– Me la pegaste bien, amigo. Por poco te doy una buena tunda, ¿eh? -observó López Carrillo entre risas.
– Menudo bastonazo, no sé si podré volver a tener descendencia.
Todos rieron la ocurrencia.
– Mi comisario, don Horacio Buendía, viene de camino, bien acompañado, y don Alfredo está ya en marcha. Mañana celebraremos la reunión en casa de don Gerardo -añadió Víctor.
– He preparado todo según me dijiste -contestó López Carrillo.
Víctor no respondió, estaba como ido. Miraba el billete del tranvía que hallara en el bolso de Paco Martínez Andreu.
– ¿Me has oído? -repitió López Carrillo.
– Sí, sí -dijo pensando en otra cosa.
Entonces, tras un silencio, colocó el mapa geológico sobre la mesa y con el boleto en la mano exclamó:
– Pero ¡claro, qué idiota! Si tenemos todas las variables.
– ¿Cómo? -inquirió López Carrillo.
– Sí, sí. Mirad, en el dorso de este billete vienen las siete paradas de la línea -dijo.
Se lo tendió a sus amigos para que lo vieran, un pequeño boleto de color rojo con una leyenda que decía: «Los tranvías de Barcelona»; al lado, un número de serie, el 34578, y debajo, los nombres de las paradas.
– Supongamos que esta mujer compró este billete recientemente, ¿no? Parece lógico, pues es de las pocas cosas que llevaba en el bolso.
– Mucho suponer -repuso López Carrillo.
– Bien, bien -continuó Víctor dibujando un camino con su pluma-. Si sobre nú mapa geológico trazamos una línea que siga el recorrido, nos bailamos con que discurre paralelo a la costa hacia el noreste. O seas, que descartaríamos, así de buenas a primeras, dos zonas diluviales del cuaternario como son la cuenca del Ripoll y los terrenos al sur de Montjuïc, y nos quedamos forzosamente con la cuenca del Besos.
– El Besós, Víctor, el Besós. Con acento en la o.
Víctor se quedó como extasiado, mirando a la pared. Al fin tomó la palabra señalando con el dedo a su amigo Juan de Dios López Carrillo:
– ¿Sabéis? Esto mismo ya me ha pasado otra vez, cuando me entrevisté con la mujer de Paco Martínez Andreu, la pintora; ella me dijo que tenía un almacén para guardar sus pinturas, lo recuerdo: yo le pregunté por unos cuadros que tenía con motivos religiosos. «¿Ah, ésos? Los hago a granel -me contestó-. Se venden fácilmente y me dan de comer. Pinto más de diez a la semana, si hasta los guardo en un almacén en Sant Adrià de…», y yo dije: «De Besos». Y ella me contestó exactamente como tú ahora: «No, no, de Besós. Con el acento en la última sílaba». ¿Os dais cuenta? La mujer de Paco, o de Elisabeth, tenía un almacén en Sant Adrià de Besós, que entra dentro de mi mapa, materiales diluviales del cuaternario con Pupilla y, además, es la última parada de la línea del tranvía que utilizó. Es eso, es eso.
– ¿Y el azufre? -preguntó López Carrillo.
– Ahí me pillas -reconoció Ros-. No hay un solo yacimiento de azufre en toda la zona.
Pemanecieron en silencio. Víctor volvió a hablar:
– Pensemos: usos del azufre, almacenes de azufre, ¿para qué se usa?
Volvieron a quedarse en silencio, pensativos. Ros dijo:
– Se usa en fotografía, como fijador. Siguieron pensando.
– En mi tierra se usa como fungicida, en los cultivos -intervino el italiano.
– Más, más, pensad -repuso Víctor.
– Para hacer pólvora -sugirió Eduardo.
Ros chasqueó los dedos índice y pulgar y dijo:
– Ahí está. Para hacer pólvora, para eso se usa en grandes cantidades. López Carrillo, tú y el crío acercaos a la Guardia Civil, necesito una lista de polvorines, fábricas de explosivos y depósitos de petardos y fuegos artificiales de Barcelona. Gian Carlo y yo haremos otro tanto en el Registro de Sociedades Mercantiles. Aquí dentro de una hora.
Salieron a toda prisa y volvieron a reencontrarse en el vestíbulo del hotel hora y media después. Se repartieron las dos listas y comenzaron a buscar. No era sencillo, pues la lista del Registro era muy larga, aunque a la media hora López Carrillo, que buscaba en el listado de la Guardia Civil, dijo:
– Tengo algo. Esteban Hermanos S.L., deposito de pólvora para fuegos artificiales, Sant Adrià de Besos.
