Éste la recibió con unos pantalones de pana algo desfondados y un jersey grueso de cuello alto. Era verdad, se parecía mucho a Robert de Niro en la película Sleepers.
El recibidor olía a café. Cornelia lo aspiró con fruición. Notaba el cansancio acumulado y la falta de sueño de las últimas noches. Apenas había dormido la noche anterior.
– He preparado un poco de café.
El cura colgó la chaqueta de Cornelia y la guió por la casa. Era un piso pequeño, el piso de un hombre solo. Y era un piso de papel. Las paredes desde el pasillo hasta la salita a la que la condujo Recaredo Pueyo estaban tapizadas de libros, archivadores, revistas, periódicos y figuritas de papel. Buscó en vano la clásica pajarita. Lo que llenaba la casa del cura eran otras formas: flores, animales, monstruos, un demonio oriental mostraba una larga lengua roja; sobre otra estantería, una especie de erizo.
– Hecho de una sola hojita de papel. ¿Hermoso, verdad?
Se sentaron a una mesa en la que ya los aguardaban las tazas y la cafetera.
– Me imagino que quiere hablar conmigo de los Soto. Es una auténtica tragedia la que está sufriendo esta familia. Primero la muerte violenta de Marcelino y ahora el suicidio de Magdalena.
– ¿Ha hablado ya con las hijas?
– Ayer por la noche fui a su casa. ¿Le molesta que vaya haciendo una figura?
Se levantó y buscó por la habitación hasta que encontró un paquete con hojitas de papel de diferentes colores. Se acomodó de nuevo y tras dudar unos segundos extrajo una lámina de color naranja.
– Hablé con Irene. No fue fácil. Había ido para confortarlas y acabó poniéndome en un aprieto porque no me está permitido oficiar la ceremonia religiosa dentro de la iglesia. Magdalena se suicidó. No hay ninguna duda al respecto, ¿verdad?
– ¿Alberga usted alguna?
– No, por supuesto. Era una pregunta retórica. Retórica y estúpida. Perdone.
Marcó los pliegues de papel con el pulgar ladeado. Con fuerza.
– ¿Hay algo que deba saber?
– Algunas cosas. En primer lugar, he decidido celebrar las exequias de Magdalena Ríos en la iglesia.
– ¿No le causará problemas con sus superiores?
Mientras ella formulaba la pregunta, el cura se levantó de nuevo. Buscaba algo. Lo encontró en el cajón de una sencilla cómoda de pino blanco. Era un estuche con pinzas de diferentes formas y tamaños.
– Puede -dijo distraídamente tomando unas pinzas con las puntas dobladas en ángulo recto. Pellizcó con ellas una parte del papel en la que ya había marcado una decena de dobleces y marcó aún un par de líneas más-, pero qué me va a pasar, ¿que me sancionen? Ya me dirá cómo.
– No sé. Excomunión.
Por un momento la mirada de Recaredo Pueyo lanzó un destello burlón, como si la comisaria hubiera contado un chiste demasiado inocente. La metamorfosis del papelito naranja se detuvo también unos instantes antes de que él le devolviera su atención.
– Aprecia mucho a esta familia, ¿verdad? -apuntó Cornelia.
– Sí, aunque a veces me sentía más bien inútil.
– ¿Por qué?
– Es una familia complicada. Por un lado, Marcelino con su reconversión al catolicismo. Para muchos algo difícil de entender, incluso para él mismo a veces. Y como todo lo que este hombre emprendía, lo hizo de un modo radical. Estudió la Biblia con apasionamiento, haciendo, sin embargo, una lectura muy particular. Buscaba respuestas y las encontraba interpretando pasajes siempre en función de su perspectiva. Siempre de esa manera absoluta, casi fanática.
– ¿Qué buscaba?
– Redención. La buscaba, eso sí, como quien busca instrucciones de uso. Tenía un plan para salvarse, pero no tuve tiempo para saber por qué. Su muerte llegó antes de que pudiera confiarme exactamente de qué se quería redimir. Y con Magdalena también llegué tarde.
– ¿Habló anoche con Julia Soto?
