Además, quemó usted su dietario.

Entonces el gobernador se encaró con el detective y gritó:

– ¡No le consiento! Sepa que se enterarán de esto en el Ministerio de la Gobernación.

El acompañante de don Horacio Buendía tomó la palabra poniéndose en pie.

– No será necesario. Me llamo Gilberto Honrubia, subsecretario del ministerio, y aquí tengo una cosa para usted -dijo tendiendo un papel sellado al gobernador.

– ¿Cómo?

– Está usted cesado. Su sustituto, don Vicente Costa Ruiz, viene de camino.

– Pero ¡esto es inaudito!

– En efecto -apuntó don Gilberto mientras el otro miraba los papeles consternado-. Inaudito, y dé usted gracias por no acabar en la cárcel. Tiene orden de presentarse en Madrid a la mayor brevedad posible para que le comuniquen su nuevo destino. He oído algo del norte de África.

Don Trinitario se quedó inmóvil. Con el rostro colorado por la vergüenza levantó la cabeza y echó un vistazo a la concurrencia. Con una amplia sonrisa, uno de los periodistas levantó el índice y se preparó para hacerle una pregunta, pero antes de que pudieran darse cuenta el cesado había abandonado la sala hecho una auténtica furia entre las risas de los presentes.

– Bien está lo que bien acaba-apuntó don Horacio Buendía, el Mastín.

– Quisiera decir algo más -pidió Víctor tomando de nuevo la palabra-. Sé que a veces se me tacha de teatral por estos «actos finales» con los que me gusta rubricar mis casos; hay quien dice que es una falta de humildad, pero creía necesario limpiar en cierta medida la memoria del pobre don Gerardo, ya que él solo se buscó la ruina, y dejar para siempre a un lado esa leyenda que surgió tras su reaparición. Sí que tuvo una debilidad, sí, era un hombre con una doble vida, pero demasiado cara pagó el pobre su pasión oculta por Elisabeth. Además, les he reunido por otro motivo: quiero pedir disculpas a todos mis amigos artistas que me conocieron como Max por mis mentiras, y especialmente a Elia por aquella exposición que quedó pendiente en Roma y que nunca se celebrará. Al menos, de momento. Hay aquí un joven, Alfonsín, que espero honre la memoria de su padre y que ayude a su madre, doña Huberta. -Ella apretó la mano del heredero de Borras-. Sé que el joven Borrás no es una mala persona y me consta que con la ayuda de estos amigos logrará encontrar su camino. Quisiera dar las gracias a mi amigo Takeo, a Segismundo de El Bou Trencat y por supuesto a Eduardo, a mis amigos los inspectores López Carrillo y Blázquez, y sobre todo a mi querido Gian Carlo, quien con su magistral actuación como el conde de Chiaravalle nos permitió atrapar a Elisabeth. Se jugó la vida y nunca podremos estarle lo suficientemente agradecidos. Y dicho esto, les comunico a todos ustedes, al subsecretario don Gilberto, a mi superior, don Horacio, y a la prensa aquí presente que, des de este momento, ceso en mi actividad policíaca y entro en situación de excedencia. Y ahora, estoy seguro de que sabrán disculparme, pero a Gian Carlo y a un servidor nos espera nuestra familia en San Sebastián.

Cuando salieron de la casa les pareció escuchar un emotivo murmullo de admiración.

En el corto trayecto hasta el coche de alquiler, Víctor sufrió el acoso de los tres plumillas, que querían más y más información. No contestó ni a una sola pregunta aunque sí accedió a ser fotografiado como un héroe, pero eso sí, junto a Gian Carlo, Eduardo, don Alfredo y Juan de Dios López Carrillo.

Un grupo de notables se hallaba sentado en la sala de prensa del Cercle del Liceo degustando un buen coñac y fumando unos puros habanos mientras debatían los detalles referentes a la organización de los próximos juegos florales. De aquellos prohombres se decía que eran los verdaderos gobernantes de Barcelona: Eusebi Güell, Manuel Girona, Antonio López y López, Enric de Duran, el alcalde, y media docena más de eminencias charlaban en animada conversación.

– ¡Vaya! -dijo Eusebi Güell poniéndose de pie al ver que Víctor Ros entraba acompañado de un ujier.

