Rosa Ribas - Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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– Su padre no se refería a eso. Su padre hablaba de sus propios actos, de sus robos.

Llamó a una ambulancia. Julia Soto la miraba con los ojos desorbitados.

Cuando Fischer y Müller llegaron a casa de los Soto, Julia estaba sentada todavía en el auto, con las piernas fuera. Miraba a la comisaria con ojos desmesuradamente abiertos y repetía como en una cantinela: «¿Por qué Regino? ¿Por qué?»

Cornelia preguntó a sus compañeros:

– ¿Qué os contó Recaredo Pueyo?

– Nos ha dicho que Marcelino Soto le había confesado haber robado dinero de las subvenciones de la ACHA y que quería reconocerlo públicamente, tan pronto como hubiera terminado de subsanarlo. Quería convocar a toda la comunidad española en la iglesia y recorrerla banco por banco de rodillas pidiendo perdón. Pero eso también dependía de que otra persona participara en ese acto de contrición.

– ¿Os dio el nombre?

– Eso no lo sabía, Marcelino no llegó a decírselo, aunque le anunció que lo haría en su momento. Cree que tiene que ver con su muerte, pero no se atrevía a contarlo.

Fue Müller quien repitió la pregunta de Julia que había quedado en el aire.

– ¿Por qué?

– Por miedo a que la religiosidad de Marcelino Soto y su sentimiento de culpabilidad lo arrastraran también a él.

La ambulancia que se llevó a Veiga apareció poco después.

– Müller, encárguese usted de acompañar a la señora Soto a Jefatura. Tenemos que detenerla por intento de asesinato, pero en su estado creo que es recomendable que pidamos también asistencia psicológica.

Cornelia se sentía súbitamente muy cansada. Hubiera querido ahorrarse ir a buscar a Martínez, pero necesitaban una confesión.

Marcelino y Regino habían estado estafando a la ACHA durante años. Del dinero con que se subvencionaban los actos, sólo una parte se destinaba a ellos. De ahí las quejas de Joan Font sobre la precariedad de los actos culturales, de ahí la pobreza de presupuesto que mostraban las fotos de los actos de la organización. Pero ahora, años más tarde, la crisis religiosa de Marcelino amenazaba con sacar a la luz esta malversación. Él estaba devolviendo el dinero de sus estafas. Multiplicado por cuatro, como se leía en su cuaderno. Los cálculos los hacía para que la cantidad correspondiera al nivel de vida actual, de ahí esos números tan extraños. Después, una vez restituido ese dinero, quería hacer una confesión pública, en cuanto convenciera a Regino Martínez de participar en ese acto. Expuesto de rodillas ante la comunidad.

Detendrían a Martínez y confesaría. Eso era seguro, aunque no tuvieran pruebas concluyentes contra él. Bastaría con todos los indicios recogidos.

Ahora le tocaba a ella confesar.

– Reiner, ya sé lo que te pasa.

– ¿Lo que me pasa?

– Sabes de lo que estoy hablando. Queréis tener niños y estáis recurriendo a una clínica.

Contó avergonzada su acto de espionaje. Fischer mantenía la mirada fija en la calle, las manos apretaban el volante con fuerza.

– Ya que hemos llegado a este punto, tengo que decirte que eso no es todo. Éste es el segundo intento. El primero pareció funcionar muy bien, pero perdimos al niño. Mi mujer cayó en una depresión grave y, aunque no me veo con ánimos de pasar otra vez por lo mismo, le prometí que insistiríamos, que lo intentaríamos otra vez.

– Lo siento, no sabes cuánto. ¿Por qué no dijiste nunca nada?

– No quería que nadie lo supiera. ¿Te imaginas las bromitas de algunos si supieran por qué a veces tenía que salir? Otras veces me iba porque mi mujer tenía ataques de ansiedad…

– Pero a mí podrías habérmelo contado.

Fischer tardó un poco en responder.

– ¿Puedo decir algo, aunque suene como una tontería? Puedes reírte si quieres. Creo que hubiera sido más fácil contártelo si no nos tuteáramos.

