Intentó resistirse, pero la esposaron y la llevaron adentro. Una vez atada a una silla le quitaron la frazada que le cubría medio cuerpo. Lo primero que vio fue la cara de ese detective, Víctor Ros.
– Al fin nos encontramos -comentó éste-. ¿Y su cómplice?
Los guardias ya habían encontrado el rastro de la sangre y abrieron la trampilla.
– Aquí está, señor -dijo una voz desde el subsuelo-. Lo ha despachado.
Ella, él, sonrió.
– Todo ha acabado -repuso Ros.
– Es usted un cerdo -contestó muy tranquila-. Y espero que se pudra en el infierno.
– Le gané la partida. Eso me basta. -Debo reconocer que es usted bueno.
– ¿Y Antoñita? ¿Está muerta?
Ella miró a otro lado.
– Vas al garrote, Elisabeth.
Ella asintió.
– ¿Te das cuenta -insistió Víctor- de que después de andar tras tus pasos durante tanto tiempo no te había visto el rostro hasta ahora?
– Porque soy buena en mi oficio -contestó ella, quien pese a su edad parecía un hombre joven, un obrero que empezaba una nueva vida.
– No se te ve muy apenada, o apenado -observó López Carrillo-. ¿Cómo prefieres que te trate?
– Soy Elisabeth… Ya viví hace trescientos años…
López Carrillo y Víctor se miraron como sorprendidos, aquel tipo estaba como una cabra.
– Sí -convino Ros con hastío-. Fuiste Erzsébet Báthory.
– Así es.
– ¿Desde siempre?
– No, comencé a ser consciente de ello a los quince años, creo. Yo lo negaba. Poco a poco fue entrando en mi mente. Llegué a casarme y todo, pero era superior a mis fuerzas, se fue apoderando de mí, yo soy ella y ella soy yo.
– ¿No sabes lo que es el remordimiento? ¿Te parece bien lo que has hecho con esas criaturas?
– No sé lo que es ni me importa.
Entonces Víctor Ros se le acercó mirándola a los ojos.
– Buen disfraz -aprobó.
– Gracias -contestó ella.
– Todo este tiempo soñaba con capturarte para hacerte una pregunta, Elisabeth.
– Usted dirá, Víctor.
– ¿Cómo supiste que tengo hijos?
– Un farol, casi todo el mundo los tiene. Por eso le mandé la nota y di en el clavo, lo supe cuando lo vi abandonar Barcelona de esa manera.
– Volví de inmediato.
– Sí, como Max. Muy listo.
– ¿Cuándo te diste cuenta de que te habíamos tendido una trampa? Me refiero a ayer, en el apartamento.
– Aquí su amigo, el italiano, cuando crujió una madera en el descansillo tuvo un segundo de duda, se lo noté en la mirada.
– Estoy desentrenado -reconoció Gian Carlo.
– Bien, Elisabeth, o quizá debería decir Paco… -Víctor tomó la palabra de nuevo-. Esta noche será larga.
– No crea, voy a contarlo todo, ¡todo! Yo no voy ajuicio, en cuanto hable… Yo no caigo sola, tiraré de la manta y arrastraré conmigo a un montón de gente importante, al infierno, ¡al infierno!
Entonces comenzó a reírse a carcajadas, como una loca. Les heló la sangre. Tenía los ojos fuera de sí, la boca abierta y sus dientes parecían afilados. Era extraño, pues aunque era un obrero, vestía como un obrero y parecía un hombre, su voz, sus ademanes, sus ojos, eran los de una mujer, una mujer loca
Dejaron a dos guardias con ella y bajaron al sótano por una endeble escalera de mano. Había varias lámparas de gas aquí y allá. Vieron más de cincuenta cuadros con motivos religiosos, las obras de la ex mujer de Paco, aquél era su almacén. Las carcajadas de Elisabeth se oían al fondo y daban miedo, allí, en la oscuridad del sótano, apenas una cueva con el suelo de tierra.
También había sacos de azufre, llenos de un polvo amarillo.
– Aquí estuvo don Gerardo -dijo Víctor.
Entonces se acercó a una argolla a la que había atada una larga cuerda y observó un orificio en la pared. La tierra había sido removida hacía poco.
– Caven ahí -ordenó a dos guardias.
