Se le quebró la voz. Si la citaban a declarar en el juicio, Kimberley, como la señora Skeffington, sería un regalo para la defensa. Le preguntaron qué pasó luego, y Kimberley contestó que había regresado junto a Dean, que la esperaba frente a la sala de estar de la señora Skeffington, y se lo había contado.
– ¿Contado el qué?
– Que me parecía haber oído a la enfermera discutiendo con el señor Chandler-Powell.
– ¿Y es por eso por lo que usted no los llamó ni le dijo a la enfermera que había subido té a la señora Skeffington?
– Es lo que ya dije en la biblioteca, señor. Los dos pensamos que a la enfermera no le gustaría que la molestaran, y que en realidad daba igual porque la señora Skeffington aún no había sido operada. En todo caso, la señora Skeffington estaba bien. No había pedido que avisaran a la enfermera, y si hubiera querido verla, podía haber utilizado el timbre de llamada.
Más tarde, Dean corroboró el testimonio de Kimberley. Parecía estar incluso más consternado que su mujer. No había advertido si la puerta que daba al sendero de limeros estaba con el cerrojo descorrido cuando él y Kimberley subían la bandeja del té, pero insistía en que sí lo estaba cuando regresaron. Se había dado cuenta al pasar junto a la puerta. Repitió que no lo había corrido porque era posible que el señor Chandler-Powell estuviera dando un paseo a una hora especialmente tardía y en cualquier caso no era cometido suyo. El y Kimberley fueron los primeros en levantarse y tomaron juntos un té en la cocina a las seis. Después, él fue a mirar la puerta y vio que el cerrojo estaba echado. No le sorprendió tanto; en los meses de invierno, el señor Chandler-Powell casi nunca lo descorría antes de las nueve. No le contó a Kimberley que la puerta no tenía corrido el cerrojo para que no se pusiera nerviosa. Él no estaba preocupado, pues estaban las dos cerraduras de seguridad. No era capaz de explicar por qué no había vuelto más tarde a comprobar las cerraduras y el cerrojo, limitándose a decir que la seguridad no era responsabilidad suya.
Chandler-Powell permanecía tan tranquilo como cuando llegó el primer equipo. Dalgliesh admiraba el estoicismo con el que aquel hombre estaría previendo la destrucción de su clínica, y posiblemente la desaparición de sus pacientes privados. Al final del interrogatorio de Chandler-Powell en su estudio, del que no salió nada nuevo, Kate le dijo:
– A excepción del señor Boyton, parece que nadie conocía a la señorita Gradwyn antes de que ingresara en la Mansión. Pero en cierto modo ella no es la única víctima. Su muerte afectará inevitablemente al éxito de su trabajo aquí. ¿Hay alguien que pudiera tener interés en hacerle daño a usted?
– Lo único que puedo decir -dijo Chandler-Powell- es que tengo absoluta confianza en todos los que trabajan en la Mansión. Y me parece sumamente rebuscado insinuar que Rhoda Gradwyn fue asesinada para perjudicarme a mí. Es una idea extravagante.
Dalgliesh reprimió la contestación lógica: la muerte de la señorita Gradwyn había sido extravagante. Chandler-Powell confirmó que había estado con la enfermera Holland en el apartamento de ésta desde poco después de las once hasta la una. Ninguno de los dos había visto ni oído nada extraño. Tenía que discutir unas cuestiones médicas con la enfermera Holland, pero eran confidenciales y no tenían nada que ver con la señorita Gradwyn. Su declaración había sido confirmada por la enfermera Holland, y era evidente que, de momento, ni uno ni otro tenían intención de decir más. La confidencialidad médica era una excusa fácil para guardar silencio, pero en todo caso era válida.
