– Ni en sueños -cortó Víctor secamente-. ¿Y este caballero?
– Ah, sí, perdón -se disculpó don Horacio Buendía, algo desorientado por aquella situación-. Este es don Gilberto Honrubia, subsecretario del Ministerio de la Gobernación.
– Encantado -lo saludó Víctor.
– ¿Ha confesado? -preguntó don Gilberto.
– Sí, tenemos su confesión total.
– ¿Y la lista? -interrumpió don Horacio.
– Ha dado una lista de nombres de gente importante, sí, pero me temo que se ha callado algunos. Insiste en que su caso nunca se verá en un juicio.
– Ya -intervino el subsecretario- El dietario fue destruido por el gobernador, ¿no?
– Por desgracia, así es -contestó el inspector Ros.
– ¿Y lo ha citado usted en la casa de la calle Calabria?
– Sí, allí debe de estar con todos los demás -asintió Víctor.
– Pues entonces no perdamos tiempo -añadió don Gilberto Honrubia a la vez que comenzaba a caminar.
Víctor, Lewis, don Horacio y don Gilberto entraron en el salón de la casa de la calle Calabria, donde aguardaba una nutrida concurrencia; todos se hallaban sentados en multitud de sillas dispuestas aquí y allá, como si aquello fuera un teatro. Allí estaban López Carrillo, Blázquez, el conde, Eduardo y Alfonsín Borrás, quien, sentado en un diván, permanecía expectante cogido de la mano de la pintora Elia Vidal. Víctor tomó nota de ello visiblemente complacido. Le agradaba la joven. Era una mujer de mundo y parecía más madura que sus compañeros de correrías. Quizá era la influencia positiva que el hijo de don Gerardo necesitaba en su vida. También estaban los hermanos Torrents, los escultores, siempre juntos, don Fulgencio, el casanova, y el pintor, el sobrino del gobernador, don Higinio Mesure. Santiago Cusí, el otro joven retratista, permanecía de pie, al fondo, y también se hallaban presentes Segismundo Cifuentes, el dueño de El Bou Trencat, y el chino Takeo acompañado por sus sempiternos matones.
Esta extraña y variopinta parroquia contrastaba con las tres hermanas de doña Huberta, que estaba postrada en la cama, las cuales iban acompañadas por sus respectivos esposos y algunos de los sobrinos y sobrinas del infortunado don Gerardo. En primera fila esperaba nervioso don Trinitario, el gobernador. Tres tipos jóvenes, con lápices y cuadernos de notas, aguardaban impacientes. Las criadas de la casa habían servido té y café a todos los presentes.
Víctor aguardó a que don Horacio, don Gilberto y Lewis tomaran asiento.
– Veo que estamos todos -dijo antes de beber un vaso de agua-. Bien, amigos, les he citado aquí por dos motivos: el primero, aclarar todos los detalles referentes al caso, y el segundo y más importante, ayudar a que la memoria de don Gerardo no quede reducida a ese desgraciado incidente que la gente del vulgo ya conoce como «El Endemoniado de la calle Calabria». Como ven ustedes están aquí presentes tres periodistas -hubo un murmullo de desaprobación.
Víctor, impertérrito, continuó hablando:
– Yo les he llamado sin ningún temor y dirán ustedes: ¿por qué? La respuesta es bien sencilla. En una sociedad como ésta, tan aficionada a lo esotérico y al espiritismo (no olviden ustedes que hay quien hace de ello hasta su verdadera religión), era de esperar que los detalles más truculentos del caso fueran los que más habían de llamar la atención de la opinión pública. Ya saben ustedes, los del viaje al infierno y la supuesta posesión del fallecido don Gerardo. Bien, he llamado por ello a don Rafael Zamora, del Diario de Barcelona, a don Sebastián Losada, de La Vanguardia, y a don Obdulio González Cantos, de la Veu de Catalunya, para que sean fieles testigos de lo que voy a contar aquí y acabar de una vez por todas con esa idiotez de «El Endemoniado de la calle Calabria».
Alfonsín Borras sonrió visiblemente complacido y el inspector Ros continuó, muy serio, con su alocución.
