– Naturalmente, haré todo lo que esté en mi mano para ayudar en la investigación. ¿Dice que estará en Sanctuary Court mañana por la mañana? ¿Tiene una llave? Sí, claro, ella la llevaría encima. En la oficina no tengo ninguna de sus llaves. Puedo reunirme con usted a las diez y media, si le viene bien. Pasaré por la oficina y traeré el testamento, aunque seguramente encontrará una copia en la casa. Me temo que poco más puedo hacer. Como sabrá, comandante, la relación entre un abogado y su cliente puede ser muy estrecha, sobre todo si el abogado ha obrado en representación de la familia, quizá durante más de una generación, y ha llegado a ser considerado un confidente y un amigo. No era así en el caso que nos ocupa. La relación entre la señorita Gradwyn y yo era de confianza y respeto mutuo y, desde luego por mi parte, de cariño. Pero exclusivamente profesional. Yo conocía a la cliente pero no a la mujer. A propósito, supongo que el pariente más cercano ya ha sido informado.
– Sí -dijo Dalgliesh-, sólo su madre, que ha descrito a su hija como una persona muy reservada. Le he dicho que yo debía entrar en la casa de Londres y no ha puesto ninguna objeción a eso ni a que me lleve cualquier cosa que pueda ser útil.
– Yo, como abogado suyo, tampoco tengo inconveniente. Bien, le veré en la casa a eso de las diez y media. Un asunto bien raro. Gracias por ponerse en contacto conmigo, comandante.
Tras guardar el móvil, Dalgliesh pensó que el asesinato, un crimen único para el que no hay reparación posible, impone sus propias obligaciones así como sus convenciones. Dudaba de si Macklefield habría interrumpido su fin de semana en el campo por un crimen como mínimo fuera de lo común. Cuando era un agente joven, él también había sentido la atracción -bien que no deseada y provisional- del asesinato, aun cuando éste le repugnara y le horrorizara. Había observado cómo transeúntes inocentes, siempre que estuvieran exentos de pesar o sospecha, eran absorbidos por el homicidio, atraídos inexorablemente al lugar del crimen con fascinada incredulidad. La multitud y los medios de comunicación aún no se habían congregado frente a las puertas de hierro de la Mansión. Pero acudirían, y no tenía muy claro que el equipo de seguridad privada de Chandler-Powell fuera capaz de hacer algo más que causarles alguna molestia.
El resto de la tarde estuvo dedicado a los interrogatorios personales, la mayoría de los cuales tuvieron lugar en la biblioteca. Helena Cressett fue la última en ser entrevistada, y Dalgliesh había encargado la tarea a Kate y Benton. Tenía la sensación de que la señorita Cressett esperaba que fuera él quien le interrogara, y Dalgliesh necesitaba que ella comprendiera que él dirigía un equipo, y que sus dos agentes subalternos eran muy competentes. Curiosamente, la señorita Cressett invitó a Kate y Benton a reunirse con ella en su piso privado del ala este. La estancia adonde les condujo era obviamente la sala de estar, pero su elegancia y suntuosidad no eran precisamente lo que uno esperaba encontrar en el alojamiento de una administradora-ama de llaves. Los muebles y los cuadros ponían de manifiesto un gusto muy personal, y aunque la habitación no estaba exactamente abarrotada, daba la impresión de que aquellos objetos valiosos habían sido reunidos allí más para la satisfacción del propietario que obedeciendo a un plan decorativo. Era, pensó Benton, como si Helena Cressett hubiera colonizado parte de la Mansión para convertirla en su territorio privado. Aquí no había nada de la oscura solidez del mobiliario Tudor. Aparte del sofá, cubierto de tela de hilo color crema ribeteada de rojo y situado en ángulo recto con respecto a la chimenea, la mayor parte de los muebles eran de estilo georgiano.
