P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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Las cinco personas que estaban sentadas a uno y otro lado de la chimenea volvieron sus rostros hacia él, como un cuadro viviente astutamente dispuesto para procurar a la estancia su identidad y humanidad. Hubo un minuto, extrañamente embarazoso porque parecía una formalidad inadecuada, en el que Dalgliesh y Chandler-Powell hicieron a toda prisa las presentaciones. Las de Chandler-Powell casi no hacían falta. El otro hombre tenía que ser Marcus Westhall; la mujer de cara pálida y rasgos inconfundibles, Helena Cressett; la morena más bajita, la única cuya cara mostraba señales de posibles lágrimas, la enfermera Flavia Holland. La alta de más edad que se hallaba de pie en el extremo del grupo parecía haber sido pasada por alto por Chandler-Powell. Ahora ella se acercó discretamente, estrechó la mano de Dalgliesh y dijo:

– Letitia Frensham. Llevo la contabilidad.

– Tengo entendido que ya conoce a la doctora Glenister -dijo Chandler-Powell.

Dalgliesh se acercó a la silla de ésta y se estrecharon la mano. Era la única persona que permanecía sentada, y el juego de té que había en una mesita a su lado indicaba que se lo habían servido. Vestía la misma ropa que él recordaba de su último encuentro, pantalones metidos en botas de cuero y una chaqueta de tweed que parecía demasiado pesada para su cuerpo diminuto. Un sombrero de ala ancha, que llevaba invariablemente ladeado con gracia, descansaba ahora en el brazo del sillón. Sin él, su cabeza, el cuero cabelludo visible a través del corto cabello blanco, parecía vulnerable como la de un niño. Tenía los rasgos delicados, y la piel tan pálida que de vez en cuando presentaba el aspecto de una mujer gravemente enferma. Sin embargo, era extraordinariamente dura, y sus ojos, casi negros de tan oscuros, correspondían a una mujer mucho más joven. Dalgliesh habría preferido, como siempre, a su viejo colega el doctor Kynaston, pero se alegraba igualmente de contar con alguien que le caía bien, a quien respetaba y con quien ya había trabajado antes. La doctora Glenister era una de las patólogas más prestigiosas de Europa, autora de destacados libros de texto sobre el tema además de una formidable perita ante los tribunales. De todos modos, su presencia era un inoportuno recordatorio del interés del Número Diez. Solían llamar a la distinguida doctora Glenister cuando estaba implicado el gobierno.

Tras levantarse con la facilidad de una mujer joven, dijo:

– El comandante Dalgliesh y yo somos viejos colegas. Bueno, ¿por qué no empezamos? Señor Chandler-Powell, me gustaría que usted nos acompañara, si el comandante Dalgliesh no tiene inconveniente.

– En absoluto -dijo Dalgliesh.

Seguramente él era el único agente de policía a quien la doctora Glenister invitaba a dar por buena alguna decisión suya. Dalgliesh captó el problema. Había detalles médicos que sólo Chandler-Powell podía aportar, pero ella y Dalgliesh quizá querrían decir cosas que sería desaconsejable comentar ante el cadáver y estando presente el cirujano. Este tenía que ser un sospechoso; la doctora Glenister lo sabía y, por tanto, sin duda también lo sabía Chandler-Powell.

Cruzaron el vestíbulo cuadrado y subieron las escaleras, el grupo encabezado por Chandler-Powell y la doctora Glenister. Sus pasos sonaban anormalmente fuertes sobre la madera sin alfombra. Los peldaños conducían a un rellano. La puerta de la derecha estaba abierta, y Dalgliesh alcanzó a ver una mesa larga y baja y un techo primoroso.

– La galería larga -dijo Chandler-Powell-. Sir Walter Raleigh bailó aquí cuando visitó la Mansión. Aparte del mobiliario y los accesorios, está igual que entonces.

Nadie hizo ningún comentario. Un segundo tramo más corto de escaleras desembocaba en una puerta que daba a un pasillo enmoquetado y bordeado de habitaciones orientadas al este y al oeste.

– El alojamiento de los pacientes está en este pasillo. Suites con salita, dormitorio y baño. Inmediatamente debajo, la galería larga ha sido acondicionada como sala de estar colectiva. La mayoría de los pacientes prefieren quedarse en su suite, o, de vez en cuando, utilizar la biblioteca de la planta baja. Las habitaciones de la enfermera Holland son las primeras que dan al este, enfrente del ascensor.

