– Es la punta del iceberg. Es el miedo a quedar estigmatizado, al rechazo social, a perder el apoyo del grupo. Y eso es lo peor que puede pasarle a un emigrante. La solidaridad del grupo es el único sostén que vale. Para muchos este país sigue siendo un entorno hostil y frío. Calor sólo lo encuentran entre ellos. ¿Me permite que la obsequie con este pequeño presente?
Entre el pulgar y el índice de la mano derecha sostenía un león rampante, dispuesto a atacar, el símbolo del estado de Hesse.
– Es una creación propia. Todavía la estoy perfeccionando.
Siguió hablando un rato más con Recaredo Pueyo. Pero se fue sin atreverse a preguntarle si creía que su madre podría sufrir el mismo tipo de problemas que habían llevado a Magdalena Ríos al suicidio.
Aunque ya afuera, mientras callejeaba buscando su coche tuvo que reconocer que éste había sido uno de los motivos de su visita, ahora se iba con la sensación de que tenía más piezas del puzzle de las que creía, sólo que estaban cubiertas por una tela de silencios obstinados. Todavía no sabía lo que era, pero sentía que la solución estaba ahí, entre los papeles que habían recopilado, entre los testimonios que habían recogido, entre las palabras que alguien había pronunciado, sin que ellos acertaran a vislumbrar la relación que todos estos elementos guardaban entre sí. Había salido de la casa del cura con una impresión semejante a la que la acompañó a su salida de la ACHA. Y no se debía a la nostalgia por los tiempos heroicos de la emigración, ni se trataba de la inmersión en un mundo que había rechazado en buena parte cuando decidió que era alemana y que ahora parecía reclamarle la atención perdida. Era otra cosa.
Müller y Fischer seguían en el despacho haciendo llamadas, comprobando los datos sobre las finanzas de Soto, revisando papeles. Levantaron la cabeza simultáneamente al escuchar su voz.
– ¿Qué tal con el cura?
Resumió su encuentro.
– Cuando mencioné el miedo de Julia Soto, Recaredo Pueyo se sobrecogió, como si hubiera tocado un punto muy doloroso. Después le quitó importancia, pero me he quedado con la impresión de que sabe algo crucial que no nos quiere contar.
– Tal vez no pueda por el secreto de confesión -apuntó Müller.
– Quizá deberíamos presionarlo -añadió Fischer, y cosechó miradas de desaprobación de sus colegas.
Cornelia se sentó ante su escritorio. En un gesto inconsciente, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta que había dejado colgada del respaldo de la silla. Encontró un paquete de cigarrillos que había olvidado allí y sacó uno. No debería fumar. «El tabaco perjudica seriamente la salud. Se calcula que aproximadamente mueren al año unos dos millones de personas como consecuencia directa del tabaco a causa de las cerca de cuatro mil sustancias tóxicas distintas que se producen en la combustión del tabaco y que entran en los pulmones y la sangre de quienes fuman y de quienes les rodean. Estas sustancias son las responsables del cáncer de pulmón, de boca, de garganta y de laringe, de enfermedades cardiovasculares como infartos, arteriosclerosis, trombosis, hipertensión y apoplejías, o enfermedades respiratorias como el enfisema o la bronquitis crónica.» Le daba igual, necesitaba un cigarrillo para seguir pensando, para intentar encajar las piezas.
– Cornelia, que aquí no está permitido fumar. Además, ¿no querías dejarlo?
Esa última llamada de su conciencia en la voz de Reiner Fischer también fracasó. Desvió las llamadas al móvil, se colgó la chaqueta de los hombros y con el cigarrillo sin encender entre los labios abandonó la habitación para dirigirse a una terraza minúscula que había sido declarada de facto zona de fumadores. Por suerte no había nadie. Metió la mano en el bolsillo derecho, donde guardaba el encendedor, pero acabó cogiendo el teléfono, que justo en ese momento empezó a sonar. Antes de hablar, dejó caer el cigarrillo que se le había quedado pegado en los labios.
