Al mirar la cara de Chandler-Powell súbitamente teñida de una ira y una indignación que lo transformaban, Dalgliesh tuvo la seguridad de que al menos las últimas palabras eran ciertas.
Dalgliesh fue al jardín a telefonear a la madre de Rhoda Gradwyn. Era una llamada a la que tenía pavor. Dar el pésame personalmente, como ya había hecho una agente de la policía local, era difícil de veras. Era una tarea que ningún agente cumplía de buen grado, algo que él había hecho numerosas veces, dudando antes de levantar la mano para golpear la puerta o llamar al timbre, una puerta que siempre se abría de inmediato revelando unos ojos confusos, suplicantes, esperanzados o angustiados, a la espera de una noticia que cambiaría su vida. Sabía que algunos colegas habrían encargado esa labor a Kate. Transmitir por teléfono compasión a un pariente afligido le parecía una chapuza, pero siempre había pensado que el pariente más próximo debía conocer al agente encargado de la investigación en un caso de asesinato y estar al corriente del desarrollo del proceso en la medida en que esto fuera factible.
Respondió una voz de hombre. Sonaba desconcertada y aprensiva, como si el teléfono fuera un instrumento técnicamente avanzado del que no se pudieran esperar buenas noticias. Sin identificarse, dijo con innegable alivio:
– ¿La policía, dice? Espere, por favor. Voy a llamar a mi esposa.
Dalgliesh volvió a identificarse y expresó su condolencia con el mayor tacto posible, sabiendo que ella ya había recibido una noticia cuya gravedad ninguna delicadeza podía mitigar. Se encontró con un silencio inicial. Luego, con una voz tan insensible como si él hubiera acabado de transmitir una inoportuna invitación a tomar el té, ella dijo:
– Gracias por llamar, pero ya lo sabíamos. Me dio la noticia la joven de la policía local. Dijo que la había llamado alguien de la policía de Dorset. Se marchó a las diez. Fue muy amable. Tomamos una taza de té juntas y no me contó demasiado. Sólo que Rhoda había sido hallada muerta y que no era una muerte natural. Aún no puedo creerlo. No sé, ¿quién querría hacer daño a Rhoda? Pregunté qué había pasado y si la policía conocía al culpable, pero ella dijo que no podía responder a preguntas como ésta porque había otra fuerza encargada del caso y que usted se pondría en contacto conmigo. Sólo había venido a darme la noticia. Aun así, fue amable.
– Señora Brown, ¿sabía usted si su hija tenía algún enemigo? -dijo Dalgliesh-. ¿Alguien que hubiera podido desearle algo malo?
Y ahora él advirtió el claro tono de resentimiento.
– Bueno, seguramente, ¿no? Si no, no la habrían matado. Estaba en una clínica privada. Rhoda no iba a lo barato. ¿Por qué no cuidaron de ella? Mira que dejar que asesinen a una paciente…, es negligencia por parte de la clínica. Rhoda aún quería hacer muchas cosas. Tenía mucho éxito. Siempre había sido muy lista, como su padre.
– ¿Le dijo ella que iba a quitarse la cicatriz en la clínica de la Mansión Cheverell?
– Me dijo que pensaba quitarse la cicatriz pero no dónde ni cuándo. Rhoda era muy reservada. De niña ya era así, se guardaba sus secretos, sin decir a nadie lo que pensaba. Desde que se marchó de casa nos vimos poco, pero vino aquí a mi boda en junio y fue cuando me habló de la cicatriz. Lo debía haber hecho años atrás, desde luego. Tenía esa cicatriz desde hace más de treinta años. Cuando contaba trece se golpeó la cara contra la puerta de la cocina.
– ¿Puede contarnos algo de sus amigos, de su vida privada?
– Ya se lo he dicho, era muy reservada. No sé nada de sus amigos ni de su vida privada. Tampoco sé qué va a pasar con el entierro, si debería ser en Londres o aquí. No sé si hay cosas que yo tendría que hacer. Por lo general hay que rellenar formularios. Y hay que dar la noticia a la gente. No quiero molestar a mi esposo. Está muy afectado. Cuando conoció a Rhoda, le cayó muy bien.
