Rosa Ribas - Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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– ¿Qué recordaba?

– Que por el pueblo corrían rumores de que no había sido un accidente. Que alguien aprovechó la oportunidad. Alguien a quien el abuelo incluso le pidió ayuda para reparar el tejado, y que desde allí lo tiró al suelo. Llámela, pregúntele a Irene. Ella se lo confirmará.

Julia la miraba desafiante, como si esperara que en ese momento la comisaria fuera a llamar a su hermana para comprobar lo que le estaba diciendo. Al ver que Cornelia sólo la miraba, siguió hablando:

– Creían que no me enteraba de nada. Siempre han pensado que Julita, la pequeña, no se enteraba de nada, y fíjese si me entero. Soy la única que ve las cosas como son. Es una cadena. Que empezó el abuelo Antonio, el traidor. Por su culpa, además, ahora hablo español con acento alemán. Y después decía papá que las culpas de los padres no caen sobre los hijos. Hasta en eso nos ha jodido el abuelo.

Cornelia no sabía que le chocaba más, si las risitas malvadas con que acompañó sus palabras o el hecho de escuchar por primera vez un taco en boca de Julia Soto.

De pronto la joven esbozó una sonrisa ingenua.

– Bueno comisaria, como sabe, tengo mucho que hacer.

Se dirigió a la puerta. Justo en ese momento apareció Veiga con una taza de café. Julia se despidió con prisas y se dirigió a la planta baja, dejando tras de sí un penetrante olor a abandono.

– Señor Veiga, Julia me preocupa mucho.

– A mí también, comisaria. Pero Irene y el doctor dicen que hay que darle tiempo.

– ¿Tiempo para qué? ¿Para que siga perdiéndose en elucubraciones paranoicas?

– Yo la vigilo todo el rato. Apenas me separo de su lado. Esta vez no bajaré la guardia, como me pasó con la tía Magda.

Veiga la miraba apesadumbrado. Sonaba sincero, pero Cornelia no podía acabar de dar crédito a sus palabras.

Empezó a inspeccionar el despacho de Soto. Tomó sin ganas, por pura cortesía, el café que le ofrecía Veiga. Ante la mirada de éste recorrió las estanterías. A pesar del efecto devastador de la acción de su hija, aún se podía apreciar que Marcelino Soto había sido una persona en extremo ordenada, todavía quedaban rastros de un sistema en la colocación de los libros, en la alineación de los archivadores, en el apilamiento de las carpetas. En las paredes también se notaba el paso trastornador de la hija. De un grupo de cinco fotografías con paisajes en blanco y negro, faltaba la cuarta. Cornelia se acercó: eran vistas de un pueblecito, una aldea casi. Quizá fuera el pueblo natal de Marcelino Soto. Al lado, colgada de modo que se pudiera leer desde el escritorio, una frase bordada rodeada por un ostentoso marco dorado que contradecía el estilo austero del resto de la habitación. Se acercó y leyó la frase: «Los pecados de los padres no caerán sobre los hijos». De eso se había burlado Julia. ¿Dónde lo había leído hacía poco? Lo recordó enseguida. En uno de los cuadernos de Soto. En el que tenía tapas negras, en el que Marcelino anotaba citas religiosas además de números. Allí estaba escrita: «La culpa de los padres no cae sobre los hijos». El «no» estaba rodeado por un círculo grueso trazado en rojo, y encima, también en rojo un signo de interrogación. Debajo de la negación, una flecha dibujada con tanta fuerza que se había marcado en varias de las páginas siguientes. La flecha señalaba una estampa pegada en el papel. Mostraba con trazos toscos la destrucción de Sodoma y Gomorra. Rayos tremebundos trazados con más pasión que pericia caían de nubes oscuras y envolvían la ciudad en llamas. Al lado de la imagen, Marcelino Soto había escrito: «Hubiera bastado con una señal de arrepentimiento».

– Señor Veiga, ¿podría pedirle a Julia que venga, por favor?

Julia Soto entró poco después con un paño en una mano y un aerosol limpiacristales en la otra.

