Chandler-Powell intervino de súbito.
– ¿No se le ocurrió despertar a la enfermera Holland? Sabía que su habitación estaba ahí mismo. Por eso duerme en la planta de los pacientes, para estar disponible si alguien la necesita.
– Seguramente me habría tomado por tonta. Y yo no me consideraba una paciente, al menos hasta la operación. Y la verdad es que no necesitaba nada, ni medicamentos ni pastillas para dormir.
Hubo un silencio. Como si se diera cuenta por primera vez de la importancia de lo que estaba diciendo, la señora Skeffington miró a Dalgliesh y luego a Kate.
– Naturalmente, puedo haberme equivocado con la luz. Quiero decir que era muy tarde y a lo mejor imaginé cosas.
– Cuando usted salió al pasillo con la idea de visitar a la paciente de al lado -dijo Kate-, ¿estaba segura de que había visto la luz?
– Bueno, creo que sí, ¿no? Si no, no habría salido. Pero esto no significa que la luz estuviera realmente ahí. No llevaba despierta mucho rato, por lo que al mirar las piedras y pensar en la pobre mujer quemada viva tal vez imaginé que estaba viendo un fantasma.
– ¿Y antes, cuando oyó el ruido metálico de la puerta del ascensor y oyó que éste bajaba? ¿Está diciendo que esto también pudo ser imaginación suya? -preguntó Kate.
– Bueno, supongo que no imaginé que oía el ascensor. A ver, seguramente alguien lo estaba utilizando. Podría ser, ¿no? No sé, alguien que subiera al pasillo de los pacientes. Alguien que fuera a visitar a Rhoda Gradwyn, por ejemplo.
A Kate le pareció que el silencio subsiguiente duraba minutos. Entonces habló Dalgliesh.
– En algún momento de la noche pasada, ¿vio u oyó usted algo en la habitación de al lado, o en el pasillo?
– No, nada. Sé que había alguien al lado sólo porque oí entrar a la enfermera. En la clínica se respeta la intimidad de todo el mundo, ¿no?
– Seguramente la señorita Cressett se lo dijo cuando la acompañó a su habitación -dijo Chandler-Powell.
– Mencionó que había ingresado sólo otra paciente, pero no me dijo dónde estaba ni quién era. De todos modos, no veo que esto tenga importancia. Y yo pude haberme confundido con la luz. Pero con el ascensor no. Estoy segura de que oí bajar el ascensor. A lo mejor fue esto lo que me despertó. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Y ahora quiero irme a casa. Mi esposo me ha dicho que no me molestarían, que se encargaría del caso el mejor equipo de la Met y que yo estaría protegida. No quiero quedarme en un sitio donde anda un asesino suelto. Quizás era a mí a quien quería matar. Después de todo, mi esposo tiene enemigos. Los hombres poderosos siempre los tienen. Y yo estaba en la habitación de al lado, sola, indefensa. Supongamos que se equivoca de habitación y me mata a mí por error. La gente viene aquí porque cree que es un lugar seguro. Y bien caro que es. Además, ¿cómo entró? Les he contado todo lo que sé, pero no creo que pueda jurarlo ante un tribunal. No sé por qué debería hacerlo.
– Quizá sea necesario, señora Skeffington -dijo Dalgliesh-. Casi seguro que querré hablar de nuevo con usted, en cuyo caso desde luego puedo verla en Londres, en su casa o en el Nuevo Scotland Yard.
Esa posibilidad le resultaba a todas luces poco grata a la señora Skeffington, pero tras pasar la mirada de Kate a Dalgliesh, la susodicha llegó a la conclusión de que era mejor no hacer comentarios. En vez de ello, sonrió a Dalgliesh y le habló con una voz de niña zalamera.
– Y ahora, por favor, ¿puedo marcharme? He intentado ayudar, en serio. Pero era tarde y estaba sola y asustada y ahora me parece todo un sueño espantoso.
Pero Dalgliesh aún no había terminado de recabar su testimonio.
– Señora Skeffington, ¿al llegar le dieron una llave de la puerta oeste? -preguntó.