Casi todos los cuadros de las paredes revestidas con paneles eran retratos de familia, y el parecido de la señorita Cressett con ellos era indiscutible. A Benton ninguno le pareció especialmente bueno -quizás habían sido vendidos por separado-, pero todos tenían una individualidad llamativa y estaban pintados con oficio, algunos más que eso. Un obispo Victoriano, con sus mangas de batista, miraba al pintor con una altivez eclesiástica, desmentida por un atisbo de desazón, como si el libro en el que apoyaba la palma de la mano fuera El origen de las especies. A su lado, un caballero del siglo XVII, espada en mano, posaba con descarada arrogancia mientras que, en la repisa de la chimenea, una familia de la primera época victoriana estaba agrupada frente a la casa, la madre con tirabuzones y sus hijos pequeños alrededor, el chico mayor montado en un poni, el padre a su lado. Y siempre las muy arqueadas cejas sobre los ojos, los dominantes pómulos, la curva carnosa del labio superior.
– Está usted entre sus antepasados, señorita Cressett -dijo Benton-. El parecido es asombroso.
Ni Dalgliesh ni Kate habrían dicho esto; era una torpeza y podía ser desaconsejable comenzar un interrogatorio con un comentario personal, y aunque Kate se quedó callada, Benton notó su sorpresa. Pero enseguida se justificó ante sí mismo por la espontánea observación diciéndose que seguramente resultaría útil. Necesitaban conocer a la mujer con la que estaban, y más concretamente su estatus en la Mansión, hasta qué punto tenía ella el control y qué grado de influencia ejercía en Chandler-Powell y los otros residentes. La respuesta de ella a lo que acaso fuera una impertinencia menor podría ser reveladora.
Mirándole cara a cara, la señorita Cressett dijo fríamente:
– Con el tiempo, mi herencia, / voces, rasgos, miradas…, / desborda toda humana duración. / Pues yo soy lo que hay de eterno en ti; / lo que ignora la muerte. Para detectar esto no hace falta ser detective profesional. ¿Le gusta Thomas Hardy, sargento?
– Más como poeta que como novelista.
– Coincido con usted. Me parece deprimente su empeño en hacer que sus personajes sufran incluso cuando un poco de sentido común por su parte o por la de ellos podría evitarlo. Tess es una de las jóvenes más irritantes de la ficción victoriana. ¿Quieren sentarse?
Fue la actuación de una auténtica anfitriona, que recordaba sus obligaciones pero era incapaz o no estaba dispuesta a controlar el tono de reticencia condescendiente. Indicó el sofá y ella se sentó en un sillón situado enfrente. Kate y Benton tomaron asiento.
Sin preámbulos, Kate tomó la palabra.
– El señor Chandler-Powell la ha descrito a usted como la administradora. ¿En qué consiste exactamente su trabajo?
– ¿Mi trabajo aquí? Es difícil de explicar. Soy gerente, administradora, ama de llaves, secretaria y contable a tiempo parcial. Supongo que lo abarcaríamos todo con la denominación de directora general. Pero cuando habla con los pacientes, el señor Chandler-Powell suele referirse a mí como la administradora.
– ¿Y cuánto tiempo lleva aquí?
– El mes que viene hará seis años.
– No habrá sido fácil para usted -dijo Kate.
– ¿En qué sentido, inspectora?
El tono de la señorita Cressett era de interés distante, pero a Benton no se le pasó por alto la nota de resentimiento reprimido. Ya había advertido esa reacción antes, cuando un sospechoso, normalmente alguien con autoridad, más acostumbrado a formular preguntas que a contestarlas, no tenía intención de hacer enojar al jefe de la investigación pero sí estaba dispuesto a desahogarse con un subalterno. Kate no se dejó intimidar.
– En el sentido de volver a una casa tan hermosa que fue de su familia durante generaciones y ver que está ocupada por otro -dijo-. No todo el mundo sabría afrontar esto.
– No de todo el mundo se exige esto. Quizá debería explicarme. Mi familia poseyó y vivió en la Mansión durante más de cuatrocientos años, pero todo tiene un final. El señor Chandler-Powell siente un gran cariño por la casa; es mejor que esté a su cuidado y no en manos de otros que la vieron y querían comprarla. Yo no maté a un paciente para cerrar la clínica y vengarme así de él por haber comprado mi casa familiar o por haberla conseguido barata. Perdone mi franqueza, inspectora, pero es esto lo que han venido a averiguar, ¿no?
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