Al fondo, el cuerpo de Férez había sido tapado con una manta. Los guardias se emplearon a fondo y no tardaron en dar con el cuerpo de Antoñita. Se miraron con tristeza unos a otros. Su cuerpo estaba lleno de laceraciones. Víctor se agachó y vio que el pasadizo continuaba.
– Por ahí escapó don Gerardo, supongo que cavó con sus propias uñas. Esta gentuza debía pasar días sin atenderlo, apenas le dieron nada de comer -añadió-. Debe de haber más restos de niñas por aquí enterradas.
– ¿Y cómo vamos a hallarlos? Esto es grande -preguntó López Carrillo.
– Es fácil -respondió Víctor-. Envía a dos guardias, que busquen un par de perros callejeros, los más famélicos que vean. Que los bajen aquí y que no les den nada de comer en dos días, ellos hallarán los huesos si los hay.
– Bien pensado, amigo -aprobó López Carrillo.
Entonces vieron la jaula, al fondo: la dama de hierro. Colgaba del techo y debajo había una bañera.
– Ahí tomaba sus baños de sangre -dijo Víctor-. Colocarían a las jóvenes dentro de la jaula y las obligarían a moverse para que se clavaran los pinchos.
– Como la condesa esa comentó-López Carrillo
– ¡Cuánta maldad! -exclamó Víctor-. Esa mujer es el diablo en persona.
Decidieron salir de allí, la noche prometía ser larga.
Ya en el piso de arriba y cuando Víctor iba a salir por la puerta, ella, Elisabeth, dijo muy resignada:
– ¿Puedo hacerle una pregunta, Víctor?
El se giró y la miró. Allí, hablando así con ella, resultaba difícilmente creíble que aquel hombre fuera el monstruo que era.
– Dígame.
Elisabeth hizo una pausa y dijo:
– ¿Cómo me ha encontrado?
El inspector Ros la miró con cierto aire de tristeza impreso en su rostro y, siguiendo su camino, contestó:
– Gracias a la geología, Elisabeth, gracias a la geología.
Ala mañana siguiente Víctor, Gian Cario, Eduardo y López Carrillo desayunaron juntos en el hotel y se encaminaron hacia el apeadero de Sants. No tuvieron que esperar mucho, porque el tren de don Alfredo llegó enseguida.
Víctor se lanzó a abrazarlo en cuanto lo vio bajar del tren y gritó:
– ¡La hemos capturado, Alfredo, la hemos capturado!
– ¡Qué me dices! -exclamó Blázquez -¿Cómo? ¿No se había escapado?
– Pues no te lo vas a creer: gracias a un billete de tranvía.
– ¡Eres un fenómeno!
– ¿Y Clara?
– Muy bien, te manda recuerdos, está exultante al saber que todo ha terminado y que volverás pronto.
– ¿Y los niños?
– Muy bien. Y doña Ana Escurza manda recuerdos para Gian Carlo. -El italiano pareció azorarse-. Dice que está muy orgullosa de usted. ¿Nos vamos?
– Yo he de esperar al comisario Buendía- dijo Víctor.
– Vaya -observó don Alfredo-. No sabía que venía el Mastín.
– Sí, sí, el asunto se las trae -contestó el inspector Ros.
Víctor se quedó en la estación esperando a su jefe y los demás acudieron a la calle Calabria, donde debían comprobar que todas las órdenes de Víctor se hubieran llevado a cabo.
A los quince minutos llegó el tren de Madrid. Del mismo descendió don Horacio Buendía, de fuertes mandíbulas, achaparrado y ancho de hombros, el Mastín; lo acompañaban un caballero bajo y poca cosa, de bigote gris, y Lewis, del Sello de Brandenburgo.
– No sabía que el Sello seguía metido en este asunto -comentó Víctor por toda presentación.
– ¿Qué tal un buenos días primero? -dijo don Horacio.
– Perdónenme ustedes pero no entiendo qué hacen ellos aquí.
– Vaya, Víctor, no se lo tome usted así -se defendió Lewis.
– No me agradó la participación del Sello en el episodio que causó la muerte de don Gerardo, los tenía a ustedes por gente civilizada.
– Pues sepa usted -intervino don Horacio-, que el Sello y el Ministerio de la Gobernación acaban de rubricar un convenio de colaboración. Ahora podrá usted trabajar oficialmente con sus amigos.
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