Dalgliesh y Kate interrogaron a los Westhall en la Casa de Piedra. El comandante vio poco parecido familiar entre ellos; y las diferencias quedaban resaltadas si uno comparaba los juveniles y armoniosos -aunque convencionales- rasgos de Marcus Westhall y su aire de vulnerabilidad con el cuerpo fuerte y robusto de su hermana, una mujer de rasgos marcados y expresión preocupada. Marcus no dijo mucho; sólo confirmó que había cenado en la casa de Chelsea de un cirujano, Matthew Greenfield, que lo incluiría en el equipo que iría a trabajar durante un año en África. Le habían invitado a pasar la noche y a hacer algunas compras de Navidad al día siguiente en Londres, pero su coche le estaba causando algunos problemas y consideró más atinado marcharse tras una cena temprana, a las ocho y cuarto, para poder así llevarlo a primera hora de la mañana al garaje local. Aún no lo había hecho porque debido al asesinato se había olvidado de todo. No había encontrado mucho tráfico, pero había conducido despacio, con lo que ya eran alrededor de las doce y media cuando llegó. En la carretera no había visto a nadie, y en la Mansión no había luces encendidas. La Casa de Piedra también estaba a oscuras, y pensó que su hermana estaría dormida, pero cuando aparcó el coche se encendió la luz de la habitación de Candace, por lo que llamó a su puerta, asomó la cabeza y le dio las buenas noches antes de irse a su dormitorio. Su hermana parecía estar perfectamente normal aunque adormilada y dijo que por la mañana ya hablarían de la cena y de los planes para el viaje a África. La coartada sería difícil de poner en entredicho a menos que Robin Boyton, cuando fuera interrogado, dijera que había oído llegar el coche a la puerta de al lado y pudiera confirmar la hora. Cabría la posibilidad de revisar el coche, pero aunque ahora funcionara bien, Westhall podía aducir que no le gustaban ciertos ruidos del motor y que consideró más seguro no arriesgarse a quedarse atascado en Londres.
Candace Westhall dijo que efectivamente la despertó el ruido del coche y que habló con su hermano, pero no podía precisar la hora porque no había mirado el reloj de la mesilla, y se había dormido enseguida. Dalgliesh no tuvo ninguna dificultad en recordar lo que ella había dicho al final del interrogatorio. Siempre guardaba un recuerdo casi completo de una conversación, y un vistazo a sus anotaciones le permitió evocar claramente las palabras de Candace.
«Seguramente soy la única persona de la Mansión que expresó su antipatía hacia Rhoda Gradwyn. Le dejé claro al señor Chandler-Powell que consideraba desaconsejable que en la Mansión se atendiera a una periodista de su reputación. La gente que viene aquí espera no sólo intimidad sino discreción absoluta. Las personas como Gradwyn andan siempre a la caza de historias, preferiblemente escándalos, y no me cabe ninguna duda de que habría utilizado su experiencia aquí de alguna mañera, quizá para arremeter contra la medicina privada o el desaprovechamiento de un cirujano brillante en procedimientos puramente estéticos. Con una mujer como ésta, ninguna experiencia cae en saco roto. Seguramente esperaba recuperar lo pagado por su tratamiento. No creo que le hubiera preocupado la incoherencia de que ella misma fuera una paciente privada. Supongo que yo estaba influida por la repugnancia que siento ante buena parte de lo que aparece en la prensa popular y transferí mi repulsión a Gradwyn. De todos modos, no la maté y no tengo ni idea de quién lo hizo. Difícilmente expresaría mi aversión hacia todo lo que ella representaba tan a las claras si contemplara la posibilidad de asesinarla. No siento pena por ella; sería ridículo fingir que sí. Al fin y al cabo, era una desconocida. Pero sí siento un fuerte resentimiento hacia el asesino por el daño que causará al trabajo que hacemos aquí. Supongo que la muerte de Gradwyn justifica a posteriori mi advertencia. Cuando apareció como paciente fue un día aciago para todos los de la Mansión.»
Mogworthy, cuya voz y cuya conducta habían alcanzado una cota justo por debajo de lo que con buen tino describiríamos como insolencia estúpida, confirmó que había visto el coche si bien era incapaz de recordar nada más del mismo ni de sus ocupantes; sin embargo, cuando Benton y el agente Warren visitaron a la señora Ada Dentón, una mujer regordeta, atractiva e inesperadamente joven, ésta les dijo que el señor Mogworthy en efecto había compartido con ella una cena de abadejo y patatas fritas, como hacía la mayoría de los viernes por la noche, pero se fue en bicicleta a su casa justo después de las once y media. Ella pensaba que era muy triste que una mujer respetable no pudiera compartir una cena de pescado y patatas fritas con un caballero y amigo sin que apareciera la policía para molestarla, comentario que, para el agente Warren, más que surgir del rencor iba destinado a satisfacer posteriormente a Mogworthy. Su sonrisa final a Benton cuando salían dejaba claro que la crítica no iba dirigida a él.
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