Cornelia no se rió.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– No lo sé. Ya te he dicho que era una tontería, pero se me pasó por la cabeza.

– ¿Preferirías que nos habláramos de usted?

– No. Además, el tuteo es irreversible.

– ¿Quién lo ha dicho?

– Nadie. Es así.

Detuvieron a Regino Martínez en su casa. No opuso la menor resistencia, más bien pareció aliviado. La confesión que firmó en la Jefatura confirmó la tesis de Cornelia.

– Marcelino me dijo que quería hablar conmigo y lo invité a venir a casa porque esa semana estaba solo. Dijo que él cocinaría. Un menú especial. Al principio todo parecía muy normal, comimos charlando de cosas de los viejos tiempos, pero al final de la comida me dijo que me había llamado porque quería que fijáramos por fin un día para nuestra confesión pública. Le respondí que no quería hacerlo y empezó a contarme que caería sobre nosotros un castigo divino, que nos condenaríamos. Le dije que no me importaba, que no soy creyente. Entonces cayó de rodillas ante mí y empezó a rezar en voz alta. «Reza», me decía, «reza conmigo, para que te llegue la iluminación.» Como me negué, se enfureció y me gritó que por mi culpa toda su familia iba a sufrir la condenación eterna y amenazó con hacer la confesión pública a pesar de mi oposición.

– Entonces usted lo apuñaló.

– No, quise marcharme, pero cuando quise levantarme de la silla se abrazó a mis rodillas y comenzó a gritar que todo lo hacía por mi bien. Estaba ido, fuera de sí. Me dio miedo. Empezó a rezar otra vez y a rogar por mi salvación. Fue en ese momento cuando perdí la cabeza, él se había vuelto hacia el otro lado, estaba de rodillas dándome la espalda, hablando como si intercediera por mí ante alguien que estuviera también en la habitación. Agarré un cuchillo que vi en el fregadero. Cayó de bruces. Cuando me acerqué para levantarlo, vi que estaba muerto.

– ¿Qué hizo entonces?

– Recogí todo, fregué los platos y dejé la casa como si nunca hubiéramos estado ahí.

– ¿Y Marcelino Soto?

– Metí el cuerpo en un saco, lo cargué en el coche y me marché. Al principio no sabía qué hacer con él. Después escuché en la radio que se avecinaban crecidas y decidí que lo lanzaría al río desde el puente de la zona industrial de Offenbach, por la noche no hay tránsito, era muy improbable que alguien me viera. No pensé nunca que iba a aparecer en el Alte Brücke.

Regino Martínez lo contó todo como si hubiera estudiado su confesión hacía días.

– ¿Sabía que daríamos con usted, verdad?

– Sí, sólo me preguntaba cuándo.

– ¿Por qué no intentó huir?

– ¿Adónde? Maté a Marcelino porque quería robarme la vida que me había hecho. Después de eso vi que yo mismo la había destruido.

– ¿Por qué no se entregó inmediatamente?

– Siempre queda una pequeña esperanza. Se oye hablar continuamente de casos no resueltos.

Regino Martínez sonrió con tristeza.

Después de preparar su informe, llamó a Ockenfeld para anunciarle su visita.

– ¿Vas a ver al jefe supremo? -Fischer ya tenía la mano en la frente.

Cornelia lo imitó antes de responder.

– Allá voy.

– ¿Qué harás con el caso Valero?

– Le voy a decir que la muchacha va a presentar una denuncia contra Klein.

– Esto va a caer muy mal, ¿lo sabes?

– Me da igual.

– ¿Vamos después a tomar unas cervezas?

– No sé. Tengo que hacer.

– ¿Qué diantre tienes que hacer?

– Voy a empaquetar las cosas dejan y a mandárselas a casa de su madre.

– No seas así. Dale un poco más de tiempo.

Fischer tomó el teléfono y marcó un número.

– Leopold, que nos vamos con la jefa a tomar unas cervezas. Media hora. Te esperamos.

Cornelia salió del despacho y se dirigió hacía el despacho de Ockenfeld.

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