– Tengo que comprobar algo.
Llamó a Julia Soto.
– No quiero molestarla sin motivo, pero tengo algunas preguntas sobres los cuadernos de su padre. Hemos observado que regularmente aparecen nombres de organizaciones y números de cuentas bancarias junto con otras cifras que todavía no hemos podido aclarar. He pensado que quizá nos pudiera ayudar al respecto.
– Donativos.
– ¿Perdón?
– Esas cifras corresponden a donativos que realizó mi padre.
Cornelia revisó de nuevo las listas que habían elaborado.
– Son cifras algo extrañas. Nunca números redondos.
– Ya lo sé. Además, hacía estas donaciones siempre a instituciones diferentes. Mamá le decía que ya que quería hacer caridad, que diera dinero a alguna iniciativa de la Iglesia, pero ahí él tenía sus propios criterios.
– ¿Sabe cuáles?
– Ni idea. Nunca nos explicó sus razones. Pero desde que empezó con los donativos, tardaba mucho tiempo en decidirse por algún proyecto concreto. Después calculaba la cifra y mandaba el dinero. Siempre nos los contaba cuando ya lo había hecho. Y le cambiaba el humor.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Que parecía feliz. Como si eso que lo reconcomía lo dejara en paz. Después se le pasaba y empezaba de nuevo con la desazón y buscaba otros a quien dar dinero. A mamá las cantidades también le parecían raras, pero tenía una confianza ciega en nuestro padre.
Cornelia tomó nota de lo que contaba Julia. Se detuvo a la vez que ésta calló.
– ¿Cómo se siente?
– Bien. El doctor vino a verme y me dio unas pastillas. También ha venido el cura. Hemos hablado del entierro de mamá. Será este domingo, en la iglesia, y sé que alguno no irá porque se suicidó y que otros irán por morbo, y algunos, unos pocos, lo harán por amistad. Y yo estaré atenta, vigilante.
De nuevo, a pesar de la normalidad con que había empezado la conversación, ese tono alienado de su último encuentro.
– ¿Qué quiere vigilar, Julia?
– Que nadie nos haga daño.
– Si se siente amenazada, enviaré a algún colega. Yo misma estaré presente.
– Gracias, comisaria. Ahora tengo que colgar, tengo mucho que hacer, tengo que avisar a los amigos de cuándo será el entierro.
– Si necesita algo, ya sabe dónde me tiene -respondió Cornelia, pero seguramente Julia Soto no la llegó a escuchar. Ya había colgado.
Aún con el desasosiego que la conversación le había dejado, volvió a hojear el cuaderno. Una idea se abría paso en su cabeza.
Marcó de nuevo el número de los Soto. Julia se puso al aparato. La voz sonaba extraña, lenta, pastosa, y Cornelia pensó que seguramente había tomado las pastillas que le había dado el médico de la familia. Además, parecía tener también dificultades para comprender lo que la comisaria le pedía.
– Sólo querría pasar un momento por su casa para ver de nuevo el despacho de su padre.
Julia Soto vaciló un poco; Cornelia insistió.
– Estaré allí en veinte minutos.
Ya se disponía a salir cuando Müller la llamó desde su ordenador.
– Comisaria, acaba de llegarle un correo electrónico desde España. ¿No quiere leerlo?
Un cuarto de hora más tarde Cornelia estaba en la casa de los Soto. Le abrió la puerta Carlos Veiga. Le dio la mano cariacontecido y antes de darle paso le advirtió:
– No se extrañe del estado en que se encuentra la casa. Julia lo está pasando muy mal. Se comporta de un modo extraño, pero el doctor dice que es una reacción natural.
Al entrar en la casa entendió la prevención de Veiga. En el vestíbulo la recibieron varias cajas de cartón que mostraban en su interior un desorden de figuritas de porcelana, cojines, mantelitos de ganchillo que deberían de haber ocupado las estanterías y los muebles de la estancia. Veiga se sintió impelido a dar una explicación.
– Julia ha decidido cambiar el aspecto de la casa para que no se convierta en un mausoleo.