– Weber, homicidios.
– Hija, no olvides el Tejedor.
Cornelia ya no respondía a este reproche habitual.
– No tengo mucho tiempo, mamá. Estoy muy ocupada.
– Lo se, lo sé. Pero es que estoy… estamos tan trastornados con lo que le ha pasado a la pobre Magdalena, que he pensado que si te llamaba igual me tranquilizaba un poco.
– Está bien, mamá.
Se hizo un tenso silencio. Ninguna de las dos sabía cómo continuar. Cornelia intentó abordar el tema que la preocupaba desde el suicidio de la viuda de Soto.
– Mamá, hoy he hablado con el cura, con Recaredo Pueyo.
– Un buen hombre. Un buen cura, aunque tengo la sensación de que no es creyente.
– ¿Cómo puedes decir eso?
– No sé, hija, es una impresión que tengo.
No se trataba ahora de discutir con su madre sobre la fe del cura. Pero no sabía qué palabras emplear. No quería usar términos como depresión o problemas psicosomáticos, porque tras su conversación con Recaredo Pueyo era consciente del rechazo que provocaban.
– Mamá, ¿tú eres feliz en Alemania?
– Pues claro, aquí estamos todos, la familia… ¡Qué preguntas!
– ¿Y no has pensado nunca en regresar a España?
– ¿Y dejar a tu padre solo aquí?
– No, quería decir que los dos os fuerais a vivir a España.
– Imposible. Allí tu padre se volvería loco. Tu padre es muy alemán, a pesar de todo, y allí con el ruido, el desorden, la impuntualidad, no me duraba ni tres días, el pobrecito. Y yo ya me he acostumbrado tanto a esto que creo que me volvería loca también. ¡Ni hablar!
Se hizo otro silencio. Esta vez era Celsa Tejedor quien por lo visto buscaba palabras. Por la manera en que las formuló seguramente había buscado en su archivo televisivo.
– ¿Ya habéis detenido a los autores de los anónimos?
Cornelia quedó tan sorprendida por la forma como por el contenido de la pregunta.
– No.
El silencio de su madre era un reproche. Eso estaba claro. No dio tiempo a que lo expresara, le resumió en pocas palabras lo sucedido. Celsa Tejedor escuchó sin comentarios, pero el mutismo que le llegaba a Cornelia era cada vez más oscuro.
– Hija, no veas en qué situación me has puesto. Ahora tendré que decir que te equivocaste.
– ¿Qué quieres decir? ¿No habíamos quedado que no contarías nada a nadie? ¿No te dije que estaba asumiendo un riesgo al darte información?
Celsa sonó compungida.
– Lo sé, pero era para tranquilizar a la gente. Yo sólo quería que se supiera que no había sido uno de nosotros y después se me escaparon algunos detalles, pero sólo se lo conté a la Reme.
– Pero ¿te das cuenta de que me has puesto en una situación muy delicada? La información que te di no era pública. Si se llega a saber que yo la filtré, podría tener problemas graves.
– ¿Y qué me dices de lo desairada que he quedado yo? Todos se alegraron tanto con la noticia… y ahora les tendré que decir que era todo mentira.
Cornelia inspiró profundamente antes de hablar.
– Mamá, primero, no era mentira, era una hipótesis, una teoría que no habíamos verificado. Segundo, ¿qué significa todos? ¿No me acabas de decir que se lo contaste sólo a Reme?
Acorralada, Celsa Tejedor se revolvió con fiereza.
– No me hables como una policía, soy tu madre.
– No te preocupes, que no lo olvido. Mi error fue todo lo contrario, olvidé que soy policía y me porté como una hija. Pero puedes estar segura de que no me pasará dos veces. Y otra cosa: no vuelvas a llamarme al trabajo.
Pulsó la tecla de colgar. Sin furia. Con tristeza. Aún llegó a escuchar que su madre decía algo como «Eso es terrible, entonces…», pero no oyó la frase entera. El teléfono sonó otra vez a los pocos segundos, pero no contestó.
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