Todos se levantaron para estrechar la mano del hombre del momento y se deshicieron en elogios agradeciéndole vivamente que hubiera limpiado de aquella manera su ciudad. Al fin, el recién llegado tomó asiento en una silla, rodeado en semicírculo por las de tan distinguida concurrencia. Parecía algo cortado. Accedió a tomar un café y en cuanto le fue posible dijo:

– Esta misma tarde, en apenas un par de horas, parto hacia Madrid. Tengo allí unos papeleos pendientes para cerrar el caso y supongo que en cosa de tres días podré hallarme en San Sebastián con mi familia.

– Unas merecidas vacaciones, ¿eh? -observó Manuel Girona.

– Me temo que definitivas -respondió Ros.

– ¿Cómo?

– Creo, mi buen amigo Manuel, que don Víctor deja la policía -aclaró Güell.

– Vaya -contestó Víctor muy sorprendido-. ¿Cómo lo sabe usted?

– Es nuestra obligación saber lo que se cuece en esta maravillosa ciudad-comentó el heredero de Joan Güell con una sonrisa en los labios.

Víctor se puso muy serio y volvió a tomar la palabra:

– No quería marcharme sin venir a darles las gracias. De no haber sido por su generosa contribución económica no habríamos podido tejer la red que nos permitió capturar a esa mujer y desarticular su pequeña banda.

– No, no -protestó Antonio López-. Es a usted a quien debemos estar agradecidos por habernos hecho ver la importancia de este asunto. La ciudad es más segura, más bella y más noble sin esa gentuza.

– En esta ocasión -dijo Víctor-, debo reconocer que me han apoyado desde el Ministerio de la Gobernación e incluso, dicen, desde el Palacio Real. Por cierto, ¿han recibido la lista de los nombres que les envié esta mañana?

Eusebi asintió.

– ¿Están todos? -preguntó.

– Creo que se calla alguno -apuntó el policía-. Insiste en que su caso no llegará a juicio.

Todos sonrieron. Entonces, el alcalde dijo:

– El nuevo gobernador viene de camino y, gracias a esa lista, en cuanto llegue instaremos a algunos «notables ciudadanos» a que cambien de aires, ya saben, tendrán que mudarse a vivir al extranjero, lo más lejos posible.

– Nada trascenderá, claro -musitó Víctor.

– En efecto, amigo -afirmó Güell-. Los escándalos no benefician a nadie, pero supongo que así al menos se hace justicia.

– Sí, en cierto modo -respondió Víctor, que no parecía demasiado convencido, mientras se levantaba-. Y ahora, si me perdonan, he de irme. Reitero mi agradecimiento, señores, han prestado ustedes un gran servicio a esta ciudad.

Todos le estrecharon la mano. Güell y López le acompañaron incluso a la puerta, hasta su coche de alquiler. Justo cuando iba a subir, Eusebi Güell le dijo:

– Ahora que estará usted en excedencia, considere seriamente la posibilidad de venir a Barcelona, me encantaría que trabajara para mí.

Víctor sonrió y subió al carruaje:

– ¿Sabe? Adoro esta ciudad que, en su momento, conocí bien. En cuanto pase un tiempo y los sórdidos detalles del caso no estén tan frescos en mi mente, traeré a mi mujer y a mis hijos para que la conozcan y terminen amándola como yo.

La portezuela se cerró y el coche inició su camino.

– Ahí va un hombre notable -observó López.

– Y que lo digas, amigo, y que lo digas -contestó Güell.

Eduardo

La despedida era triste, ahora sí. López Carrillo y Eduardo, en el andén, apuraban los últimos minutos en compañía de aquellos amigos con los que habían vivido una increíble aventura. Blázquez y Gian Carlo, después de dar un abrazo a López Carrillo, besaron al crío y subieron al vagón. Los mozos pasaban junto a ellos empujando carros que contenían varios pisos de maletas sujetos por cuerdas. Víctor se quedó el último. Apretó a Juan de Dios en un fuerte abrazo como si quisiera romperlo e hincó una rodilla en tierra para abrazar al crío. Olía bien. Al fin había conseguido hacer de él lo que era, un niño, y no una especie de espectro con el rostro negro y vestido con harapos.

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