– Comisaria, ya le he dicho que tengo mucho que hacer.

– No la entretendré demasiado. Lo único que querría saber es por qué tenía su padre esta frase siempre a la vista, en una posición tan preeminente. Usted la ha citado hace un momento. ¿Qué significado tenía para él?

– ¡Y yo qué sé! La colgaría ahí porque le gustaría.

– Julia, no seas desagradable con la comisaria.

– Es que tengo mucho trabajo.

– Un par de preguntas nada más. ¿Recuerda desde cuándo tenía su padre colgada esta frase?

– No tanto como los cuadritos con fotos, que siempre han estado ahí. Quizás un año, quizás algo más.

– ¿Diría usted que desde que su padre se volvió tan religioso?

Julia sostenía el paño entre el índice y el pulgar y lo balanceaba mientras dirigía la mirada hacia una esquina del techo.

– Sí, puede que sí -dijo en tono ausente sin bajar los ojos de la esquina-. Es muy feo, es feísimo. Voy a descolgarlo.

– ¿Me permite que me lo lleve?

– ¿Para qué?

– Podría darnos una clave.

– Bueno. Si es así, es suyo.

Julia Soto sonaba indiferente. Se acercó al cuadro, roció el cristal con limpiacristales y le pasó el paño. Después lo descolgó.

– Mire, así se lo lleva bien limpito. Y ahora me voy, tengo trabajo.

Abandonó rápidamente la habitación. Oyeron sus pasos bajando la escalera.

– Discúlpela, comisaria, ya ha visto usted misma que está muy nerviosa. Y algo confusa, pero es comprensible después de dos pérdidas tan brutales. Intento ayudarla en lo que puedo, pero creo que esto me supera. Procuro que coma, pero me engaña, o eso piensa ella; no consigo convencerla de que se lave y en cambio se pasa el día limpiando por la casa.

– Señor Veiga, yo sólo puedo reiterarle mi oferta de enviarles a uno de nuestros psicólogos.

– Si por mí fuera, la aceptaría, pero Irene ha dicho que no, y ella es ahora la cabeza de familia.

– Usted es también de la familia.

– Como lo somos todos los del pueblo. Allí todos somos primos o primas, pero Irene es la hermana mayor.

– Entiendo.

Le devolvió la taza.

Al llegar al recibidor vio a Julia Soto frotando los cristales de una ventana, percibió su canturreo. No era un tararear despreocupado, sino que repetía la melodía con la misma persistencia con que restregaba una y otra vez la misma zona.

Se marchó con el cuadro, sintiendo que la estaba abandonando e intentó tranquilizarse a sí misma diciéndose que todo eso pasaría en cuanto resolvieran el caso.

Entró en el despacho y tras esbozar un saludo lanzó una palabra a sus compañeros:

– Restitución.

La miraron sin comprender.

– De eso se trataba. Marcelino estaba intentando limpiar la culpa paterna haciendo donativos. Seguramente había heredado el dinero tras la muerte del padre. Lo había invertido, había alcanzado una posición acomodada, pero en algún momento el origen de ese dinero se le hizo insoportable.

– Tiene sentido -dijo Fischer-, pero ¿por qué esas cifras tan extrañas?

– Eso es lo que tenemos que averiguar ahora. Y hay algo más.

Les contó lo que Julia Soto le había dicho sobre la muerte de su abuelo.

– Voy a insistir a los colegas españoles para que intenten averiguar algo al respecto.

– Si se trata de una venganza por lo sucedido en la guerra o es alguien que va detrás del dinero que Soto heredó, ¿no deberíamos proteger a Julia Soto y a su hermana? Puede que se encuentren en peligro.

Recordó las palabras de Recaredo Pueyo respecto a la barbarie como algo pasado. Así lo creía ella también. Si alguien quería vengarse de los Soto por algo sucedido hacía más de sesenta años, ¿por qué ahora?, ¿qué fin podía perseguir alguien una o dos generaciones después?

– No. Lo que afirma Julia Soto sólo se basa en rumores y habladurías.

– Pero ella tiene miedo.

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