Jerónimo Tristante - El Enigma De La Calle Calabria

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En su tercer caso, Víctor Ros llega a Barcelona donde debe investigar el extraño secuestro de Don Gerardo Borrás que, después de varios días en paradero desconocido, reaparece en su domicilio con signos de haber sido torturado. Además reacciona de forma violenta ante todos los símbolos religiosos, por lo que el cura de la familia considera que está poseído por el diablo. Para resolver el caso, el inspector sigue la pista de Elizabeth, un travesti, y de un misterioso enano que lo llevan a una red de secuestro y prostitución de jóvenes y a un selecto club aficionado al vampirismo. Pero cuando el gobernador civil da por cerrado el caso, Víctor Ros adopta una falsa identidad y debe utilizar toda su astucia para poder encontrar y arrestar a los culpables.

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– Luego su amor queda libre de obstáculos, ¿no? -dijo Berga dibujando una amplia sonrisa.

– Pues de eso se trata, joven, que precisamente ahora necesitaría hablar con él. Esta misma mañana he recibido una nota de mi amada. ¡Accede a tener un encuentro amoroso conmigo!

– ¡Vaya, hombre! Eso hay que celebrarlo. ¿Cuándo?

– Esta misma tarde, en la calle Lleida, al pie de Montjuïc, en la pensión Doña Joana.

– Ah, sí, es un lugar que se ha especializado en alquilar habitaciones por horas, precisamente para encuentros amorosos. ¿Y se lo piensa usted?

– No, no, claro. Entonces… voy, ¿no?

– La historia no la han escrito los cobardes, querido conde -dijo Berga muy seguro de sí mismo-. Y Max ya no está aquí para interponerse.

Comenzaba a atardecer cuando el conde de Chiaravalle descendió del coche de alquiler. Había ya poca luz. En el portal lo esperaba una vieja, la alcahueta. Le hizo una seña y él la siguió muy nervioso tras indicar al cochero que lo aguardara allí mismo. Atravesaron un mugriento y oscuro pasillo, muy largo y lleno de humedades, para subir un pequeño tramo de escaleras hasta un entresuelo. La vieja llamó tres veces a la puerta, hizo una pausa y luego otras dos. Una contraseña.

La puerta se abrió y apareció Bárbara Miranda.

– Pasa -dijo mirando hacia ambos lados. Parecía temerosa de que alguien pudiera verla allí.

Chiaravalle despidió a la anciana con una suculenta propina, se acercó a la joven, la tomó por el talle y, cerrando la puerta de un taconazo, la besó apasionadamente. Ella gimió y por un momento pareció desfallecer. Entonces se separó un poco y propuso:

– Tornemos un poco de té primero. ¿Te parece?

Se sentaron a la mesa. Frente a frente. Ella hizo los honores y le cogió la mano. Entonces habló:

– Pero… -dijo extrañada al ver que él no llevaba ninguna maleta-. ¿No has traído el dinero?

– No, no, querida, cuando vayamos de camino al barco. Sólo faltan dos días. ¿Estás segura? Te deseo.

– Yo también -asintió la joven.

Sus ojos eran hermosos, grandes, gatunos. Lo miraban con una mezcla de suspicacia e inteligencia.

– Te amo, Bárbara -confesó él poniendo cara de embelesado. Ella sonrió. Entonces se escuchó un crujido del suelo. Venía de fuera del cuarto, del pasillo. El conde se dio cuenta al segundo de que había errado. Al escuchar el sonido había mirado hacia un lado, de manera apenas imperceptible pero lo suficiente como para estropear un buen timo. Lo sabía, era un profesional.

Ella lo miró muy profundamente, leyendo en su interior.

Con su mejor sonrisa dijo:

– Voy al cuarto, a prepararme.

Entonces lo dejó a solas. Ahora o nunca, se dijo Chiaravalle. Caminando lentamente, con tiento, para no hacer ruido, se acercó a la puerta del pequeño apartamento. Esos segundos se le hicieron eternos. Abrió la puerta, que crujió demasiado, y allí estaba Max, con el revólver en la mano. Le señaló el cuarto con la cabeza y el «artista mental» comprendió. Max recorrió el pequeño salón sin hacer ruido y se situó junto a la puerta. Le hizo un gesto que el conde entendió y éste se encaminó hacia el cuarto.

– ¿Estás lista ya, querida? -preguntó abriendo la puerta del mismo. Antes de que pudiera darse cuenta, el brillo del acero surgió desde el dormitorio. El conde de Chiaravalle esquivó el brutal zarpazo de milagro y sufrió una herida en el pecho que apenas si le rasgó la ropa y algo de piel. Max hizo fuego al instante y la puerta se cerró. Todo había sido muy rápido.

