– Lo sé. Y eso me preocupa más.
– Además… -Fischer se interrumpió.
– ¿Además qué?
– Está ese pariente que vive con ella, Carlos Veiga. Es del mismo pueblo que los padres y desde que nos ocupamos del caso tú tienes la impresión de que nos oculta algo.
– Creo que lo que nos oculta es otra cosa. Estoy convencida de que tiene una relación con su prima.
Fischer levantó en un gesto de incredulidad sus espesas cejas.
– ¿Te acuerdas de la primera vez que estuvimos allí? Cuando nos marchábamos me pareció que se abrazaban, pero no como lo harían dos parientes lejanos, era un abrazo mucho más íntimo. Después he estado preguntándome a qué se debía la evidente hostilidad que Irene mostraba hacia él. Creo que la hermana conoce esa relación y no la aprueba. En varias ocasiones él ha intentado tocar a Julia, pero ante nuestra presencia ella lo ha rechazado.
Fischer sólo parecía convencido a medias.
– Tú misma sospechaste de él cuando pensaste que quizás alguien había forzado a Magdalena Ríos a ingerir la lejía.
– Pero ya se ha demostrado que era una idea más bien absurda. Además, tiene una coartada.
– Dada por Julia, con quien ahora sabemos que tiene una relación.
– Nos lo confirmó también la madre.
– ¿Estás lo bastante convencida de ello como para dejar a Julia Soto sola en su compañía?
– Pediré a nuestros colegas en España que nos manden toda la información posible sobre él, pero, te repito, creo que tenemos que movernos por otra vía. Pero me parece que sería más peligroso para ella, dada su inestabilidad emocional, dejarla sola en casa porque retenemos aquí a Veiga basándonos en elementos que no se sostienen.
– La idea de la restitución del dinero robado parece plausible, comisaria -terció Müller
– Lo sé, pero algo estamos pasando por alto.
– ¿A qué le estás dando vueltas, Cornelia?
– No sé, pero algo no encaja en este puzzle.
– O sea, que volvemos a los papeles -dijo Fischer mientras ya ocupaba su lugar detrás del escritorio.
– Así es.
No preguntaría a los otros cómo habían pasado la noche. La suya estuvo marcada por la lectura del cuaderno de tapas negras de Marcelino Soto. Lo había estado leyendo mientras sus compañeros todavía estaban en el despacho. También cuando, agotados, se marcharon. Ella se quedó. No tenía ganas ni motivos para ir a casa.
Lo abrió una vez más, al azar, y se encontró ante una página en la que Marcelino había pegado imágenes recortadas de algún libro religioso. Eran imágenes de destrucción. Lo hojeó después más ordenadamente; las anotaciones hechas a mano alternaban citas de contenido religioso, bíblicas supuso, escritas con letra pulida de copista, con comentarios a esos fragmentos. Aquí la letra perdía pronto la horizontalidad y redondez de los pasajes anteriores, subía, bajaba, se interrumpía con tachaduras realizadas con furia que ocultaban por completo las palabras que quedaban debajo. Encontró también fragmentos de artículos de periódico, muchos números, a veces cifras sueltas, en medio de una página, a veces auténticas tablas de cálculo, pero ni las columnas ni las líneas que permitiera saber a qué se referían las cifras. Anuncios de organizaciones benéficas se intercalaban con dibujos trazados seguramente por el propio Marcelino Soto que imitaban el estilo de las ilustraciones religiosas: llamas devorando ciudades, cuerpos entregados al fuego, escenas de martirios, y por todas partes rostros de demonios, no por más torpes en la realización menos dramáticos en la intención.