No hacía falta indicar qué habitación había ocupado Rhoda Gradwyn. Cuando aparecieron todos, un uniformado agente de policía sentado junto a la puerta se levantó al punto y saludó.

– ¿Es usted el agente Warren? -preguntó Dalgliesh.

– Sí, señor.

– ¿Cuánto tiempo ha estado de guardia?

– Desde que llegamos el inspector Whetstone y yo, señor. Eran las ocho y cinco. Ya estaba puesta la cinta.

– El inspector Whetstone me ordenó que precintara la puerta -dijo Chandler-Powell.

Dalgliesh despegó la cinta adhesiva y entró en la salita con Kate y Benton detrás. Había un intenso olor a vómito, extrañamente discordante con la formalidad de la estancia. La puerta del dormitorio quedaba a la izquierda. Estaba cerrada, y Chandler-Powell la empujó suavemente contra el obstáculo que formaban en el suelo la bandeja, las tazas rotas y la tetera, con la tapa desprendida, caída de lado. La habitación se hallaba a oscuras, iluminada sólo por la luz diurna que llegaba desde la salita. La alfombra estaba salpicada de manchas oscuras de té.

– Dejé las cosas exactamente como las encontré -dijo Chandler-Powell-. Nadie ha entrado aquí desde que salimos la enfermera y yo. Supongo que en cuanto se lleven el cadáver podremos recoger todo esto.

– No hasta que se haya efectuado el registro de la escena -dijo Dalgliesh.

La habitación no era pequeña, pero con cinco personas dentro de pronto pareció abarrotada. Era algo más reducida que la sala de estar, pero estaba amueblada con una elegancia que intensificaba el sombrío horror que yacía en la cama. Se acercaron al cadáver, Kate y Benton cerrando el grupo. Dalgliesh encendió la luz de la puerta y acto seguido se dirigió a la lámpara de la mesita. Vio que faltaba la bombilla y que alguien había lanzado el cordón del timbre de llamada por encima de la cabecera. Permanecieron junto al cadáver en silencio, Chandler-Powell un poco apartado, consciente de que quizá su presencia sólo era tolerada.

La cama estaba frente a la ventana, cerrada y con las cortinas corridas. Rhoda Gradwyn se hallaba tendida de espaldas, los brazos, con los puños apretados, alzados desmañadamente por encima de la cabeza como en un gesto de sorpresa teatral, el pelo oscuro derramado sobre la almohada. En el lado izquierdo del rostro tenía un apósito quirúrgico sujeto con esparadrapo, y la carne que se veía era rojo cereza brillante. El ojo derecho, que la muerte había empañado, estaba totalmente abierto; el izquierdo, parcialmente oculto por la gruesa venda, medio cerrado, lo que daba al cuerpo el aspecto estrafalario y desconcertante de un cadáver que mirase torvamente a través de un ojo aún con vida. La sábana cubría a la mujer hasta los hombros, como si el asesino hubiera querido exponer adrede su trabajo enmarcado por los dos estrechos tirantes del blanco camisón de batista. La causa de la muerte era evidente. Había sido estrangulada por una mano humana.

Dalgliesh sabía que las miradas especulativas fijas en un cadáver -entre ellas la suya- eran distintas de las miradas posadas en la carne viva. Incluso para un profesional habituado a la imagen de la muerte violenta, siempre había un vestigio de piedad, cólera u horror. Los mejores patólogos y los agentes de policía, en la situación en la que estaban ellos ahora, nunca perdían el respeto a los muertos, un respeto nacido de sensaciones compartidas -por más que fueran temporales- y del reconocimiento tácito de una humanidad común, un final común. Sin embargo, toda la humanidad, toda la personalidad se extinguía con el último aliento. El cuerpo, ya sometido al inexorable proceso de la descomposición, había sido rebajado a un objeto de exposición que debía ser tratado con serio interés profesional, a un desencadenante de emociones que ya no podría compartir más, que ya nunca más le inquietarían. Ahora, la única comunicación física era con exploradoras manos enguantadas, sondas, termómetros, bisturíes, manejados en un cuerpo abierto como la carcasa de un animal. No era el cadáver más horrendo que había visto en sus años de detective, pero en éste parecían estar acumuladas toda la pena, la ira y la impotencia de su vida. Quizás es que ya estoy harto de asesinatos, pensó.

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