– ¿Dice ahí el nombre del propietario?
– Sí, Faustino Rosell López.
– Materiales diluviales del cuaternario, el tranvía, azufre y Sant Adrià -enumeró Víctor contando con los dedos-. Anota la dirección, nos vamos.
Un parroquiano, algo pasado de peso y rozando la cuarentena, bregaba con la tierra intentando sacarle algo de partido a base de riñones cuando contempló dos carruajes que se paraban en el camino que había junto a su terreno. Del primero bajaron tres caballeros y un crío, y del segundo, cuatro guardias. Por un momento llegó a asustarse cuando uno de aquellos señoritos le preguntó, mostrando su placa:
– ¿Faustino Rosell?
– El mismo que viste y calza -dijo apoyándose en la azada.
– Inspector Ros, de la policía. Queremos hacerle unas preguntas. ¿Es usted dueño de Esteban Hermanos?
– Quiá, aquello quebró. Era el negocio de mi padre e intentamos continuarlo, pero hará cosa de cinco años que el Señor llamó a mi hermano Práxedes. No pude competir con los precios de las grandes fábricas y cerré el negocio.
– Pero conserva el terreno, ¿no?
– Sí, un terreno con varias casetas para manipular el material, a distancia unas de otras, y una pequeña casa, apenas un salón en una planta baja.
– ¿Conservan allí material?
– Poca cosa quedará -respondió el parroquiano como haciendo memoria-. En las casetas, nada, y en el sótano de la casa, que es bastante amplio pues se aprovechó una gruta natural, algunos sacos de material.
– ¿Puede ser azufre para fabricar pólvora?
– ¡Coño! ¿Cómo sabe usted eso? Sí, allí la temperatura es estable, fresca y hay cierta humedad, un buen sitio para conservar bien las cosas.
– ¿Tiene arrendada la propiedad?
– Sí, claro, precisamente hará ahora cuatro años.
– ¿A dos hombres y una mujer?
– Exacto.
– ¿Esta? -dijo Víctor mostrándole una fotografía de Elisabeth.
– Es ella, sí. ¿Qué ha hecho?
– Nada bueno. ¿Queda cerca?
– Ahí al lado.
– Acompáñenos, rápido.
– ¡Perfecto! -exclamó Licinio Férez contemplando su obra con las tijeras en una mano y el peine en la otra.
– No está mal. ¿Ha quedado corto? Lo quiero muy corto, como un militar -dijo Paco Martínez Andreu.
Se estaba mirando en un espejo de mano mientras se deshacía de la sábana que lo cubría. Sacudió los pelos sobrantes para que cayeran al suelo y lanzó el embozo a un rincón:
– Barre eso -dijo.
Entonces se puso un blusón de obrero y se caló una gorra hasta las orejas. Llevaba un pantalón de pana viejo, gastado, y unas alpargatas raídas.
– ¿Parezco un obrero?
– Das el pego perfectamente -asintió Licinio mientras tiraba el contenido del recogedor por la ventana. Se hizo un silencio y Paco ordenó: -Haz el equipaje, nos vamos.
Este, acostumbrado a obedecer, tomó una vieja maleta de la parte de arriba del armario y la abrió sobre la cama. Extrajo un par de camisas de la cajonera y comenzó a colocarlas con cuidado, evitando que se arrugaran. Entonces sintió algo frío en la garganta y, a continuación, un insoportable escozor, como una quemadura. Quiso hablar pero sólo le salió un extraño gorjeo. Se puso la mano en el cuello y notó que la sangre, caliente y húmeda, se le escapaba a borbotones.
– Lo siento, Licinio, pero tu fotografía ha salido en todos los periódicos. No puedo ir por ahí con un lastre como tú.
Antes de que pudiera darse cuenta, estaba de rodillas. Ella, ahora él, conservaba aún las tijeras en la mano, estaban manchadas de sangre. Licinio cayó como un peso muerto y se ahogó con su misma sangre. Ella, otra vez él, de obrero, echó un vistazo por la ventana. Casi había oscurecido. Decidió salir. Tampoco era cuestión de caminar por aquellas huertas totalmente a oscuras. Arrastró el cuerpo, abrió la trampilla y lo dejó caer al sótano. Limpió un poco la sangre. Un desperdicio que le hubiera venido muy bien a su piel, pero tenía prisa. Tomó el hatillo y tras echar un vistazo a aquel mugriento cuarto salió al exterior. Comenzó a caminar a paso vivo. De pronto, de detrás de unos matorrales salieron tres guardias. Se giró para huir pero ya era tarde, alguien le echó una manta por la cabeza y dijo: -Date prisa, Elisabeth,
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