– Don Gerardo fue un hombre con sus virtudes y sus defectos, y aunque, en cierta medida, sucumbió a sus vicios, como dijo alguien antes que yo: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». Y dicho esto, sé que estos tres señores periodistas evitarán caer en lo más íntimo y se ocuparán de los detalles de este crimen que de verdad interesarán al gran público. -Los tres plumillas asintieron-. Bien, prosigamos. Supongo que casi todos tenemos claro que don Gerardo no fue tragado por el infierno, sino que fue víctima de un secuestro inhumano y cruel. -Entonces levantó la vista y vio que algunos asentían con la cabeza.
Bebió otro poco de agua y siguió hablando.
– Hay dos puntos en los que me apoyaré inicialmente para demostrarles a todos ustedes y a estos señores periodistas que don Gerardo no fue absorbido por el infierno. Porque, a ver, aunque sabemos que fue secuestrado, seguro que hay detalles que les hacen dudar, ¿no? Por ejemplo… digan, digan.
Los espectadores se miraron unos a otros.
– Desapareció de su coche como por arte de magia -dijo uno de los hermanos Torrents, Arcadi.
– Exacto -respondió Víctor-. ¿Otro detalle que nos haga pensar en un posible viaje al infierno?
– El azufre en la ropa, la tierra -apuntó don Alfredo.
– Exacto, ¿y algo más?
– La fotofobia -sugirió uno de los sobrinos de don Gerardo.
– Bien. ¿Alguien tiene alguna otra evidencia?
– Sí, es evidente que don Gerardo no podía soportar la visión de símbolos sagrados -observó uno de sus cuñados.
– Bien. -Víctor tomó de nuevo la palabra-. Pues esta mañana demostraré que todo eso no son más que patrañas y echaré por tierra la teoría del infierno, que, dicho sea de paso, le costó la vida a este pobre hombre.
A ninguno se le escapó que miraba a Lewis.
– Bien, bien. Primero y antes que nada les contaré un chiste, una anécdota.
Todos se miraron como pensando que aquel hombre, además de excéntrico, estaba loco. Víctor, como siempre a lo suyo, siguió adelante con su propósito.
– Erase una vez una señora que hacía de ama de llaves de un cura. El sacerdote tenía un gato desagradable, malcriado y negro, y ella estaba harta de aquel animal que lo ensuciaba todo con sus deposiciones, le enredaba los ovillos de lana y se afilaba las uñas con sus mejores colchas. Un día le dijo al cura qué no se deshacía de aquel animal y el párroco le contestó que no, que le tenía mucho cariño. Entonces aquella mujer adoptó una costumbre: cada vez que se cruzaba con el gato se santiguaba y a continuación le arreaba una buena patada. Así lo hizo disciplinadamente durante dos semanas, al cabo de las cuales, un buen día, se acercó al sacerdote y le dijo: «Padre, creo que el gato está endemoniado», a lo que el cura contestó confuso: «¿Cómo?». Ella insistió: «Sí, mire», y se santiguó delante del animal. Entonces, el gato, creyendo que a continuación recibiría una buena patada, salió corriendo. El cura no quiso tener en su casa un gato que huía ante la señal de la cruz y se deshizo de él inmediatamente.
Algunos rieron el chiste de Víctor, pero él continuó: -Pero ahora, dejémonos de chanzas y vayamos al trabajo. Síganme.
Entonces salió al exterior acompañado de aquel gentío, al que situó en la escalera de acceso a la casa. Justo en la puerta había un carruaje, el de don Gerardo, con su cochero presto en el pescante.
– Imaginen que soy el mismísimo Borrás. Me voy a Madrid.
Y dicho esto subió al carromato. Tomó asiento, cerró la portezuela y se despidió de los presentes. Otro carruaje venía en sentido contrario por la misma calle y aminoró el paso. Entonces, cuando el coche de don Gerardo apenas iniciaba la marcha, un gran estruendo hizo que todos giraran la cabeza. Eduardo había encendido una ristra de petardos que espantó a una bandada de palomas que se había posado en el tejado de la casa de al lado. Algunos sonrieron por la travesura de aquel chiquillo de mirada viva y amplia sonrisa.
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