P. James - Muerte en la clínica privada

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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Las llaves estaban en un armarito de caoba que había en la pared contigua a la chimenea. Dalgliesh comprobó que los seis juegos numerados tenían dos copias.

Chandler-Powell no analizó qué posibles razones pudo haber tenido Rhoda Gradwyn para concertar una cita durante el posoperatorio, ni consideró las muchas objeciones a cualquier teoría basada en esta hipótesis improbable, y tampoco Dalgliesh planteó la cuestión. Pero habría sido importante hacerlo.

– Partiendo de lo que ha dicho la doctora Glenister en la escena del crimen y de lo que yo mismo he observado -dijo Chandler-Powell-, seguro que tendrán interés en los guantes quirúrgicos que tenemos aquí. Los que usamos en las intervenciones se guardan en la habitación de material quirúrgico de la suite de operaciones, que está siempre cerrada. Los de látex también los utilizan las enfermeras y los empleados domésticos cuando es preciso, y se guardan en un armario de la planta baja que hay junto a la cocina. Los guantes se compran por cajas, y hay siempre una caja abierta, pero nadie controla esos guantes, ni los de ahí ni los de la suite de operaciones. Son artículos desechables, de usar y tirar.

Así que en la Mansión todos sabían que había guantes en el armario, pensó Kate. Pero no podía saberlo nadie de fuera a no ser que se lo dijera alguien. De momento no había pruebas de que se hubieran utilizado guantes quirúrgicos, pero para cualquiera que estuviera al tanto habría sido la opción lógica.

Chandler-Powell empezó a plegar los planos.

– Aquí tengo el expediente personal de la señorita Gradwyn -dijo-. Contiene información que ustedes quizá necesiten y que ya he dado al inspector Whetstone, el nombre y la dirección de su madre, que ella nombró como pariente más cercano, y también de su abogado. Hay otra paciente que pasó la noche aquí y que, en mi opinión, podría ser de ayuda, la señora Laura Skeffington. A petición suya, le di hora para un trámite sin importancia, aunque voy a ir reduciendo la actividad de la clínica de cara a las vacaciones de Navidad. Ella estaba en la habitación contigua a la de la señorita Gradwyn y afirma haber visto luces en el jardín durante la noche. Lógicamente, tiene ganas de irse, por lo que sería interesante que usted o alguien de su equipo la viera antes. Ya ha devuelto las llaves.

Dalgliesh estuvo tentado de decir que esta información también podía haberla dado antes.

– ¿Dónde está ahora la señora Skeffington? -dijo.

– En la biblioteca, con la señora Frensham. Consideré sensato no dejarla sola. Está asustada y conmocionada, como cabía esperar. Obviamente no podía quedarse en su habitación. Pensé que ustedes no querrían a nadie en el descansillo de los huéspedes, así que, en cuanto recibí la llamada para ir a ver el cadáver, prohibí el acceso al pasillo y al ascensor. Más tarde, siguiendo las instrucciones que me dio por teléfono el inspector Whetstone, precinté la habitación. La señora Frensham ha ayudado a la señora Skeffington a hacer el equipaje, las maletas ya están listas. Le faltará tiempo para irse… lo mismo que a todos, de hecho.

Así que él ha procurado mantener aislada la escena del crimen lo máximo posible, pensó Kate, incluso antes de llamar a la policía local. Qué previsor. ¿O está demostrando sus ganas de cooperar? En todo caso, ha sido sensato mantener intactos el rellano y el ascensor, aunque no era precisamente crucial. La gente -los pacientes y el personal- debe de utilizarlo a diario. Si se trata de un crimen cometido por alguien de la casa, las huellas no nos servirán de mucho.

El grupo, con Benton de nuevo incorporado al mismo, pasó al gran salón.

– Me gustaría verlos a todos juntos -dijo Dalgliesh-, es decir, a todos los que tuvieron algún contacto con la señorita Gradwyn desde el momento de su llegada y que estuvieron ayer en la casa desde las cuatro y media, hora en que fue devuelta a su habitación, incluido el señor Mogworthy. Mañana habrá interrogatorios individuales en la Vieja Casa de la Policía. Intentaré interrumpir lo menos posible la rutina de la gente, pero es inevitable algo de trastorno.

– Le hará falta una habitación bastante grande -dijo Chandler-Powell-. Cuando la señora Skeffington haya sido interrogada y se haya marchado, la biblioteca estará libre, por si les resulta más cómoda. También podemos poner a su disposición la biblioteca para que usted y sus agentes lleven a cabo los interrogatorios individuales.