– ¿Estás bien? -se preocupó Max.

– Sí, no es nada.

Entonces Máximus Aeternum derribó la puerta de una patada con el arma en ristre. La mujer se descolgaba ya por el balcón que daba al paseo de Santa Madrona. El artista corrió hacia allí, se asomó y contempló cómo ésta era abordada por Alphonse justo cuando iba a subir a un coche que la esperaba. El cochero iba embozado, sin duda era el hermano del tipo de la cicatriz en la barbilla. Vio brillar la navaja en manos de aquella arpía y temió lo peor. Disparó al aire. Ella se soltó del niño y éste cayó al suelo, inmóvil.

– Nooooo -gritó Max mientras ella subía al coche, que ya rodaba calle abajo.

Max bajó las escaleras a toda prisa y salió a la calle. Alphonse ya estaba de pie sacudiéndose el polvo de la ropa.

– Estoy bien, estoy bien. No me ha tocado -aseguró con voz muy tranquila-. Lo que lamento es que ha escapado.

Subieron al apartamento, donde el conde apuraba su taza de té.

Miraron la mesa. Aquella arpía había tenido que huir sin su bolso.

Max lo registró a fondo.

– Nada -dijo-. Un pañuelo, un frasco de perfume, un monedero y poco más. Lo único útil, quizá, este pequeño billete de tranvía

– Maldición-soltó el conde

Entonces Máximus Aeternum, quitándose el sombrero, se despojó de sus sempiternas lentes, se quitó la peluca, el bigote y la perilla postizos y ordenó:

– Eduardo, avisa a Juan de Dios López Carrillo, dile que vamos a casa de Santiago Berga, que vaya para allá con una docena de agentes a la mayor brevedad posible. Dile que es un mensaje de parte de Víctor Ros.

Capítulo 15

Santiago Berga pensó que todo aquello no era más que un sueño. Acababa de inyectarse una buena dosis de morfina y sus sentidos, abotargados por el sueño, comenzaban a sumergirse en ese mundo laxo y profundo que tanto lo ayudaba a superar el tedioso día a día. A su lado, en el diván, completamente desnuda y semicubierta por una sábana blanca, yacía una joven de pelo negro y tez blanca. Estaba sedada por la droga, el brazo caído, a un lado; la boca, abierta; y respiraba profundamente. Tenía los ojos perdidos, gélidos, ausentes. La había conocido la noche anterior y no sabía ni cómo se llamaba. Por eso creyó que todo era un sueño, extraño y perverso: su mayordomo gritando para impedir que entrara alguien y la puerta del salón reventada de una patada para dar paso a un extraño individuo, un híbrido vestido con las ropas de Máximus Aeternum y con el rostro de ese maldito policía, ese remilgado de Víctor Ros, que le decía:

– Santiago Berga, queda usted detenido.

En su sueño aquel tipo extraño, acompañado del conde y de Alphonse, le ponía las esposas.

– ¿Cómo? -preguntó una voz nueva. Era un tipo al que conocía, otro policía, Juan de Dios López Carrillo, que llegaba acompañado por multitud de guardias.

– Perdona, amigo, pero tuve que jugar esta baza para intentar detener a estos desalmados contestó Max, o Ros, lo que fuera.

– Pero… ¿Víctor? -exclamó López Carrillo sorprendido-. No entiendo. ¿Tú eras…? ¿Qué está pasando aquí?

– Te pido disculpas, Juan de Dios, pero no he tenido más remedio que recurrir a esta pequeña comedia para intentar atrapar a esa maldita mujer, Elisabeth, y aun así ha escapado.

Todo era tan confuso, pensó Berga. Sentía el efecto de la droga que corría por sus venas, le escocían los pulmones y le pesaban los brazos, las piernas. Se sentía muy cansado.

– Qué sueño más raro -observó antes de quedar inconsciente.

Pueden pasar -dijo el guardia de fieros bigotes abriendo la puerta del calabozo-. Acaba de despertar.

Víctor Ros hizo su entrada en aquel oscuro cuarto acompañado de Juan de Dios López Carrillo y de un sargento. Había dos guardias junto a Santiago Berga, quien permanecía sentado y con las esposas puestas. Tenía un ojo tumefacto y le sangraba el labio.

Los tres recién llegados tomaron asiento tras una mesa.

– Este es el sargento Guarinós, que tomará nota de su declaración. A mí ya me conoce, y este caballero es López Carrillo. Va usted a confesar -dijo Ros por toda presentación.

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