No volvió a casa esa noche. Cuando dejó la lectura del cuaderno se dio cuenta de que le quedaban tres horas de sueño. Se echó en un sofá que tenían en un rincón del despacho. Esto dio pie a una de las escasas ocasiones en que agradeció su poca estatura, le bastaba doblar un poco las rodillas para caber. Se tapó con una manta que le había regalado la mujer de Fischer junto con los cojines con motivos orientales para que el despacho quedara más acogedor. Bendita sea. Aunque antes de dormirse, y de comprobar por vigésima vez si había llegado algún mensaje a su móvil, se dijo que no le iba a pasar, que eso sólo pasaba en las novelas, esa noche soñó con Marcelino Soto, con su rostro hinchado de ahogado envuelto en las llamas. Los demonios que poblaban el cuaderno lo desnudaban y lo tiraban al río. De su sueño la sacó muy de mañana una de las mujeres de la limpieza cuando entró empujando un carrito. Por lo visto, no era la primera vez que la mujer se encontraba con algún policía dormido en el despacho; pasó de puntillas al lado de la comisaria, vació rápidamente las papeleras y musitó una disculpa.
– No pasa nada. Gracias -consiguió decir Cornelia antes de caer en un sopor profundo y, por suerte, esta vez sin sueños.
La despertó Fischer poniéndole una taza de café bajo la nariz.
– ¿He roncado?
– Como un jabalí -ante la cara de horror de la comisaria, Fischer rectificó-. Un jabalí pequeñito.
Salió para arreglarse mínimamente en el baño. Müller no tardaría en aparecer. Cuando regresó al despacho, Fischer estaba buscando algo en internet.
Antes de ocuparse con sus compañeros del análisis del cuaderno de tapas negras, salió para encargar un par de copias, de modo que pudieran trabajar los tres a la vez con el texto.
– Vuelvo enseguida.
El subcomisario asintió distraídamente. Mientras cerraba la puerta, Cornelia tuvo la sensación de que Fischer se apartaba demasiado rápido del ordenador. Se alejó, pero pocos metros más adelante volvió sobre sus pasos y espió a su compañero desde la ventana interior. Hablaba por teléfono. No como solía hacerlo normalmente, echando el cuerpo hacia atrás o poniendo los pies sobre la mesa, sino volcado sobre el aparato, como si lo estuviera protegiendo.
Se alejó antes de que él pudiera sorprenderla u otro pudiera verla acechándolo. Las habladurías corren muy rápido en una comisaría de policía y ya tenía bastante con imaginarse los comentarios de los compañeros sobre la visita de su madre.
Tardó sólo diez minutos en regresar, pero Fischer había desaparecido. También su chaqueta. Sobre la mesa de Cornelia se levantaba un post-it amarillo. «Estoy de vuelta en una hora.»
Arrancó el post-it, pero no se sentó a su mesa. Una idea ya empezaba a cruzar por su mente, pero aún no se atrevía a llevarla a cabo.
Lo hizo. Ocupó el escritorio de Fischer, descolgó el teléfono y pulsó la tecla de repetición de llamada. Hubiera colgado de nuevo avergonzada de su acción si al otro lado la respuesta no hubiera llegado tan rápidamente.
– Clínica Deméter. Mi nombre es Claudia Stork. ¿En qué puedo atenderle?
– Perdón, me he equivocado de número.
Colgó, no sin haber registrado automáticamente, gajes del oficio, el nombre de la clínica. Ya que había empezado ese acto vergonzante, lo iba a llevar a su fin. Volvió a su lugar y buscó en internet.
«Clínica Deméter. Tratamientos de Reproducción Asistida.»
Cornelia entendió en ese momento que la sensación de vergüenza profunda y el esclarecimiento epifánico son conciliables, pues a lo denigrante que había sido su propia actuación se unió el alivio de entender por fin los motivos de las ausencias, de los despistes, de los malhumores de Reiner. Pero ¿por qué no se lo había dicho?
– Comisaria, sus fotocopias.
El muchacho de reprografía le tendía las hojas. En la otra mano, el original.
Dejó una copia sobre el escritorio de Fischer. Miró la hora. Las ocho y media. ¿Dónde estaba Müller? Abrió la puerta del despacho. Escuchó voces a la izquierda, provenían del despacho de Juncker. Se acercó un poco. Ya podía entender lo que decían. Hablaba Juncker.
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