– No tuve la ocasión. El doctor le había dado un tranquilizante y estaba durmiendo.
– Julia Soto tiene mucho miedo. Dice que lo que sucede es un castigo por algo del pasado.
– ¿Del pasado, dice?
El cura movía la cabeza consternado, mirando hacia algún punto remoto, buscando las palabras con que empezar a hablar de nuevo. Cornelia decidió tenderle un puente.
– Conozco la historia del padre de Marcelino Soto y las sospechas de que traicionó a los miembros del ayuntamiento del pueblo y se quedó con el dinero o parte de él.
Pueyo le dirigió una mirada difícil de interpretar, entre la sorpresa y el alivio, entendió Cornelia. Recuperó la palabra.
– Son historias viejas, comisaria. Sucedieron hace más de medio siglo. Ya no somos esos bárbaros fratricidas, del mismo modo que ustedes ya no son esos nazis. Quizá soy muy optimista, pero creo que los pueblos aprenden de su historia.
– ¿Entonces no conoce usted ningún motivo que justifique esos temores de Julia Soto? ¿Y los rumores sobre la posible muerte violenta de su abuelo paterno?
El no del cura fue demasiado rotundo, incluso él lo notó e intentó matizarlo.
– Son eso, rumores, comisaria. Marcelino me habló de ellos e hice todo cuanto estuvo en mi mano para tranquilizarlo. Son habladurías de pueblo; de un pueblo que ya no existe. Estamos en el siglo XXI. También en España.
El cura levantó la vista del papel, que empezaba a cobrar volumen, y la miró con tristeza.
– Tendría que haber sido más resuelto, más tajante con la familia. Pero siempre cedí porque no me gusta inmiscuirme en las decisiones personales.
– ¿Qué podría haber hecho usted?
– ¿Sabe usted lo que es la depresión del emigrante, comisaria? Mucha gente no se hace a la idea de lo que supone abandonar el propio país, la propia cultura, encontrarse en un lugar en el que se habla una lengua extraña, solo. Es una pérdida. Como la muerte de un ser querido. Pero los emigrantes vienen a trabajar y no tienen tiempo para pensar en por qué se sienten tan tristes, entonces aparecen los dolores de cabeza, las molestias lumbares, los problemas de estómago. ¿Sabe que un gran número de emigrantes sufren de úlcera sin darse cuenta?
– ¿Sufría la señora Ríos una depresión?
– Soy cura, no psicólogo, pero no era necesario ser un experto para saber que Magdalena necesitaba ayuda.
– ¿Lo sabía la familia?
– Hablé con ellos en un par de ocasiones. Magdalena era muy infeliz en Alemania. Vino por Marcelino, pero no se integró nunca. Todos los años aquí los pasó esperando regresar, pero vivir más de treinta años en esta provisionalidad es algo que tarde o temprano pasa factura.
La figura entre las manos del cura mostraba ya los rasgos de un animal, Cornelia no podía evitar mirar de vez en cuando las manos laboriosas de Pueyo.
– Magdalena sufría migrañas terribles y se quejaba de frío. Siempre. En invierno o en verano. Parecía no sentir la temperatura exterior y en cierto modo así era. El frío lo llevaba dentro. Era el desaliento de no poder ni querer echar raíces. -Le sirvió otro café-. Intenté hacérselo ver a Marcelino, pero él decía que eran cosas del hacerse mayores.
– ¿No le daban importancia?
– Creo que sí, pero buscaron como solucionarlo sin que saliera del círculo familiar. Yo les sugerí que acudieran a un psicólogo. Hay varios en la ciudad que ofrecen terapias en español. Pero se negaron en redondo. Creo, incluso, que los ofendí.
– ¿En qué sentido?
– Lo entendieron como si estuviera sugiriendo que Magdalena tenía problemas psíquicos.
– ¿No era ése el caso?
– Por supuesto. Pero hay cosas que no se deben mencionar por su nombre. Se habla de achaquillos, de melancolías, de bajones, pero nunca de visitar a un psicólogo.
– ¿El qué dirán?
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