– Gracias -dijo Dalgliesh-. Será más cómodo para ambas partes. Pero primero quiero ver a la señora Skeffington.

Mientras salían de la oficina, Chandler-Powell dijo:

– Estoy organizando un equipo de seguridad privada para garantizar que no nos molesten ni los medios de comunicación ni ninguna multitud de vecinos fisgones. Supongo que no tiene ningún inconveniente.

– Ninguno siempre y cuando permanezcan al otro lado de la verja y no entorpezcan mi investigación. Seré yo quien determine si lo hacen o no.

Chandler-Powell no contestó. Una vez fuera, se dirigieron junto con Benton a la biblioteca para hablar con la señora Skeffington.

8

Al cruzar el gran salón, a Kate la sobresaltó de nuevo una intensa impresión de luz, espacio y color, las danzantes llamas del fuego de leña, la araña que transformaba la penumbra de la tarde invernal, el color apagado pero claro del tapiz, los marcos dorados, los vestidos de suntuosos colores, y arriba las oscuras vigas del altísimo techo. Como el resto de la Mansión, parecía un lugar para maravillarse al visitarlo, no para vivir en él realmente. Ella nunca podría ser feliz en una casa así, que imponía las obligaciones del pasado, una carga de responsabilidad soportada públicamente, y pensó con satisfacción en el piso lleno de luz y escasamente amueblado que dominaba el Támesis. La puerta de la biblioteca, disimulada en los paneles de roble, estaba en la pared de la derecha, junto a la chimenea. Kate pensó que a lo mejor no la habría advertido si no la hubiera abierto Chandler-Powell.

En contraste con el gran salón, la estancia en la que entraron le pareció sorprendentemente pequeña, confortable y sin pretensiones, un santuario que custodiaba su silencio amén de los estantes de libros encuadernados en cuero tan bien alineados que parecía que ninguno de ellos hubiera sido sacado nunca de ahí. Como de costumbre, Kate evaluó la habitación con una mirada rápida y furtiva. Nunca había olvidado una reprimenda de AD a un sargento detective cuando ella acababa de incorporarse a la Brigada: «Estamos aquí por consentimiento pero no somos bienvenidos. Todavía es su casa. No mires embobado sus pertenencias, Simón, como si estuvieras tasándolas para intercambiarlas en el mercadillo de segunda mano.» Los estantes, que cubrían todas las paredes menos una que tenía tres ventanas altas, eran de una madera más clara que la del pasillo, las líneas del tallado más simples y elegantes. Quizá la biblioteca era un añadido posterior. Encima de las estanterías había una serie de bustos de mármol, deshumanizados por sus ojos sin vida y convertidos en meros iconos. Seguro que AD y Benton sabían quiénes eran, y también sabrían la fecha aproximada del esculpido de la madera, aquí se sentirían a sus anchas. Alejó el pensamiento de su cabeza. A estas alturas, seguramente ella había interiorizado una cierta inferioridad intelectual que sabía tan innecesaria como fastidiosa. Ninguna de las personas con las que había trabajado en la Brigada la habían hecho sentir menos inteligente de lo que ella sabía que era, y después del caso de Combe Island creía haber dejado atrás para siempre esta degradante paranoia.

La señora Skeffington estaba sentada frente al fuego en una silla de respaldo alto. No se levantó, pero se acomodó de manera más elegante, juntando las delgadas piernas. La cara era pálida y ovalada, la piel tersa sobre unos pómulos altos, los gruesos labios brillantes de carmín. Kate pensó que si esa perfección sin arrugas era fruto de la pericia del señor Chandler-Powell, éste la había atendido bien. Sin embargo, el cuello, más oscuro, rugoso y marcado por las arrugas de la edad, y las manos con sus venas púrpura, no eran las de una mujer joven. El pelo, negro brillante, se alzaba desde un pico en la frente y le caía sobre los hombros en ondas lisas. Se lo manoseaba sin cesar, retorciéndolo y colocándoselo tras las orejas. La señora Frensham, que estaba sentada frente a ella, se levantó y se quedó de pie, con las manos cruzadas, mientras Chandler-Powell hacía las presentaciones. Kate observó con cínico regocijo la esperada reacción de la señora Skeffington cuando ésta se fijó en Benton y sus ojos se ensancharon en una mirada fugaz pero intensa, compuesta de sorpresa, interés y cálculo. Pero habló con Chandler-Powell, con una voz resentida como la de un niño quejoso.

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