P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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– Les hemos convocado a todos -dijo Dalgliesh- para tener una imagen colectiva de lo que le pasó a Rhoda Gradwyn desde el momento en que llegó hasta el descubrimiento de su cadáver. Desde luego tendré que hablar con cada uno por separado, pero en la próxima media hora o así espero hacer algunos progresos.

Hubo un silencio roto por Helena Cressett, que dijo:

– La primera persona que vio a la señorita Gradwyn fue Mogworthy, que le abrió la puerta. El grupo de recepción, formado por la enfermera Holland, el señor Westhall y yo misma, estaba esperando en el gran salón.

Su voz era tranquila, las palabras sonaban directas y frías. Para Benton el mensaje estaba claro. Si hemos de pasar por esta payasada pública, empecemos de una vez, por Dios.

Mogworthy miró fijamente a Dalgliesh.

– Así es. Ella llegó a la hora, más o menos. La señorita Helena dijo que la esperaba después del té y antes de la cena, y yo estuve pendiente de su llegada desde las cuatro. Llegó a las siete menos cuarto. Le abrí la verja y ella misma aparcó el coche. Dijo que se encargaría de su equipaje, sólo una cartera y la maleta de ruedas. Una dama muy decidida. Aguardé a que se detuviera frente a la Mansión y vi que se abría la puerta y que la señorita Helena la estaba esperando. Consideré que no tenía que hacer nada más y me fui a casa.

– ¿No entró en la Mansión, tal vez para subirle la maleta a la habitación? -preguntó Dalgliesh.

– No. Si podía arrastrarla desde el coche, me pareció que también podría subirla a la planta de los pacientes. Si no, alguien lo haría por ella. Lo último que le vi hacer fue cruzar la puerta de entrada.

– ¿Entró usted en algún momento en la Mansión después de haberla visto llegar?

– ¿Por qué haría yo eso?

– No lo sé -dijo Dalgliesh-. Estoy preguntándole si lo hizo.

– No. Y ya que estamos hablando de mí, me gusta decir las cosas claras. Sin rodeos. Sé lo que quiere preguntar, de modo que le ahorraré la molestia. Yo sabía dónde dormía ella…, en la planta de los pacientes, ¿dónde si no? Y tengo llaves de la puerta del jardín, pero una vez que hubo cruzado la puerta de entrada no volví a verla, ni viva ni muerta. Yo no la maté y no sé quién lo hizo. Si lo supiera, probablemente se lo diría. No apruebo el asesinato.

– Nadie sospecha de ti, Mog -dijo la señorita Cressett.

– Usted a lo mejor no, señorita Helena, pero otros sí. Sé cómo funciona el mundo. Mejor hablar claro.

– Gracias, señor Mogworthy -dijo Dalgliesh-. Ha hablado usted muy claro y ha sido muy servicial. ¿Cree que hay algo más que deberíamos saber, algo que viera u oyera antes de irse? Por ejemplo, ¿vio usted a alguien cerca de la Mansión, tal vez a un desconocido, alguien que despertara sospechas?

– Cualquier desconocido cerca de la Mansión después de anochecer es sospechoso para mí -dijo Mog con tono rotundo-. Anoche no vi a nadie. Pero había un coche aparcado en el área de descanso, junto a las piedras. No cuando me fui, sino más tarde.

Al captar la sonrisita de Mog, rápidamente reprimida, de maliciosa satisfacción, Benton sospechó que el ritmo de la revelación era menos ingenuo de lo que parecía. La noticia fue sin duda bien acogida. No hablaba nadie, pero en el silencio Benton detectó un suave siseo, como una inhalación. Era una noticia para todos, como desde luego había pretendido Mogworthy. Benton observaba sus caras mientras se miraban unos a otros. Fue un momento de alivio compartido, disimulado al instante pero inequívoco.

– ¿Recuerda algo del coche? -preguntó Dalgliesh-. ¿La marca, el color?

– Sedán, tirando a oscuro. Podía ser negro o azul. Las luces estaban apagadas. Había una persona en el asiento del conductor pero no sé si alguien más.

– ¿Apuntó la matrícula?

– No. ¿Por qué tendría que ir apuntando las matrículas de los coches? Yo sólo pasaba por ahí, iba en bicicleta a casa desde el chalet de la señora Ada Dentón, donde había tomado mi pescado con patatas del viernes, como de costumbre. Cuando voy en bici tengo los ojos fijos en la carretera, no como otros. Sólo sé que allí había un coche.