– Habrá autopsia, por supuesto -dijo Dalgliesh-, y luego el forense entregará el cadáver. ¿Tiene usted amigos que puedan ayudarla y aconsejarla?
– Bueno, tengo amigos en la iglesia. Hablaré con el párroco, quizás él pueda ayudar. Tal vez podamos celebrar el oficio religioso aquí, aunque, claro, ella era muy conocida en Londres. Pero no era religiosa, así que quizá no habría querido una ceremonia. Espero no tener que ir a esa clínica, dondequiera que esté.
– Está en Dorset, señora Brown. En Stoke Cheverell.
– Bueno, no puedo dejar al señor Brown para ir a Dorset.
– De hecho no hay ninguna necesidad de ello a menos que desee estar presente en las pesquisas judiciales. ¿Por qué no habla con su abogado? Supongo que el de su hija se pondrá en contacto con usted. Encontramos el nombre y la dirección en el bolso de ella. Seguro que la ayudará. Me temo que tendré que examinar las pertenencias de su hija tanto aquí como en su casa de Londres. Y quizá deba llevarme algunas para su análisis en el laboratorio, pero cuidaremos de ellas y más adelante se las devolveremos. ¿Me da usted su autorización?
– Puede coger lo que quiera. Nunca he estado en la casa de Rhoda en Londres. Supongo que antes o después deberé ir. Puede que haya objetos de valor. Y habrá libros. Siempre tuvo muchos libros. Tanto leer. Siempre tenía la cabeza metida en un libro. ¿Qué bien le harán? No la van a hacer volver. ¿La operación tuvo lugar?
– Sí, ayer. Según parece, fue muy bien.
– Y todo este dinero gastado para nada. Pobre Rhoda. Pese a todo su éxito, no tuvo mucha suerte.
Y ahora le cambió la voz, y Dalgliesh pensó que quizá la mujer estaba intentando contener las lágrimas.
– Voy a colgar -dijo ella-. Gracias por llamar. Creo que ya no puedo asimilar nada más. Ha sido una conmoción. Rhoda asesinada. Es una de esas cosas que lees o ves en la televisión. No imaginas que le pueda suceder a alguien que conoces. Y ya libre de esa cicatriz ella tenía tantas posibilidades ante sí… No parece justo.
Alguien que conoces , pensó Dalgliesh, no alguien que quieres. Oyó que ella estaba llorando y se cortó la comunicación.
Hizo una breve pausa mirando el aparato antes de hacer la siguiente llamada, al abogado de la señorita Gradwyn. La pena, esa emoción universal, no tenía una respuesta universal, se expresaba de maneras distintas, algunas de ellas curiosas. Recordó la muerte de su madre, cómo en aquel momento, al querer comportarse bien ante la tristeza de su padre, se las arregló para contener las lágrimas, incluso en el entierro. Pero la pena volvía a afectarle con el paso de los años, escenas brevemente evocadas, fragmentos de conversación, una mirada, los aparentemente indestructibles guantes de jardinera de su madre, y, más vivido que todas las pequeñas añoranzas perdurables que aún le asaltaban, él asomado a la ventanilla del tren que lentamente lo llevaba de vuelta a la escuela, mientras veía la figura de ella, con el mismo abrigo de todos los años, que procuraba no volverse para decirle adiós con la mano porque él le había pedido que no lo hiciera.
Tras sacudirse los recuerdos, regresó al presente y marcó otro número. Saltó un contestador. La oficina estaría cerrada hasta el lunes a las diez, pero las cuestiones urgentes serían atendidas por el abogado de guardia, al que se podía llamar a un número concreto. La segunda llamada fue respondida al punto por una voz clara e impersonal, y una vez Dalgliesh se hubo identificado y hubo explicado que deseaba hablar urgentemente con el abogado de la señorita Gradwyn, le dieron el número particular del señor Newton Macklefield. Dalgliesh no había dado explicaciones, pero su voz debió de sonar convincente.
No le sorprendió que, siendo sábado, Newton Macklefield estuviera fuera de Londres, con la familia en su casa de campo de Sussex. La conversación fue seria y formal, salpicada de voces de niños y ladridos de perros. Tras las expresiones de horror y los lamentos personales, que sonaban más protocolarios que sinceros, Macklefield dijo:
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