Como si hubiera estado esperando que se mencionara su nombre, Julia Soto apareció de improviso de la cocina. Cornelia reconoció la chaqueta de color verde claro, pero apenas a la persona que la llevaba. El moño atildado con que solía recogerse el pelo había dejado paso a una maraña peinada a duras penas con los dedos que enmarcaba el rostro amarillento. Olía mal, a sudor viejo. Saludó con una jovialidad fingida. Acto seguido sus ojos se posaron en una de las estatuillas de porcelana que aún reposaba sobre una estantería. Los huecos hablaban de un orden que se iba desintegrando en los cartones que ocupaban el suelo. Tomó la figura, observó todas las cajas y tras reflexionar brevemente la colocó en una de ellas sin que se pudiera dilucidar qué motivo la había empujado a hacerlo.
– Carlos, ¿podrías prepararle un café a la comisaria?
Veiga entendió el mensaje y las dejó solas.
Cornelia ya conocía la habitación, la habían inspeccionado en su primera visita tras la muerte de Marcelino Soto. Ahora los cajones del escritorio y de la cómoda estaban medio abiertos, en las estanterías había huecos aleatorios, en una faltaban un par de libros, en la otra se notaba la ausencia de algún archivador, en el suelo se apilaban carpetas y papeles. La habitación olía intensamente a productos de limpieza.
Julia Soto la precedió tambaleante. La comisaria se preguntó si habría comido algo en los últimos días. La mano le temblaba y Cornelia observó que se había comido las uñas. Julia también apreció la dirección de la mirada de la comisaria.
– Mamá siempre me reñía porque me mordía las uñas.
Escondió las manos en los bolsillos de la chaqueta llena de lamparones.
– Espero que encuentre algo útil. Aunque no sé. Ya he empezado a arreglar el despacho de papá y algunas cosas están en cajas. Los cuadernos estaban en este cajón.
Julia Soto le señaló el escritorio de su padre.
– ¿Los leyó?
– No. Les eché un vistazo por encima. Pensé que sólo eran libros de cuentas. Quizá debería haberlo hecho. Quizás estaba escrita allí la historia que mató a mi padre. A mis padres.
– ¿Qué quiere decir con «la historia»?¿Se refiere a lo que se decía sobre su abuelo en la guerra civil?
– ¿A qué si no?
– Ha pasado mucho tiempo, varias generaciones…
– El asesinato no prescribe, ¿no es cierto?
– Sí, pero…
– Si mi abuelo delató a sus compañeros, los entregó a la muerte segura. Eso es también un asesinato. Él no disparó, pero los mató igualmente. Por eso lo mataron a él también.
Las palabras de Julia brotaron en el mismo tono algo ensimismado en que estaba hablando todo el tiempo. Cada palabra parecía ser la última en un fluir lento y monocorde.
– ¿Su abuelo ha dicho?
– Sí, mi abuelo Antonio, el traidor.
– Su abuelo no fue asesinado.
Eso es lo que le comunicaba el mensaje de la Guardia Civil que había recibido justo antes de salir. Se había investigado esa muerte y era a todas luces un accidente.
– Eso es lo que se dice porque sus asesinos fueron muy sutiles. ¿Sabe cómo murió mi abuelo?
Aunque lo sabía perfectamente, Cornelia negó con la cabeza. Quería oír su versión.
– Se cayó del tejado de su casa. Dicen que subió para arreglar una gotera y resbaló. Mi abuelo tenía setenta años cuando murió. ¿Usted cree que un hombre de setenta años se sube solo a un tejado?
La comisaria le habría dicho que sí, que había conocido imprudencias aún mayores, pero la dejó hablar.
– Cuando fuimos al entierro todos, incluso los parientes, nos hicieron el vacío. Cuando años después me contaron la historia del abuelo, pensé que nos repudiaban, lo que también es verdad. Pero estos días he recordado conversaciones que cacé al vuelo durante esos días en la aldea y que entonces no entendí. Le pregunté a Irene. Como ella es mayor, recuerda más cosas. Y primero no me quería dar la razón, pero al fin ella también lo recordaba.
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