– ¿A qué hora?

– Antes de medianoche. Faltan cinco o diez minutos. Hago el cálculo para llegar a casa hacia la medianoche.

– Esto es un dato importante, Mog -dijo Chandler-Powell-. ¿Por qué no lo dijiste antes?

– ¿Por qué? Usted mismo dijo que no debíamos chismorrear sobre la muerte de la señorita Gradwyn sino esperar a que llegara la policía. Bueno, ahora está aquí el jefe y le estoy contando lo que vi.

Antes de que nadie pudiera responder, se abrió la puerta de golpe. Todas las miradas se dirigieron hacia allí. Irrumpió un hombre seguido por el agente Warren, que iba protestando. El aspecto del intruso era tan insólito como espectacular había sido su entrada. Benton vio una cara pálida, atractiva, un tanto andrógina, unos ojos azules centelleantes y un pelo rubio que le cubría la frente como los mechones de un dios esculpido en mármol. Llevaba un largo abrigo negro, que le llegaba casi al suelo, sobre unos vaqueros azul claro, y por un instante a Benton le pareció que iba en bata y pijama. Si la sensacional entrada había estado planeada, difícilmente habría podido escoger un momento más propicio, aunque el histrionismo artificioso parecía improbable. El recién llegado temblaba a causa de emociones mal controladas, pena quizá, pero también ira y miedo. Con aire confuso, su mirada fue saltando de un rostro al siguiente, y antes de que pudiera decir nada, Candace Westhall habló tranquilamente desde su silla junto a la ventana.

– Nuestro primo, Robin Boyton. Está alojado en el chalet de los huéspedes. Robin, te presento al comandante Dalgliesh, del Nuevo Scotland Yard, y a sus colegas, la inspectora Miskin y el sargento Benton-Smith.

Robin no le hizo caso y descargó su arrebato de cólera en Marcus.

– ¡Hijo de puta! ¡Malvado hijo de puta! Mi amiga, mi íntima y querida amiga, está muerta. Asesinada. Y no has tenido siquiera la consideración de decírmelo. Y aquí estáis, quedando bien con la policía, decidiendo entre todos que nada trascienda. No debemos desbaratar el valioso trabajo del señor Chandler-Powell, ¿verdad? Y ella está arriba muerta. ¡Tenías que habérmelo dicho! Alguien tenía que habérmelo dicho. Necesito verla. Quiero decirle adiós.

Y ahora ya lloraba desconsolado, sus lágrimas caían sin freno. Dalgliesh no dijo nada, pero Benton le echó una mirada y advirtió que sus oscuros ojos estaban atentos.

Candace Westhall hizo el gesto de levantarse como para ir a consolar a su primo, pero se dejó caer otra vez en la silla. Fue su hermano quien habló.

– Me temo que esto no podrá ser, Robin. Ya se han llevado el cadáver de la señorita Gradwyn al depósito. Pero sí intenté decírtelo. Llamé al chalet poco antes de las nueve, pero evidentemente aún dormías. Las cortinas estaban corridas y la puerta de entrada cerrada. Creo que en algún momento nos dijiste que conocías a Rhoda Gradwyn, pero no que erais amigos íntimos.

– Señor Boyton -dijo Dalgliesh-, en este momento estoy interrogando sólo a las personas que estaban en la casa desde que la señorita Gradwyn llegó, el jueves, hasta que fue encontrada muerta a las siete y media de esta mañana. Si estaba usted entre ellos, por favor quédese. Si no, yo o uno de mis agentes le atenderemos lo antes posible.

Boyton había conseguido dominar su furia. A través de las bocanadas de aire aspirado, su voz adquirió el tono de la de un niño engreído.

– Claro que no estoy entre ellos. No había entrado hasta ahora. El policía de la puerta no me dejaba.

– Seguía mis órdenes -dijo Dalgliesh.

– Y antes siguió las mías -dijo Chandler-Powell-. La señorita Gradwyn quería una absoluta intimidad. Lamento que se le haya causado esta aflicción, señor Boyton, pero he estado tan ocupado con la policía y la patóloga que he pasado por alto el hecho de que usted estaba alojado en el chalet. ¿Ha almorzado? Dean y Kimberley le prepararán algo de comer.

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