– Sí. La enfermera. Siempre me han dado dos llaves de seguridad. Esta vez era el juego número uno. Se las he dado a la señora Frensham cuando me ha ayudado a hacer el equipaje. Robert ha subido a coger las bolsas para llevarlas al coche. No le han dejado utilizar el ascensor, por lo que ha tenido que cargar con ellas por las escaleras. El señor Chandler-Powell debería contratar un criado. La verdad es que Mog, por sus escasas habilidades, no es hombre idóneo para estar en la Mansión.
– ¿Dónde dejó las llaves durante la noche?
– Junto a la cama, supongo. No, en la mesa de delante del televisor. En cualquier caso, se las he dado a la señora Frensham. Si se han perdido, no tengo nada que ver.
– No, no se han perdido -dijo Dalgliesh-. Gracias por su ayuda, señora Skeffington.
Ahora que ya podía irse libremente, la señora Skeffington se volvió afable y concedió indiscriminadamente vagos agradecimientos y falsas sonrisas a todos los presentes. Chandler-Powell la acompañó al coche. Seguro, pensó Kate, que aprovechará la oportunidad para tranquilizarla o aplacarla, pero ni siquiera el podía esperar que ella no contara lo sucedido. Esa mujer no regresaría, desde luego, lo mismo que otros. Los pacientes quizá sintieran un pequeño escalofrío de terror vicario ante la idea de una bruja quemada en el siglo XVII, pero era improbable que escogieran una clínica donde una indefensa paciente recién operada había sido brutalmente asesinada. Si George Chandler-Powell dependía de sus ingresos en la clínica para mantener la Mansión en funcionamiento, seguramente se vería en dificultades. Este asesinato se cobraría más de una víctima.
Esperaron hasta oír el sonido del Rolls-Royce al arrancar, y Chandler-Powell volvió a aparecer.
– El centro de operaciones estará en la Vieja Casa de la Policía y mis agentes se alojarán en la Casa de la Glicina -dijo Dalgliesh-. Por favor, dentro de media hora reúna a los miembros de la Mansión en la biblioteca. Entretanto, los agentes de la escena del crimen estarán ocupados en el ala oeste. Le agradeceré que durante una hora más o menos ponga la biblioteca a mi disposición.
Cuando Dalgliesh y Kate volvieron a la escena del crimen, ya no estaba el cadáver de Rhoda Gradwyn. Con consumada facilidad, los dos empleados de la morgue la habían metido en una bolsa y llevado en la camilla hasta el ascensor. Abajo, Benton vio la partida de la ambulancia, que había venido en lugar de la furgoneta, y esperó la llegada de los agentes de la escena del crimen. El fotógrafo, un hombre grandote, ágil y de pocas palabras, había terminado su trabajo y se había ido. Y ahora, antes de empezar la larga rutina de interrogar a los sospechosos, Dalgliesh regresaba con Kate al dormitorio vacío.
Desde que el joven Dalgliesh fue ascendido al CID, el Departamento de Investigación Criminal, le parecía que el aire de la habitación de un asesinato siempre cambiaba cuando el cadáver había sido retirado, era algo más sutil que la ausencia física de la víctima. Parecía más fácil respirar, las voces sonaban más fuertes, había un alivio compartido, como si un objeto hubiera perdido su capacidad misteriosa para amenazar o contaminar. Quedaba algún vestigio de esta sensación. La cama en desorden, con el hoyo de la cabeza todavía en la almohada, se veía tan normal e inocua como si el ocupante hubiera acabado de levantarse y tuviera que volver enseguida. Era la bandeja caída con la vajilla, justo al entrar, lo que según Dalgliesh imponía en la habitación un simbolismo dramático a la par que inquietante. La escena parecía haber sido montada para la cubierta de una novela de misterio de categoría.
Nadie había tocado las pertenencias de la señorita Gradwyn; su cartera estaba al otro lado de la puerta, todavía apoyada en el escritorio de la salita. Había una gran maleta metálica con ruedas junto a la cómoda. Dalgliesh dejó su kit -denominación que persistía pese a que ahora era un más apropiado «maletín»- sobre el taburete plegable. Lo abrió, y él y Kate se pusieron los guantes de registro.
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